Una familia / Pascale Kramer

Lou había dejado un mensaje como a las dieciocho horas: las contracciones habían comenzado, Jean-Baptiste no iba a tardar en regresar del trabajo, así que tenían que prepararse para ir a buscar a la pequeña. Danielle se había ido directamente a la casa de ellos después de su último paciente y Olivier la alcanzó un poco más tarde en auto. Él no había estado presente en el nacimiento de la hija mayor, Marie, y es que no se había sentido en absoluto el indicado como para vivir instantes de semejante intimidad.

      El departamento daba hacia el patio trasero de un restaurante cuyos olores a especias y a cloro habían molestado a Lou los primeros meses, recordó al ir subiendo por la escalera. La puerta se había quedado entreabierta en el descansillo; en el vestíbulo, dos veladoras con aroma a cítricos proyectaban grandes sombras en movimiento sobre las paredes. Olivier escuchaba a Danielle darle ánimos a su hija en la estancia. Él anunció su presencia con un toquido en la pared antes de entrar. Lou estaba sentada justo al borde de una silla frente a su madre, con la espalda apenas recargada en el respaldo, como si estuviera rodeada de espinas. Ella le esbozó a lo lejos una sonrisa forzada por la incomodidad. Su rostro de labios demasiado rojos tenía una expresión inquieta y abrumada. Olivier se acercó para darle un beso en la cabeza. Ver sufrir a sus hijos lo afligía. Él no tenía la tranquila serenidad de Danielle al pensar que en la vida se debe pasar por esto.
      Él había decidido que la pequeña dormiría en la casa de ellos los días que su madre pasara en el hospital. Como su padre la había mandado a bañarse, su cabello peinado hacia atrás le acariciaba el cuello con finos bucles escurriendo gotas de agua. En la entrada, su maleta estaba lista, pues ni Lou ni Jean-Baptiste tenían el corazón de infligirle ese primer abandono. Danielle propuso únicamente que cenaran juntos aquí e hizo que la pequeña le ayudara a poner la mesa.     
      El bullicio de las cocinas del restaurante detrás del lino transparente de las cortinas hacía un curioso contraste con la serenidad de Lou. Ella los miraba comer sonriendo, a la espera concentrada de la próxima contracción que la pondría de nuevo de pie, como si le hiciese falta salir de su cuerpo. Así que se ponía a dar vueltas por la estancia del comedor, con las manos clavadas entre su enmarañada cabellera. Lou casi no subía de peso durante sus embarazos. La inquietante presencia del bebé del otro lado del descomunal ombligo parecía aún más sorprendente y real.

Al mirar a Marie estar de melindrosa con sus dedos en el yogur, con la cabeza recargada sobre su brazo plegado, Olivier se preguntó cómo es que había vuelto a presentarse esa situación luego de tres años.
      Era demasiado raro que la pequeña fuera a dormir a su casa, pues a Jean-Baptiste le dolía más no tenerla a su lado que a Lou. No obstante, ella no tenía ningún problema con ponerse su impermeable e irse con ellos, obediente frente a los acontecimientos ante los que había tenido que estar más que preparada. Olivier no insistió en tomarla de la mano; una voluntad enfurruñada, una voluntad de hija mayor, la guiaba paso a paso hasta el botón para abrir de la puerta. Eran casi las nueve, afuera ya había caído la noche, y junto con ella trombas de agua que se desplomaban desde lo alto de los edificios hasta fenecer en el resplandor de las farolas. Marie quiso primero mojarse los pies, después dejó que la llevaran. En el auto, se negó a usar el asiento para niños y el cinturón. Danielle se lo abrochó sin compadecerse de sus lamentos ni perder la paciencia. Ella iba vestida tal como se ejercitaba: con sus pantalones de yoga y su payasito blanco. La licra ligera le estaba rozando el busto cuando se subió al auto. Se sacudió el agua de su oscura cabellera, le echó un rápido vistazo al espejo retrovisor y preguntó qué hora era, quizás para recordar el tiempo que le tomaría a Lou dar a luz.  
      La lluvia seguía cayendo más fuerte, limpiando la ciudad con sus fulgores. Olivier no podía ver bien, así que manejaba lentamente. Atrás de él Marie venía muerta, de hecho, iba ahogándose en sollozos. Párate en el semáforo, le pidió Danielle ya entreabriendo la puerta. Olivier la miró ponerse al lado de la pequeña en el asiento de atrás, tomar su cabeza entre sus manos y poner su frente pegada a la suya como para quedar fundidas. Este gesto imperioso, tan extrañamente pertinente, dejó a Marie en silencio durante el resto del trayecto. Súbitamente escurriéndole baba y con el labio superior lleno de moco claro, se había quedado dormida cuando Olivier se detuvo frente a su casa. Danielle la recargó en su pecho y corrió bajo el chubasco. Su cabello y sus brazos desnudos estaban llenos de lluvia cuando Olivier la alcanzo en el edificio. Él le secó el rostro con su pulgar esperando el elevador y, conmovido por la intimidad de ese contacto, se le acercó para besarla, un breve beso de amante que por poco le provoca una erección en el momento en que, en medio de los brazos de su abuela, Marie ya despierta miraba hacia el vacío con resentimiento.   

Jean-Baptiste llamó hacia las veintidós horas desde el hospital. Aquello iba para largo y las contracciones se volvían cada vez más dolorosas. Lou lloraba de agotamiento. Olivier se molestó por el hecho de que hubiera salido a hacer la llamada. Contrario a Danielle, él no se había resignado jamás a que su hija tuviera un marido tan joven, tan poco capacitado. Ver que se había embarazado mientras estudiaba lo había decepcionado profundamente, por un tiempo él había esperado e incluso considerado seriamente que ella abortara. Eso había sido un tema de conflicto con Danielle, una de esas raras ocasiones en las que se habían encontrado, sorprendidos, fulminados, frente al hecho de un desacuerdo sobre lo esencial.    
      Luego de que Jean-Baptiste colgó, Marie se mostró inconsolable de nuevo. Sus berreos exacerbaban aún más su agotamiento y su inevitable ansiedad. Olivier dejó que Danielle se encerrara con ella en el cuarto de la tele para hacerla entrar en razón. Él que era un hombre tierno, un hombre femenino, supo finalmente permanecer cerca de los muchachos, de Romain sobre todo, el hijo de Danielle, y más tarde de Edouard, el más grande de tres hijos que ellos habían tenido después.

[Fragmento]
      Une famille (Flammarion, 2018)
      Traducción del francés de Roberto Rueda Monreal

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