Nuestra alegrí­a llegó [fragmento] / Alexandra Lucas Coelho

Doce

Algunos mamíferos saben que van a morir hoy. Éstos tres saben que pueden morir hoy.
      —El sol tiene colores que nunca nadie vio —dice Ira.
      Detrás de él, Ossi abre los ojos. Al frente, Aurora, también.
      De tan pegados, la voz vibra en los tres.
      —¿Qué colores? —pregunta Ossi.
      —Colores sin nombre, no podemos verlos —dice Ira—. Escuché esto una vez, en la ciudad.
      —¿Hay colores que no podemos ver? —Aurora hace un techito con la mano.
      El sol les da de lleno. Tres corazones, seis pulmones, billones de nervios en una hamaca, tórax con tórax, boca con nuca, cóncavos, recóncavos, convexos. Jóvenes como la flor del cacto de Alendabar, la playa donde despiertan.
      Ossi sostiene el flanco de Ira, que sostiene el flanco de Aurora. Ella cierra los ojos, flexiona la rodilla izquierda. Ira gana el ángulo y entra en ella, con Ossi a la espalda. Primera vez que despiertan juntos, primer sexo entre tres, primera hora de luz.
      Este día espero por ellos para cambiarlo todo. Pacto.

*

Un viejo escarabajo avanza en la ruta que lleva a Alendabar, con piso de terracería, llena de baches, mantenida en esas condiciones para alejar a los extraños. Toda la región alrededor de la playa tiene un dueño llamado Rey. Sus visitantes llegan en helicóptero, razón por la que es raro que un forastero se apersone. Además de mala, la carretera termina en un camino cerrado, como en las pequeñas playas privadas. No es pequeña ni privada, pero sólo quien está al lado puede rodear el alambre de púas.
      Felix salta del escarabajo, libre al fin. Todavía no puede manejar y mal entra en el coche, pierna larga, melena de oro: ballerina en la cabeza, abriendo los brazos. El sol, refulge. ¡Quince años! ¿Cómo pasó esto?
      Ursula, la madre, sonríe, no sabe. Pidió el vocho a los amigos en esta parte del mundo, lo estaciona en la última sombra, antes del camino cerrado. La primera vez que vino todo aquí era una selva sin propietario. Fue entonces cuando conoció al futuro padre de Felix y hoy trae sus cenizas. Murió a muchos husos horarios de acá, donde viven el hijo y la madre. Felix nunca estuvo en esta parte del mundo. Nunca oyó siquiera el nombre de Alendabar.
      —Parece inventado —le dijo a la madre cuando venían en el escarabajo, esquivando los baches llenos de lluvia, espejos del cielo.
      Con un ojo en la ruta, Ursula respondió:
      —Todos los nombres son inventados.

*

Aurora siente el vaivén de Ira hasta la raíz del cabello, emisión de nervio en nervio, pelvis, vagina, estómago, faringe, coronilla. Está casi boca abajo, pierna derecha estirada, pierna izquierda flexionada, la rodilla en la barbilla ya medio fuera de la hamaca. Cuando cierra los ojos todo fluctúa, aéreo. Cuando los abre, el sol da en la flor del cacto, en un botón. La palma de la mano de Ira le cubre la nalga, y a cada arremetida la pelvis de ella se contrae, a cada salida se expande: bomba de sodio y potasio, impulso eléctrico, motriz.
      Al mismo tiempo, Ira siente el vaivén de Ossi hasta la raíz del cabello, emisión de nervio en nervio, ano, próstata, estómago, faringe, coronilla. Con ojos cerrrados, es arrojado a las fieras. Con ojos abiertos, es el amante del medio, hombre de atrás, mujer de frente. Quiere cada luz de este día, cada color de esta hora, el azul en la flor del cacto: índigo. Floreó el día en que él nació, decía la abuela. Pero el cacto tenía miles de años ya, ¿sería hombre primero al llegar o sería mujer? Pasó tanto tiempo que los equnoccios dieron la vuelta y las estrellas estaban de nuevo donde estaban.
      Las manos de Ossi están en las caderas de Ira, más estrechas que las suyas. Ossi es es el más pesado de los tres, Ira el más ligero. Ossi nunca sintió las caderas así y entre ellas todo tan justo, músculo dando de sí. No piensa abrir los ojos.

*

En cualquier momento el Rey espera un invitado del oriente a quien tiene intención de vender una pequeña parte de sus dominios, la única que no le da ganancia. Antes de marcar la visita consultó el mapa celeste, como acostumbra. Oyó decir que así hacían los reyes de antes en oriente, en occidente. El equinoccio caía en viernes, calaba pleno. Sería el comienzo de la nueva estación, antes de la cosecha, ahora del sacrificio.
      Sería hoy.

*

—¿Por qué hoy? —pregunta Felix, camino de la playa, saltando un charco—. ¿Se trataba de una fecha especial para ti y para papá?
      —No —dice Ursula, un poco atrás—. Pero pensé que él le gustaría por ser equinoccio. Norte y sur iluminados por igual, el día con la misma duración de la noche, doce horas de luz… ¿te acuerdas de esto?
      —Sí, no me acordaba que era hoy. Entonces comienza la primavera.
      —Aquí el otoño.
      —Ah, claro. Estamos al revés.
      Un pájaro se posa adelante, golpea una gota de lluvia. Felix lo reconoce del álbum que tiene desde niño: ¡un poupatuti! No hay lugar a duda, es el único con ese arcoíris en la cabeza. Le mandará una foto al padre. Pero no bien piensa en él, el dolor es tanto que el cuerpo salta solo. Salta y salta, a ver si se gasta un poco. Parte de Felix continúa actuando como si el padre estuviera vivo. Hay células que se niegan a saber. Algunas células de él no aceptan que el padre murió.
      —¿Y por qué esta playa? —pregunta, saltando por última vez—. Prometiste contármelo cuando llegáramos.
      —Todavía no llegamos —Ursula se detiene.
      Un zumbido de helicóptero llena el aire. Madre e hijo miran hacia arriba, los mismos ojos amarillos. Ojo de animal, decía el hombre que con ellos formaba un trío. Antes de ser padre de Felix, antes incluso de conocer a Ursula, había probado ceniza humana en Alendabar. Así se hacía la despedida de los muertos, entonces. Parte de la ceniza se mezclaba con fruta, todos comían un poco. Después caminaban hasta la desembocadura para lanzar el resto al encuentro de las aguas, al estero.
      El futuro padre de Felix le contó la historia a Ursula en esta playa, al día siguiente de conocerse, y le preguntó si se comería sus cenizas. Dio una carcajada para no parecer dramático. Detestaba parecer dramático.
      Tenía varias vidas ya. Ella, veinte años.

*

Dos copas de palmera se balanceaban al vaivén de los amantes, resguardo y resplandor. Hace milenios que las palmeras sostienen las hamacas, dan guarida al barco del pescador, además de todo lo que en ellas se posa, mora, se come o bebe. De ellas viene la fruta que se mezcla con la ceniza de los muertos. Y algunas todavía se transforman en tótems o en grandes canoas. Más antiguo, sólo el cacto de la flor índigo, también imposible de obsevar en otras arenas, en otros parajes. Algo que Ossi, Ira y Aurora desconocen porque jamás vieron otros.
      Este equinoccio decidirá si vivirán para ver doce horas de luz desde la primera. No planearon pasarla así, es la hora más relajada del plan que tienen. Se acelerarán en las próximas, en la cuenta decreciente hasta el anochecer. Uno encajado en el otro que encaja en el otro, el zumbido en el cielo no los detiene.

*

Mientras tanto, en los pastizales del Rey, las reses se sobresaltaron con la anticipación auditiva de todo animal. Rara es la semana acá sin helicópteros y el corazón de ellas continua disparando por atrios y ventrículos, tan parecido al humano que podría sustituirlo, sólo que cinco veces más pesado. Si se disparasen todas en desbandada, en un día imposible, sin capataces ni cercas, el suelo retumbaría por muchos kilómetros. Son la infantería avanzada del sacrificio, el gran ejército de los involuntarios.
      Y en breve los siervos del Rey penetrarán los horizontes limpios de la selva. Tan limpios como un sexo expuesto, dispuesto para el espectador.

*

El Rey sabe que alguien se aproxima antes incluso que cualquier animal. Una señal en el bolsillo y ya sale de palacio, examinando las alturas. La terraza da acceso a una pista de aterrizaje en piedra traslúcida, extraída de la mina junto al río. El primer aperitivo para quien llega del cielo.
      —Bienvenido —murmura el Rey, con su boca de las cavernas: hoyos negros, estalactitas. Acaba de localizar el puntito del helicóptero que trae al huésped.
      Es aquí cuando un llanto irrumpe en el interior y el Rey acude, corriendo. Es padre de un varón recién nacido, un ser vivo realmente suyo. No conocía esta felicidad. Esta nueva ferocidad.
      Por toda Alendabar corren relatos sobre el bebé del Rey. Él lo toma en los brazos a cada llanto. Él cambia el pañal de algodón de mil hilos, lavado en la cascada que los más viejos tienen por sagrada. Él examina los excrementos, color, consistencia, sería capaz de comerlos. Lo hará. Él no fue dotado de fe, pero quiere a los dioses a los pies de su fruto.
      Este mundo y el otro existieron hasta hoy para reconocerlo.

*

Allí arriba, a diez mil pies, el invitado del oriente se regocija. ¡Qué colores, qué aguas, qué transparencia! Las pequeñas islas adornadas por corales con seguridad todavía vivos: esmeraldas, cobaltos, fucsias, limas. Ninguna señal de emblaquecimiento, de colapso, salta a la vista. Y el helicóptero dobla hacía la bahía más majestuosa en la que ya puso los ojos.
      —¡Alendabar! —clama el piloto.
      Gana en un vuelo lo que los siervos allá abajo no ganan en un año. Por encima de todo, el Rey tiene pánico de morir, por eso no escatimó hasta encontrar al mejor piloto. Tan desahogado es el contrato que la propaganda le aflora en la boca, espontánea:
      —¡La historia del mundo comenzó en Alendabar, cuentan los nativos!
      El invitado está dispuesto a transigir, ante lo que ve. Una orilla floreciente bordea el arenal, extensísimo. En un extremo de la playa, el acantilado negro, recostado en un volcán. En el otro, la desembocadura de un río incandescente, que al subir se ensancha bastante y tiene una isla en el medio. Hacia el interior está la gran razia de los prados, pero el litoral sigue denso, intacto, todo lo que este oriental tiene en mente.
      Vale la pena circundar el planeta, piensa. Sin muros ni mastines, la selva será la mejor guarnición.

*

Sin embargo, el río incandescente lucha por la vida. Los cardúmenes de branquia expuesta descienden al océano donde dragones marinos abrazan cotonetes, latas de anticongelantes dan a luz crustáceos, amores locos, mutantes, que no se ven desde el helicóptero ni en un fin de semana. Nadie mide el veneno del río desde que el Rey llegó, con sus planes de ganado y minería. El ganado carecía de agua suficiente. La minería, de un dique para los residuos, que poco después estalló. Y los ribereños vieron venir al río como nunca, en un torrente castaño. Semillas, animales, casas, todo se llevó. Una anciana se metió en la corriente para agarrar uno de sus animales. El nieto, un niño todavía, corrió detrás pero fue engullido, después sintió un golpe. Cuando volvió en sí temblaba en el lodo, un vecino apenas pudo empujarlo hacia la orilla. Al bajar, las aguas hallaron a la abuela, atravesada por un fierro. Fue ella quien dio nombre al nieto. Un nombre de hace mucho, cortado para el día a día:
      ¡Ira! El ojo expectante de los antepasados, testigo de cuanto crimen, objeto de unos más, el macho a la fuerza primero, la hembra a la fuerza después, ni de una ni de otro, ahora.

 

*

La demanda de siervos es mucha en las tierras del Rey. Para no quedar a puerta abierta es necesario algún bosque, pero tampoco pueden quedar fuera de la vista. La insatisfacción se propaga, hay que vigiliar cada chispa, detener el contagio. Por lo tanto, al llegar a Alendabar, el Rey mandó construir el alojamiento de los siervos atrás del matadero, local cien por ciento opaco, no vaya algún invitado a a salirse de la ruta, hallarse donde no debe.
      En ese alojamiento llegó a domir, al principio, un pescador ya padre de adultos, viudo recién casado con una joven. No bien quedó embarazada le hablaron de aquel hombre, conocido como Rey, interesado en comprar las tierras circundantes y contratar a su gente. Sería un sustento más seguro que el mar. El pescador fue para allá, se quedó, estrenó el alojamiento de los siervos. Tan grande se reveló la trampa que sus hijos intentaron liberarlo. Lo que sucedió después nunca se aclaró. Venida de la ciudad, la policía declaró al Rey víctima de asalto, padre e hijos ahogados. Y policía viene, policía va, Alendabar aprendió a callarse. Y el último hijo del pescador nació:
      ¡Ossi! Quien vive del mar conoce el fondo, cuerpo de faena y arpón, la Tierra aguarda quién la circunde, además de la boca, además del volcán, algún humano la doblará, es juramento.

*

La generadora del varón del Rey fue revisada en las tierras altas de Alendabar. Óvulos, trompas, útero, genes, todo deprisa, en privado, antes de la inseminación. Los padres de la doncella, devotos de un culto, dieron las gracias por la ausencia de trato sexual. Se dice en Alendabar que el Rey es adverso, no se le conocen relaciones. Ella se mantendría impoluta, con el futuro asegurado, si no hubiese muerto en el parto, de infección. Sólo una mano sostuvo la suya, hasta el final:
      ¡Aurora! La crema, la crin, la leche, las sardas, la última de la casa, madre matriarca, los hermanos tan mayores, la tránsfuga, la saltimbanqui, canta para dormirse.

 

*

—Yo vi el cielo en llamas / el sol era azul / y el mar rojo —los párpados de Aurora se cierran.
      El sueño que sigue al gran cortocircuito (espasmos, taquicardia, hiperoxigenación, reducción de la actividad de la corteza, desbordamiento de neurotransmisores: orgasmo).
      —Hay incluso un mar rojo —dice Ira.
      Ossi pasa su brazo por encima de ambos, los aprieta contra el cuerpo. También está casi dormido (oxitocina, dopamina, todo se ralentiza, hasta las palmeras).
      —Sol azul, no sé —continúa Ira—. Pero en las tierras heladas es posible ver tres soles, como en un viaje de Upa-la.
      Silencio. Ossi respira detrás de él, Aurora, al frente. Ira no desiste:
      —Mi abuela contaba que Upa-la fue la primera canoa. Cierta noche, hace miles de años, la tempestad derribó una palmera. Por la mañana la vieron flotando en el río, apresada por la copa. Si la liberaran, viajaría veloz con la corriente. Por lo tanto, en ella viajarían veloces. La sacaron del agua, le quitaron la corteza, excavaron el tronco. Así nació la primera canoa, porque para todo hay una primera vez. Y le dieron ese nombre, Upa-la.
      Escucha hacia atrás: Ossi duerme con la boca abierta. Escucha hacia delante: bajo los párpados de Aurora ocurren cosas rápidas. Y buenas, porque ella sonríe.
      Ira espía al sol, entrecierra los ojos. Está a un minuto de quedarse dormido.

*

Veinte siervos se apresuran en el matadero. El calor es enemigo de la carne, tal como la sangre o la daga mal afilada. Antes de que el día claree, ya todos los siervos del Rey deben estar comidos y bebidos, eufemismo para una calabaza de harina con agua. Entonces, la radiante estrella que a todo da vida despunta entre las dos palmeras, y cada uno va hacia su destino, la mina, el ganado, la selva.
      A estos veinte caló el sacrificio de las reses. Entre rampas y rodillos, ganchos y grúas, no es raro vaciar intestinos con las manos, pisar descalzos en la hiel. El acre de la sangre entra en la piel, en el pelo, debajo de las uñas. Se patina en la sangre, se respira sangre. El olor de la sangre aterroriza a las reses. Si no lo sabían antes lo saben ahora: van a morir. Braman, esperan, son detenidas en la marcha.
      Los matarifes oficiales usan pistola antes de degollarlas, dardo directo al cerebro. Si falla a la primera, se va agujerando hasta acertar. El objetivo es dejar la res inanimada mientras la encadenan boca abajo y la daga corta la garganta y la sangre brota. Está probado que el sufrimiento perjudica el producto final, así se obtiene mejor carne en el plato, y de brindis, un final humanitario.
      Mientras tanto, el Rey alimenta un universo paralelo, por atrás. Su método sigue siendo el mazo en el cráneo, que requiere varios martillazos, casi siempre. No sólo la res llega semiconsciente a la sangría, también el cráneo semiaplastado.

*

Felix observa el cerco en busca de un punto flaco, alguna abertura hacia la playa.
      —Increíble cómo cerraron esto —dice Ursula, con las manos en la cintura.
      —¿Estás segura de que no es propiedad privada?
      —Segura. La playa es una reserva natural. Pero todo lo que está alrededor fue comprado por un tipo al que llaman el Rey, según contaron a nuestros amigos del vocho.
      —¿Rey? —Felix camina hacia la derecha—. ¿Rey de qué?
      —No lo sé. Del ganado, de la madera. De su vientre.
      Ursula camina en sentido contrario. Ve los cactos gigantes a través del cerco. Nunca olvidó estos cactos. Según la historia de la creación de Alendabar, fueron los primeros cactos del mundo, cuando todavía iban a florear, contaba el padre de Felix. Entonces eso sucedió en algún momento desde que Ursula lo conoció en esta playa. Y cómo floreaban, piensa ella. Qué azul magnético.
      —¡Felix! —grita de repente.
      Encontró la abertura en el cerco.

Traducción del portugués de Rafael Toriz

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