Espejo del agua / Rui Cardoso Martins

Muchacha, qué haces en el agua a esta hora
      asustas de muerte a los que van al trabajo
      por qué eso, muchacha

El río Tajo corría suave sin pausas en la superficie ~~~~~~~~~~~~~
      casi ——————————————
      Amanecía pero aún era noche, dijeron testigos al final.
      En el canal del desagüe sur del estuario, cerca del muelle de embarque, una corriente fuerte empujaba las porquerías hacia el mar. El barco salió de lado, con doscientos pasajeros como máximo, más la tripulación; tiró de los motores y entró de proa, perforando el músculo líquido del montículo protector del viento. El cacillero hacía toser su motor dentro del río, el rápido y el lento. Tenía la responsabilidad de ser el primer barco de la mañana.
      En el puente de mando, vuelto hacia Lisboa en la orilla diluida, donde las luces públicas se apagaron, descendiendo por la calle, desde el castillo hasta las grúas del puerto, el maestro vio unos pájaros. Las gaviotas rasaban y subían del Tajo, enojadas con el mundo entero, como de costumbre. Tenían alas negras, un chal en los hombros y el pico en gancho; otras eran de esas blancas y plateadas que aparecen en la televisión con música de guitarra, de pecho abierto, suspendidas del cielo por un hilo. Ninguna, sin embargo, se atrevía a sumergirse, y discutían muchísimo la cuestión.
      Abajo, en el portalón de proa, el primer marinero barrió con la linterna el cristal del agua. Había un fantasma, una sábana de franjas brillando.
      —¿Es una medusa?
       —¡Una jibia, una gigante!
      Pitó.
      —Trae el gancho.
      Desde la popa, el segundo marinero corrió con la red en el palo. Una trampa cónica, transparente. Mira, mira, reía el marinero, hoy hay jibia para el almuerzo, me quedo con las ventosas y no me importa freír.
       —¡Tan hermoso, se parece a Nuestra Señora de las Aguas, capitancito!
      El maestro del cacillero paró el motor, rompiendo las reglas de la compañía. Los carros zumbaron a lo lejos en la cubierta del puente, vamos a tomar el servicio volando a Lisboa. Si la administración lo sabe, vas a tener que oírlas.
      ¿Otra vez, maestro? No es una empresa de pesca, no pueden lanzar la red en el camino, después de terminar el turno hacen lo que ustedes quieran, pero la misión en esta, en esta… cómo decirlo… en esta casa vuestra es transportar con seguridad a las personas, los coches, a los que duermen en la orilla sur y que trabajan en Lisboa, a los turistas que quieren ver toda la ciudad en el otro lado del Tajo, sea ella blanca o no lo sea, etcétera. Es sólo lo que tienen que hacer, navegar hacia allá y regresar acá, salir de acá y volver allí, los recursos son escasos y tenemos que optimizarlos, ¿entendido, señores tripulantes de este cacillero?
      El señor ingeniero tiene razón y no vuelve a suceder; por otro lado, como sabe, en los barcos nuevos es imposible pescar, vamos con el aire acondicionado apagado y con los portalones hidráulicos sellados; es cierto que estos barcos son calientes en invierno, y grandes, y rápidos, pero también poco maniobrables y sus recursos están realmente optimizados. Le doy la razón, señor director, porque el ascensor a la cubierta de los pasajeros nunca lo vi bien, los viejos llegan con bastón y aquí está la fotocopia

Elevador averiado
      Use las escaleras

porque se ahorra donde se puede, pero déjeme coger el bocado que vino a tener con nosotros, señor administrador, el malandro de la jibia se atravesó en el camino, debe de haber subido en la marea alta de la noche, detrás de un cardumen de camarones, de una anchoa, sólo toma un minuto y no hace mal, después tiro las máquinas y compenso, doy nueve nudos y estamos dentro del horario. Mire, un día tiene que probar la jibia frita con nuestros chicos, está ya invitado, señor ingeniero, queda tan saladito y crujiente, con eso me dio una nostalgia de jibia que ni imaginaba, no cambiaba la jibia frita por una sirena bonita que llegara nadando desnuda, cantando el fado, y es más, por, por, cómo decir, por la puta que te parió, señor, si quieres comer anda al restaurante y pide salmonetas, cherne, lenguado, déjanos en paz, quiero vivir un poco más de esta vida desgraciada como era antiguamente, en el Tajo a la lluvia, al viento, en el yunque del verano, en la tempestad que es más de media hora en las olas sólo para atracar en el batelón, los turnos cambiados, las cuatro horas de sueño, las bromas de los marineros, salen de aquí estafados y aún van a pescar y vender, daría la vida por cada uno de ellos, porque yo voy a morir temprano pero quiero ser feliz hasta entonces, un hombre se reforma y en dos años adiós marinero, ya vas al timón de tu lápida en el cementerio, pensaba el maestro del barco con diez capas de tinta o más.
      Al ver la carcasa de hierro acercándose, el casco almohadillado de neumáticos de camioneta, el castillo de popa anaranjado, las gaviotas aumentaron la gritería en la clase de esgrima. Si no están durmiendo en tierra, o volando para ser filmadas con arpegios sentimentales, las gaviotas viven con un malhumor interminable. No quieren saber de la nostalgia, no creen en el amor, nunca lloraron por un hijo, nunca quisieron morir por una mujer que se fue, jamás se rieron de felicidad o de ternura como yo y como tú. Algunas gaviotas se perforaban los cráneos entre sí y entornaban en el río las plumas con sangre, los sesos de pescado y lodo.
      El segundo marinero estiró los brazos a babor. La punta de la vara se sumergió a metros de los ojos desconfiados de la jibia (la negra la hiere). En la inercia del barco, la red se deslizó para atrapar el cuerpo de blando alabastro.
      Pero el molusco cefalópodo, de conocida astucia (incluso la jibia), siguió las reglas de emergencia: cambie al color ambiente usando sus células especiales o cromatóforos; proteja la cabeza, dispone para el efecto de ocho brazos y dos tentáculos; escupa la tinta de la bolsa para confundir al atacante, retroceda con un chorro de agua y sumérjase tan pronto como sea posible. La jibia se puso verde oscuro y se sumergió a pique. El monstruo antiguo, memoria de las naves, fue a cazar, el fondo tiene allí cuarenta metros contra una profundidad media de 10.6 metros, según mediciones recientes, pero dentro de mil años, continuando la tasa de sedimentación actual, se producirá el completo encenagamiento del Tajo y podremos ir a pie de una orilla a la otra y ahí no sé adónde irá tanta agua, ni para qué van a servir los puentes.
       De repente la cara del segundo marinero quedó blanca-gelatina. El muchacho había soltado la red y apretaba los dedos en el empalletado.
       —¡Pierdes la jibia y la red, angelito! —gritó el primer marino.
       —Faneca, ¿te mareaste o qué? —gritó el maestro al timón.
      —¿Qué es eso, capitán, qué cosa va allí en el espejo del agua?     —tembló el segundo marinero.
      Apuntó la mancha que pasaba por la quilla, flotando en el montículo agitado. Basura, plásticos, plancton, baba de las olas o espuma de un peluche destripado. Y en el centro un cuerpo. Vestía un sobretodo crema que le hacía un globo en la espalda, los brazos abiertos, arrastrando el cinturón de algas. La cara debajo de la línea de agua, hacia el fondo. Los cabellos rubios se sacudían como cilios de los mariscos de las rocas. El maestro conocía esa súbita alteración del paisaje. A veces, la ciencia náutica es muy simple: si la marea del río está vaciando, un cadáver corre hacia la desembocadura.
      —Un muerto. Trae el garfio.
      El palo con el gancho llegó pronto, pero la mujer fue más rápida. El Tajo iba con más prisa, con una velocidad de 2.3 metros cúbicos por segundo, lo que es importante para el flujo de los contaminantes y para la oxigenación del mayor estuario de Europa, porque en promedio, según los científicos, dos veces al día entran y salen cerca de setecientos millones de metros cúbicos de agua, son números que impresionan.
      Los marinos todavía gritaron ¡hey!, como si la muerta pudiera nadar hacia atrás, agarrar el salvavidas, subir por los neumáticos y todo está bien, no se habla más de eso. O como si fuera posible llenar de repente el río, invirtiendo la marea. Pero para eso tendrían que sacar la luna de su sitio. O, en otra de las hipótesis, producirse una hora antes un terremoto de media hora, con epicentro en la falla a lo largo de Algarve y llegar una ola gigante desde mar, el empeoramiento de la ya dramática situación de Lisboa, sinceramente, yo ni quiero pensar en eso.
      Chicos, dijo el maestro, en pocos minutos el cuerpo va a estar pasando bajo el puente, voy a avisar a la policía marítima. Y sacándose el sombrero, se bendijo e inventó una oración: que ellos descubran si va a Trafaria, y ya ahora de donde zarpó. Si saltó del puente, se cayó de un barco, si la mataron en el muelle. Finalmente, si Dios quisiera, que la pluma escribió el fado de esta pobre mujer. Ah, y quién es.
      Distraído, el cacillero perdió el rumbo, una traición más del Tajo. Dio vuelta al timón, se quejó, pero el piloto encendió el motor y dio marcha atrás y luego giró la nave en dirección al muelle de embarque, y una vez más a Lisboa.
      Había un pato gordo graznando en el lago.
      Mientras tanto, el sol, venido desde el mar por la espalda, subió por las alturas de la playa y corrió kilómetros. En el puente, tiñó de rojo todos los pilares, luego rodó por el rellano al lado de los coches y también tomó el servicio en Lisboa, ahora el trabajo es poner la ciudad bonita y llena de luz. A mitad de la tarde, la sombra de las personas será tan gruesa que se podrá enrollar como una alfombra y llevarla hasta casa para refrescar, tipo agosto, pero calma que aún falta mucho.
      Y dentro del cacillero, en la luz oxidada del aire, los pasajeros vieron que los marineros estaban corriendo, apuntando, gritando ¡hey! Tontos con las maniobras, los que iban sentados se levantaron, quien dormía despertó y se asomó por las ventanas del nivel superior. Abajo, en la cubierta, se acercaron desde los portalones y del castillo de popa. Recibieron en directo la noticia de la mañana en el indeciso azul del Tajo.
      —Una mujer ahogada.
      —¿Dónde?
      —Allí al fondo. Todavía se ve la cabeza junto al Cristo Rey.
      —Pobrecita, paz para su alma.
      —¿Es la cabeza de una persona? No lo parece.
      —Pero sí lo es.
      —Qué horror.
      —Esto está cada vez peor.
      —Como las cosas están, ya nada me admira.
      —Tengo que cambiar de gafas.
      —¿Murió cómo?
      —Saltó del puente, tal vez.
      —O cayó al agua.
      —¿Ella venía en este barco?
      —No, señora, la trajo el río. El maestro ya avisó a la policía marítima. No podemos hacer nada más.
      Temblaban con el presagio, querían salir de allí, pero secretamente pensaban:
      —Menos mal que no fui yo.
      O lo contrario:
      —Cualquier día soy yo.
      Doscientos pasajeros como máximo, más tripulación, imaginaron la última hora. ¿Me quedaré deforme o entero, asustadizo o sereno, vestido o todo desnudo, estaré con la familia y mis amigos, u horriblemente solo, seré un tronco pálido a flote, un pedazo de carne en el suelo…?
      Muchos siguieron viaje en esos extraños pensamientos, pero no sólo, no sólo.

 

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está sentado el señor Kantilal con la bolsa de gatos eléctricos. Kantilal es de la India y vende gatos a pilas, tienen un esqueleto y un cráneo de plástico forrados con pelo de fibra. Vende en la Plaza del Comercio. Cuando llega allá, toma dos o tres gatos, aprieta el botón de la panza y los gatos marchan en círculos, los ojos brillantes y maúllan un ruido que confunde a los niños cuando no están mirando directamente a los gatos porque parece más un ladrido de perro. Kantilal está melancólico, vio a la mujer flotando en el Tajo y le vino la nostalgia, como dicen aquí, se acordó de su tierra de cuando era joven y del río Ganges, que lleva a los muertos. Pasan flotando por las orillas de los campos, en medio de las ciudades, y la gente se baña en el agua lodosa con los cadáveres al lado y no se asustan para nada si algún buitre les abrió el vientre y sacó el cordón de sus tripas, aun si la piel les salta del cuerpo, en claros blancos y podridos. El sagrado Ganges atraviesa mi país desde los Himalayas y es el mejor sitio para morir y empezar los renacimientos, hasta llegar al estado de la liberación completa del alma. Cuando me vuelva viejo, y si tuviera dinero (dejar de vender gatos a pilas), muero en las orillas de Ganges, mi Ganga, y allí yo soy incinerado con sándalo, incienso y guirnaldas. Que no se quema a las mujeres embarazadas, a niños y hombres santos o a un desdichado mordido por una cobra, ésos descienden las aguas sagradas hasta que el río coma sus cuerpos y el espíritu prosiga el eterno camino.
      Esto no se lo cuento a nadie, piensa el señor Kantilal, van a decir qué asco, apuesto, pero así es como son las cosas, hoy quiero saber cuántos gatitos me van a comprar, con suerte una docena, el día va a estar bonito.

 

En la cubierta de la popa, tal vez a diez metros del señor Kantilal, pero a estribor, una mujer va a toser. La tos es seca, le raspa y le duele, además se notan, ahuecadas, las lunas de los ojos. Maria Rosa no tiene expectoración y está olvidando un disgusto de amor, sólo el último, ése hasta le cuesta menos de lo habitual, está con mala cara, más por eso de la mujer flotando. Se muerde el índice doblado, desde el fin de semana está segura de que va a quedarse sola para siempre, paciencia.
      Pero al fondo en el Tajo está zarpando el paquebote Reina de las Aguas, el Victoria de los Mares, la Princesa del Océano u otro nombre parecido, Maria Rosa leyó en el periódico gratuito que es una de las ciudades flotantes que visitan Lisboa en esa época, cuenta con tres piscinas al aire libre y una cubierta, salas de juegos, no sé cuántos restaurantes, centro comercial y una biblioteca con más de seis mil libros donde los pasajeros pueden matar toda su hambre de lecturas. Es el lugar ideal para vivir la gran novela de su vida, una vuelta al mundo en el paquebote Reina de las Princesas, ya veo el nombre correcto, cuesta ciento noventa mil euros la suite donde todos los caprichos y sueños serán realizados, pero también se puede embarcar en un recorrido más corto y barato, sin embargo inolvidable, va hasta Madeira y vuelta de avión, por ejemplo, el paquete incluye cena para dos personas con espectáculo de magia internacional con ilusionista de fama en cruceros desde el Báltico al Adriático, mira que compensa, Maria Rosa.
      Lo agradezco pero no tengo dinero, sólo problemas, ahora el médico dice que tengo que dejar de fumar. Vi mi corazón en la ecografía. Al latir parece una lavadora ruidosa, hay una válvula que se abre y se cierra mal y una pared más gruesa de lo que debería, con cicatriz. Él apuntó en la pantalla con el bolígrafo, ¿está viendo aquí, Maria Rosa? Me reí y pregunté, doctor, ¿la cicatriz pudo haber sido por un disgusto que tuve en la vida?, él dijo que ya vio que eso sucedería, que todo se puede cambiar de repente en una situación de gran estrés. Entonces quiere decir que es verdad cuando se dice
      —Tú me partiste el corazón
      y
      —Tengo el corazón partido.
       Y el cardiólogo dijo que es verdad, pero sólo en parte, lo que pasa de hecho es una herida, el corazón es demasiado elástico para partirse.
      Ahora, mi corazón pesa ciento cincuenta gramos, lo mismo que un paquete de jamón. Juro que no me vuelvo a enamorar. Adiós paquebote de lujo, haz tu vuelta al mundo, y que hagan amor entre sí los maridos y las mujeres, los enamorados y las enamoradas, en todos los pisos y en las piscinas y donde quieran y muchas veces al día. De aquí no salgo nunca. Ya fumaba un cigarrillo.

 

En la cubierta por encima de Maria Rosa, atravesando el piso, se sentaba doña Filomena, una señora que tiene las manos quemadas de detergente. Pasó la noche levantándose, rascándose la erupción en el pulgar, esa mancha rosada, áspera, que salta a la vista en la piel oscura. La disculpa para caminar toda la noche es el ruido extraño que viene del frigorífico, debajo del cuadro colorido de la Virgen. A causa del ruido, doña Filomena fue cinco veces a la cocina, murmurando ¿quieres ver que ahora el frigorífico?… era sólo lo que me faltaba, Nuestra Señora, si el congelador se rompiera tengo allí un kilo de lengüeta gruesa. Era la oferta de la semana en el supermercado, limpia de hueso, la vaca es más barata que con hueso en otros sitios, nunca más fui a la carnicería del señor Almeida. Doña Filomena inspeccionó el armario de la despensa: dos latas de atún, una de salchichas, cuatro huevos, dos kilos de arroz, una botella de aceite de palma, un sobre de maíz, un paquete de harina blanca de nieve, cebollas y patatas para la sopa, y en el frigorífico hay un resto de leche y sobras de mandioca. He estado escuchando la nevera y no está bien, cada cinco minutos da un salto, suelta así una especie de gemido y empieza a temblar, como si tuviera mucho frío, a veces suelta agua en el suelo, o es un problema del motor o una cosa agujereada detrás, y yo no puedo dejar que la carne se estropee.
      Pero en realidad el frigorífico está bien, lo que le preocupa a doña Filomena es el hijo menor, José Eduardo. Ella teme que siga el camino del padre, que nadie sabe de él, o de su hijo mayor, que sabe dónde está porque lo visita todos los sábados a las tres, haga sol o haga lluvia, en la prisión de Lisboa, conoce a todas las que están a la entrada para la revista, las madres, las mujeres, las enamoradas y los niños de los otros presos. El otro día la policía tocó a mi puerta y me dijo doña Filomena, su hijo José Eduardo va por el camino del otro, no tarda mucho para que la gente lo agarre y se acaba, vea si le pone juicio en la cabeza, se vuelve a la escuela y estudia, y no anda por ahí haciendo disparates, fumando y vendiendo porquerías y entrando en la casa de los demás por la ventana.
      José Eduardo pasó la noche afuera, la ropa de la cama está en su sitio, mi hijo parece un murciélago, sólo duerme cuando hace sol. Y ahora, suspira doña Filomena, me estoy cayendo de sueño de camino al banco, tantas tareas de limpieza que tengo antes de que él abra la agencia, no te olvides, Filomena, de poner una gota de lejía en la mancha de la alfombra al lado del vaso, pero sin mojar el suelo que la piedra se estropea, queda amarilla y parece chichi. La Cándida fue despedida por una cosa parecida, qué va a ser de ella y de los niños.
      El dueño del banco dijo en el telediario que saludaba la entrada del refuerzo de capital angoleño en la institución, que permitirá hacer frente a las nuevas… a las nuevas… a los compromisos con los accionistas, oí al hombre hablar, a él es que nadie da lecciones de… lecciones de… ética, después el gerente de la agencia de la Rua do Ouro, que siempre me miró como si yo fuera sólo una bata de la limpieza, sin una persona adentro, llegó simpático y preguntó si yo no estaba orgullosa de ver que Angola crecía. La señora está ahí, ¿no?, así me lo parecía, y ahora ve a sus compatriotas invirtiendo en Portugal, comprándolo todo con oro, diamantes, petróleo, y les gustan las ropas caras, ¿eh? El hombre movía su corbata y yo respondí, doctor, ¿qué es lo que yo gano con eso, doctor?, no voy a tocar un céntimo de ese dinero, ¿en qué me afecta el petróleo? Nada. Quiero que mi nevera no se estropee y tener comida allí.
      Puedo hacerle un dulce de coco a José Eduardo. Desde pequeñito le gusta y nunca más lo hice. Él va a recuperar el juicio. Pero qué sueño, Nuestra Señora.

 

En la fila delante de doña Filomena va la florista Adelaida, aburrida porque las flores se venden poco, de no ser en la puerta de los cementerios. Y aún no ha dejado de ser lo que era, no estamos para romanticismos, los hombres cuentan las monedas en el bolsillo y las mujeres sólo compran cosas que dan para comer. La florista Adelaida tiene que tomar pronto una gran decisión, es más, dos. Primero, la más importante: si de veras va a tener al bebé. Ella está hace años con Rubén, que es un buen muchacho, tal vez un poco borracho, ¿pero ¿quién va a confiar en un hombre que nunca toma una cerveza? Ninguna cosa estaría bien en esa cabecita, piensa Adelaida. El problema es que, hace unas semanas, quien perdió la cabeza fue Adelaida. Cuando vio que ella, cuando vi que había hecho una estupidez, listos, Adelaida se cuenta la historia a sí misma para ver si le sale bien, hice una estupidez y me acosté con Quim en el almacén de las flores, caía sobre el tejado esa luz de la tarde indescriptible y él sabe cómo hablarle a una mujer. Tiene miel en la voz. Es un hombre hermoso y siempre me ha gustado, resumiendo y concluyendo, creo que estoy un poco enamorada de Quim y soy capaz de estar embarazada, no soy capaz, desde ayer lo estás, listos, la prueba dio positivo. Pero ayer Quim no me dejó llegar al final, me cortó el teléfono y ahora no atiende, él anda con otras, de lo que sé es que yo estaba esperando, y pensé en ir al hospital para arreglarlo lo más rápidamente posible, ellos dan unas píldoras. Pero hecha idiota fui al café para encontrar a Rubén y le dije que un día tal vez los dos… si ya había pensado en la posibilidad, y él se quedó medio alelado y me dijo que ésa era su mayor alegría en el mundo, tener un hijo mío, entonces le dije que eso tal vez podía suceder, sí, es verdad, creo que lo estoy, aún falta confirmarlo, pero… y él oh mi amor, mi amor, pidió más cervezas pero ahora yo no puedo, Rubén, el alcohol hace mal al… y él me tocó el vientre, me besó y gritó a todo el café
      —Amigos, atención, voy a ser padre, ¡una ronda para todos!
       —¡Felicitaciones!
       Y, si las cosas tienen que ser así, así serán, hay la posibilidad de que el bebé sea hijo de Rubén, por lo demás ahora tengo casi la certeza de eso, conté las horas y se ajusta perfectamente, si es hijo de Rubén me regalo a mí misma un ramo de rosas, nunca más hago estupideces.
      —¿Dónde estará Quim en estos momentos?

 

Descendiendo de nuevo las escaleras en una ventana de proa, un hombre acecha Lisboa con ojos soñadores. Es el señor Fonseca, que está viejo y enfrenta, a nivel individual, los síntomas de deterioro de la situación social y económica del país (el señor Fonseca habla con un tono pomposo, para aclarar). Después de una vida entera de trabajo intenso (otra suya), el señor Fonseca descubrió algo increíble, descubrí, masculla el señor Fonseca, que vivía por encima de mis posibilidades, y ahora estoy como casi toda la gente, tal vez la estrangulada lo está más, en una aflicción de muerte, con la cuerda al cuello.
      Pero vaya que no todo es malo, no todo es malo en esta desgracia, afortunadamente.
      El señor Fonseca cerró el restaurante porque no pudo pagar el iva de las comidas que servía —menú con sopa, plato principal, por ejemplo: bacalao a la brasa, jurelitos con arroz de tomate, más postre, café y digestivo— a un precio ridículo. Llegó el fiscal de las finanzas, le pasó la multa y cerró el restaurante.
      Y para completar las cosas, para agravar la situación, estoy perdiendo mi casa, el banco me mandó ayer la tercera carta de desalojo con orden judicial, la última. Y mi mujer aún no lo sabe porque yo no se lo he dicho, no tuve coraje.
      Pero he aquí que me surgió una esperanza inesperada: recibí los análisis de la biopsia del hospital y tengo un cáncer en el hígado en estado avanzado. Debería haber tratado esto antes, ahora deben abrirme el estómago para cerrarlo a continuación. Hoy hablo con el abogado, parece que hay, o por lo menos debe de haber, alguna ley que prohíba expulsar de casa y poner en la calle, bajo el puente, a una persona muriendo de cáncer. El abogado piensa que es una excelente posibilidad que explorar y tengo que presentarle los análisis y el informe del médico, confía en que vamos a lograrlo. Y que este cáncer me haya caído del cielo. No todo es malo en esta desgracia, de lo malo lo menos, de lo malo lo menos.

 

Ya están más tranquilos, dijo el primer marinero, y tú cómo estás, también te asustaste, Faneca. Qué te parece, yo la vi flotando, dijo el segundo marinero, eso no se lo recomiendo a nadie para comenzar el día.
      Y para cambiar de tema, y estar siempre listos para las peripecias del cacillero, que son inagotables, revisan reglas de emergencia.
      —No te olvides, muchacho, que si le sucede algo al maestro, soy yo quien toma su puesto y te quedas a mis órdenes.
      —Sí, señor, gran novedad.
      En caso de colisión, por ejemplo, dijo el primer marinero, yo verifico los estragos, me quedo de vigilancia, ayudo a vestir los chalecos, transfiero a los pasajeros, ¿y tú? El segundo marinero puso el dedo debajo del gorro, tenía picazón en el sitio de los pensamientos. Yo, bueno, ¿yo calmo a los pasajeros de la popa, si fuera el caso veo lo de heridos, y ayudo en la transferencia?
      —Sí.
      —A propósito, mañana voy a Belén para ayudar al desembarque de los soldados del portaaviones estadounidense. Nos quedamos esperando en la barra.
      —¿Gringos? Borrachera segura. Mierda. Ayuda a la economía de Cais do Sodré. A ver si los mandas al Tajo, Faneca.
      —En ese caso grito: ¡hombre al mar, capitancito!

 

En el puente de mando el maestro cantaba, po-poro-po-poro-po-po-poro-po-poro-po, esta vida de marinero me está matando, al frente tenía a Lisboa cada vez más definida, preparándose para la confusión, pero aún suspendida en la suavidad de la mañana. El maestro miró a sus hombres. Les silbó.
      —Tanta jibia que queda por comer. Es una pena morir tan temprano, es una pena, chicos.
      —No piense más en eso, maestro.
      El marinero que perdió la pierna en el batelón, el barco reculó y él tenía la pierna dentro del cabo enrollado, el cacillero salió y su pierna voló por los aires, cortada como una pieza de carnicería.
      El viejo que saltó al muelle antes de tiempo, le faltó suelo y se sumergió, fue jalado por la hélice y apareció muerto del otro lado.
       Y el otro pasajero loco, un africano, después de caer le arrojamos la boya pero no se agarró, se zafó porque tenía mochila y lo jalamos con el gancho. Y apenas puso los pies en tierra huyó, se fue corriendo todo mojado, ni siquiera agradeció a quien le salvó la vida, ¡qué tipo de prisa tiene la gente, a dónde iba de esa manera?
      Y ese caso que aún no está resuelto… Una pareja comienza a discutir, a discutir, y en determinado momento el hombre empuja a la mujer, el portalón de la popa cede y ella cae violentamente de espaldas al río. Era pesada y llevaba mucha ropa, Faneca saltó y también allí se iba quedando, no pudo arrastrarla, en media hora la mujer murió de frío. Pero eso está en investigación, es homicidio.
       —¡Maestro, más despacio, mire el muelle!
       —No pierda la máquina o tenemos que rezar por los santos, capitancito.
      —Gracias.
       Amarren el barco. Bajen las salidas, vayan todos en paz, acabó la aventura. Vayan a trabajar, vayan a buscar empleo, vayan a pasear. Estamos todos bien y mañana no pasará nada, pueden venir otra vez, cuando quieran.
      Pero, ¿y tú, desconocida de la gabardina?
       
     
      En el canal del desagüe sur, pasando el puente, dos ojos iban abiertos, vueltos hacia abajo, parecía que observaban el fondo por el filtro verde del agua (pero no veían nada del Tajo, los ojos de la muerta). Sardinas plateadas de dorso azul, un pulpo cabelludo detrás de un cangrejo verde, una salmoneta con las aletas del frente como piernas, lenguados juveniles tan finos que los llaman hojas de oliva, un sargo con los dientes armados, camarones en procesión, un robalo que asado daba para seis, el armazón de un paraguas, una bota sin suela, un esqueleto de barquito de pesca, un bagre tan feo que al nacer la propia madre se asustó, un berberecho que muerde el agua para cambiar de sitio, los periscopios de las almejitas enterradas y algunas ostras que intentaban regresar y hacer colonia, pero eran hembras a las que le nació un pene por culpa del veneno con que ellos pintan el revestimiento de los barcos, para que ningún ser vivo se pegue al casco, y que se llama tributilestaño (vulgo tbt) y provoca el imposex, una enfermedad extraña que cambia el sexo de los bivalvos y es uno de los principales obstáculos a la recolonización del Tajo con ostras que, desde la antigüedad de los romanos, y hasta los años sesenta del siglo xx, eran reputadas como de las mejores del mundo y ahora sólo sobran bancos y bancos de cáscaras muertas, lindo servicio, no hay duda.
      Mújoles curiosos se deslizaban sobre el agua, cardúmenes gordos, con la boca hacia el exterior, como si respiraran por el aire y no por el agua. Rodearon a la muerta, en procesión. Le mordían los cabellos, y algunos hilos rubios entraban en sus mollejas de gallina, mezclándose con fibras de papel higiénico.
      ¿Dónde va esa cabeza rubia, en el espejo del agua?
       También las palabras y los pensamientos van por el mundo flotando, unos agarramos, otros son llevados por las corrientes

~~~~~~~~~~~~~~~~~~
     

      Muchacha muerta qué haces en el Tajo
      asustas a los que van al trabajo.

 

Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo

            Cacillero, embarcación que une Cacilhas y Lisboa, atravesando el río Tajo. (N. del T.).

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