El flagelo que pesaba sobre Elena Garro / Raúl Olvera Mijares

Ya por su volumen, el libro El asesinato de Elena Garro (Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, 2014) resulta casi inverosímil; por el grosor semeja un directorio o listín telefónico de una gran urbe. Me parece que la primera edición, auspiciada por la Universidad Autónoma de Morelos, en 2005, debía de ser menos copiosa. La doctora Patricia Rosas Lopátegui (Tuxpan, Veracruz, 1954), profesora de literatura mexicana y latinoamericana en la Universidad de Nuevo México, se propuso una tarea digna de un coloso: reunir la integridad del material hemerográfico, tanto de Elena Garro, notable articulista y aguda ensayista, así como de aquellos que han escrito sobre ella —bueno, de casi todos. La pregunta obvia que se impone es si tal labor titánica era indispensable, dado el recelo, la inquina y la malevolencia que prevalecía y sigue existiendo, hasta cierto grado, en torno a la autora. Como tantos que nos dedicamos al estudio y al disfrute de las Bellas Letras, he venido frecuentando la obra ensayística y poética de Octavio Paz (1914-1998) por espacio ya de un decenio. Mi visión puede decirse que es de una crítica moderada y razonable. No puedo dejar de ver y admitir lo obvio en cuanto a la globalización y los compromisos con el proyecto neoliberal (lo mismo que el célebre autor argentino Jorge Luis Borges en sus curiosas relaciones con los regímenes de Pinochet, Franco y las distintas juntas de su país), amén de otras cosas que revelan no sólo un oportunismo político sino intelectual (El laberinto de la soledad, o bien Las trampas de la fe, son obras estratégicas desde variados puntos de vista), pero luego viene la esfera íntima. Es curioso enterarse por este libro de cómo Elena Garro hacía las veces de amanuense, secretaria, correctora de galeras y hasta factótum del marido, futuro «mandarín de la cultura». Todo para que, con el fruto de esos artículos periodísticos, él pudiese ofrecer fiestas y recepciones con gente de quien procuraba ganarse las voluntades, tanto colegas artistas como editores, práctica común en los años de París, sobre todo, pero que también se extiende a los lustros de permanencia en Norteamérica, donde al parecer no permitió que su mujer cursara estudios universitarios en Berkeley (para empezar, no la dejó acabar en la Universidad Nacional Autónoma de México, con el pretexto de casarse para viajar a España). Esas anécdotas menudas de los encuentros en París con Paul Éluard, Benjamin Péret y otros poetas del grupo de los surrealistas (algunos conocidos desde España, en aquel congreso de escritores revolucionarios) son sumamente extrañas y desconcertantes. Uno se queda pensando: ¿sería verdad que la gracia y el atractivo de Elena Garro fueron, en realidad, las cualidades que le abrirían a Paz esos cenáculos tan exclusivos, o era más bien algo que ella se imaginaba halagando su comprensible vanidad de mujer?
      Ciertas prendas tenía Paz para hacerse valer, quiero decir, méritos intelectuales, una sensibilidad para el arte, un espíritu despierto para el pensamiento y, sobre todo, para hallar la ocasión idónea de acomodarse a fin de obtener propósitos prácticos, cualesquiera que éstos fuesen (publicaciones, invitaciones al extranjero, trabajo como docente, escarceos de toda laya). Más que un panorama de víctimas y victimarios, considero que lo que se impone es ante todo la idea de una simbiosis, la convivencia y mutua explotación de dos calculadores egoístas, entendidos como personas inteligentes y sagaces que persiguen fines propios. Aquí el discurso feminista acaba por dominar al final: la mujer lleva todas las de perder, debe asumir un papel de sumisión, si quiere medrar y salir adelante en una sociedad machista. En la consagración pública de Elena Garro como escritora —llamémosle así aunque no deja de ser algo exagerado—, es decir, en ese estrecho margen de maniobra que tiene la mujer con un marido que aspira a ser artista de excepción, un genio en el arte y el pensamiento, además de una figura pública (lo cual no es lo mismo, pues esto último tiene repercusiones en la política, la economía, la consideración social), dos eventos me parecen capitales en la carrera de Elena Garro dramaturga y novelista. El primero es haberle permitido el marido tomar parte en el programa Poesía en Voz Alta y estrenar ahí aquellas piezas suyas de teatro. El segundo, sea por las circunstancias que se quiera, haberle propuesto a Joaquín Diez-Canedo, al frente del entonces prestigiado sello editorial Joaquín Mortiz, la novela Los recuerdos del porvenir, y más tarde ser Paz miembro del jurado y otorgarle el premio Xavier Villaurrutia (1963) a su mujer. Bona Tibertelli de Pisis, amante en turno de Paz —la escapada al harem con ella en el vecino mundo árabe, al otro lado del Mediterráneo—, esposa de André Pieyre de Mandiargues, poeta y amigo de Paz, es un personaje relevante sin lugar a dudas. Se dice que por despecho hacia la amante fue que el marido decidió ayudar a la esposa. El furtivo regreso a París en busca afanosa de un refugio o escondite en aquella casa donde vivió Molière, Rue de l’Ancienne-Comédie. En otras palabras, aunque siempre tardó en llegar, el «espaldarazo» de Paz parece haber sido decisivo.
      Es verdad que esa consolidación duró bien poco, 1969 es un año crucial, de persecución por ser proscrita del Régimen y de fuga, ahí ya se mezclan otras cosas, la más difícil de entender y dilucidar es el financiamiento por parte de la Cuba de Castro de la publicación periódica ¿Por qué? y esos artículos asombrosamente lúcidos y brillantes acerca de los verdaderos caudillos de la Revolución mexicana, tan bien escritos que revelan un talento histórico insospechado (propio o acaso ajeno). La persecución de que fue objeto por parte de Fernando Gutiérrez Barrios y el oscuro cuerpo policiaco a su cargo es un hecho independiente de las disputas y diferencias con Paz, o bien hay un punto de cruce, la lista aquella en que se acusaba a los intelectuales con lujo de nombres (la cual, tanto madre como hija negaron haber suministrado a los medios noticiosos). El consiguiente desprestigio en el ambiente intelectual provocado ante tal hecho, más que por un notorio torturador o esbirro de los poderosos, debió haber venido orquestado de otra parte (en discordia, digamos), precisamente del cerrado y codicioso corro de los intelectuales, aunque, ¿de qué manera, a través de qué intermediarios, en qué circunstancias precisas? Otra cuestión de interés son las declaraciones de Helena Paz Garro respecto de las dádivas recibidas, en calidad de recompensa, de manos de Díaz Ordaz por haber escrito aquella carta desafiando a su padre y cuestionando su simbólica y supuesta renuncia al cargo de embajador en la India (en realidad presentó sólo la baja y se puso a disposición para cumplir otro encargo, siempre con goce de sueldo). Parece ser que a ella no se le ocurrió otra cosa mejor que pedir la casa en la Rue de l’Ancienne-Comédie, sobre la que gravaban varias hipotecas, cuyos derechos fueron adquiridos al parecer por Paz, quien siempre anduvo detrás de la casa, por haber sido residencia del famoso Jean-Baptiste Poquelin, Molière. Díaz Ordaz conseguiría que Paz abandonase sus ambiciones de quedarse con aquel inmueble. Después madre e hija regresarían a París y vivirían en esa casa, aunque no me queda muy claro qué pasó al final con ella: ¿la vendieron para volver a México, cuando les llegó aquella invitación por mediación de la mujer de René Avilés Fabila para recibir el indulto, como quien dice, con innumerables promesas que jamás se cumplirían? Parece un tanto ingenuo deshacerse de un bien inmueble como ése, cuando lo único que hay son promesas que acaban por volverse humo.
      Llego al fin a la parte medular de este escrito. Estoy convencido de que el presente es una consecuencia y un reflejo del pasado. Como creador intelectual, tanto ensayista como narrador, he debido enfrentar, a título personal, sin instituciones de amparo, el cerrado coto, gremio, cenáculo (o como llamárselo se quiera) que forman los escritores en contubernio con los editores. Hay otras formas, sin necesidad de recurrir al asesinato, con las cuales es posible someter al ostracismo más atroz y más severo al colega que resulta incómodo y molesto. En el caso de Elena Garro, el castigo fue ejemplar y, a todas luces, excesivo: años de exilio y luego el indulto o perdón para venir a morir a un lugar (Cuernavaca) donde se asfixiaba de calor, no cabía en la casa con sus gatos, y muchas veces se quedaba ella sin probar bocado para que los mininos pudiesen tragar (la sola beca del Sistema Nacional de Creadores no era de gran alivio para alguien aquejado por el cáncer). Animalitos con nombres tan curiosos y coloridos como Lola o Conradino (en italiano es Corrado y entonces Corradino, sin ene). El amasiato que forman Poder y Opinión, esto es, el Régimen y los llamados intelectuales orgánicos (Gramsci dixit) junto con los medios. Celebro el hecho de que la doctora Rosas Lopátegui se encuentre en Nuevo México, cuyo desierto, en Los Álamos, ha sido escenario por cierto de pruebas nucleares, con los nocivos efectos secundarios y cancerígenos que tardan milenios en extinguirse del todo. Desde esa tribuna neutra y valerosa, es factible emprender este revisionismo histórico que saludo.
      Sin duda alguna, Elena Garro es una de las escritoras más vitales y expresivas no sólo en México sino de la lengua española y en América Latina. Sus aportes en el teatro, la novela, el relato son innegables, no menos notorios son sus alcances como articulista, autora de ensayos, crónicas, reportajes y, sobre todo, su aguda visión en la crítica social. Ésa es precisamente la razón de ser de aquel que, por medio del lenguaje o el pensamiento, pretende explicarse la realidad, ver las causas de los yerros y corregirlas. Escritores y profesores —la llamada Academia también se halla aludida, aunque tantas veces se haga ésta de la vista gorda— deberían luchar por la independencia de pensamiento, de enseñanza y de difusión de los propios hallazgos. Es verdad que los fondos, sean privados o públicos, son determinantes. Pero ¿tienen aquellos que ponen los recursos pecuniarios la facultad de determinar hacia dónde deben conducirse los esfuerzos en materia de investigación o creación, con el respectivo esclarecimiento y enriquecimiento de la realidad? ¿No es un riesgo demasiado elevado confiar, de manera tan ciega, en la buena fe de los mecenas? Un libro como éste da pábulo para discusiones no sólo en el estricto terreno literario o, ampliando un poco el campo, periodístico, sino en una gran variedad de zonas limítrofes o aledañas: la economía, la política, los derechos de las minorías (mujeres, gays, latinos, hebreos, afros, musulmanes), en suma, la justicia social. Nada como leer directamente a Elena Garro, sobre todo en las fuentes prístinas, es decir, aquellas piezas en que su genio está vivo, las obras de imaginación, ficción y drama.

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