Slant House / Martin Walker

Una habitación con historia

Lola y Benoît están parados ante el Slant House en St. Meinart. El nombre resalta en letras grandes y elegantes bajo el gablete. Promete más de lo que da. La casa, no se le puede decir de otra manera, está venida a menos. Algunos postigos cuelgan torcidos de sus goznes, todo el edificio parece como caído ahí por casualidad. En el pequeño cartel sobre la puerta dice con letras enérgicas «Slant House», eso ya le cuadra mejor, pero incluso ese cartel hace mucho tiempo que no ha visto pintura fresca. Ya de día se ve que una de las lámparas sobre la entrada tampoco dará luz de noche. Benoît se encuentra visiblemente decepcionado. Un ligero horror se graba en su rostro, pues está acostumbrado a cosas mejores. Suben los tres escalones, abren la pesada puerta de entrada con el vidrio esmerilado de color amarillento, entran, esquivan un paraguas a medio abrir y demasiado corto dentro de un alto paragüero, buscan a la vuelta del vestidor el camino hacia la recepción, intentan no enredarse en la alfombra deshilachada que apenas si contiene unas tiras de latón moteado. Avanzan hasta la recepción y dejan sus bolsos en el suelo. Quedarse parado delante de ese mostrador de roble macizo es tan humillante como estar esperando en un andén por el que pasa un tren que ni siquiera disminuye un poco la velocidad.
      Al timbre sobre la barra le falta el botón. Está todo quieto, pero no silencioso. El ruido de pies arrastrándose se acerca a la puerta de vaivén detrás del mostrador, detrás de la cual es posible suponer de todo, aunque nadie quisiera saberlo fehacientemente. Haciendo fuerza, un hombre mayor se mete a medias entre las alas de la puerta. Se asusta. Retrocede haciendo fuerza otra vez. Lola y Benoît esperan que sepa lo que está haciendo. Alcanzan por un momento a ver un gran hogar. Las alas de la puerta baten dos, tres veces más y se quedan quietas. Las llaves con patillas en el tablero de madera de al lado se balancean suavemente junto con ellas.
      Se miran, e inesperadamente les hablan desde atrás a la izquierda:
      —Buen día, ¿qué desean?
      Tenían reservada una habitación para dos.
      —Me llamo Alain Schräg, discúlpenme, mi padre… Bienvenidos al Slant. Hemos preparado la cero cinco para ustedes. Nuestra habitación más bonita, una habitación con historia.
      Toma una de las grandes llaves del gancho.
      —Los ayudo con el equipaje. El resto lo arreglamos mañana, al fin que ya tengo sus nombres. Una vez más: bienvenidos, señora Berg, señor Flucks. Recupérense primero del viaje, espero que haya sido agradable.
      Agradable es algo muy distinto, piensa Benoît, revoleando los ojos. Pero Lola estudia al hombre con atención. Grande, flaco, ojos color ámbar, pelo oscuro cuidadosamente enmarañado, sin afeitar la cantidad exacta de tiempo. Y Alain, Alain estudia a Lola, llega desde su pelo corto rojo justo hasta su boca, toma el bolso de ella y deja el de Benoît. Pero le dice a él: «Cena a las seis». No es una pregunta. Y luego a Lola: «Los tulipanes son mis flores preferidas». Lola tuerce inquisitiva el labio superior, pliega la frente en arrugas bien finas pero nítidas.
      —Lola significa tulipán en persa.
      La cero cinco, pues. Benoît, ligeramente molesto, se saca la chaqueta de los once botones esmaltados, busca una percha, quiere con Lola. Los ajetreos del viaje y esas cosas. Lola, ausente, no quiere con Benoît, y desempaca su bolso, cuelga el neceser en el picaporte interno del baño, otros ganchos no hay, las toallas parecen ser de la calidad que esparce más agua de la que absorbe. Extrañamente, al baño sólo se accede cruzando el pasillo. Pero Alain Schräg les ha asegurado que lo usaran sólo ellos. Benoît hace zapping por los pocos canales en el televisor, blanco y negro, antena telescópica. En vano revisa los oscuros armarios buscando el minibar. La cama al menos es cómoda, a casi un metro de altura. El gong de la planta baja salva a ambos.
      El comedor del Slant es sorprendentemente espacioso, no es grande y sin embargo parece demasiado grande, con un ventanal curvo que resulta fácil pasar por alto desde afuera: vista panorámica a unas montañas demasiado poco llamativas, al río encauzado, a algo que probablemente habría que haber convertido en plaza del pueblo, con unos faroles demasiado modernos que no iluminaban nada ni a nadie. El tacho de basura tiene aspecto de necesitar ser vaciado nada más que cada medio año. El puente no parece llevar a ninguna parte. Pero eso puede deberse también al clima nebuloso. Una isla desde la que uno especula hacia dónde habría que marcharse.
      Alain Schräg los recibe al pie de la escalera, le muestra a Benoît la mesa, lo deja pasar y conduce a Lola con un toque ligero —dos dedos apoyados a la derecha sobre la columna vertebral— al mismo sitio. Una buena mesa. También hay otras. A las que están sentadas unas doce personas. Delante de cada persona hay una botella de vino tinto que tiene colgada de su cuello una etiqueta con un nombre, una servilleta bolsillo también rotulada, una vinagrera con una botellita semivacía de salsa de especias, mantel a cuadros rojos y blancos. Pantalones grises, camisas blancas, pantalones negros, camisas grises, mangas arremangadas, aquí y allí un abrigo ligero con cuello en v, rojo oscuro, azul oscuro, marrón oscuro. Dos cadenitas sostienen dos servilletas sobre dos panzas imponentes, otros se las han metido en la camisa.
      —Clientes habituales —explica Alain sin que le pregunten— o algo parecido. Pero no los molestarán.
      Trae una botella de vino, una garrafa opaca con agua fría, vuelca la sopa en los platos desde dos recipientes sin óxido. No hay nada que elegir para Lola y Benoît. La comida no sabe ni siquiera espantosa, sólo a nada, ni agregarle sal la mejora.
      —Por eso las botellitas marrones están medio vacías —constata Benoît y trata de echar en la sopa algo del contenido desde la apertura pegajosa.
      El segundo plato —carne asada con puré de papa— tiene el color de una vieja revista que ha quedado demasiado tiempo al sol. Probablemente el mismo gusto también. En silencio, Benoît y Lola trazan huellas en la papa, cavan agujeros en muros de contención de puré, vacían pequeños lagos de salsa marrón de paquete.
      Alain recoge los platos devastados, no pregunta si estuvo rico, trae dos cafés con dos dulces en paquete. Los hombres han desaparecido sin que nos hayamos dado cuenta.
      —¿Qué significa eso de una habitación con historia? —pregunta Lola.
      Alain Schräg se sienta a la mesa y empieza desde el principio.
      —El Slant House —respira hondo— ha conocido tiempos mejores, y también una cocina mejor, dicho sea entre nosotros, ya lo sé… Pero a mí no me alcanza el tiempo y mi padre no quiere ocuparse de alquilar las piezas ni de tender mesas, ni hablar de cocinar en serio, y eso que no hace ninguna otra cosa desde que tiene uso de razón, desde que yo tengo uso de razón. Tal vez es simplemente que las ollas se le han vuelto demasiado pesadas; ya no es ni por lejos el más joven. Yo soy el cuarto Schräg aquí. El tatarabuelo Karl fundó el hotel, el abuelo Moritz se hizo cargo de él, papá Emil lo administra y yo trato de salvar lo que aún queda por salvar. Pero hubo tiempos mejores. ¿Ya miraron la habitación, el revestimiento de madera? Una de las maderas está pintada de gris.
      Alain se pone de pie, busca una botella de grapa, tres vasos, abre la botella. Benoît espera aburrido a que prosiga.
      —Un auténtico Malévich —Alain llena los vasos—. Kazimir Malévich, el Cuadrado Gris.
      Benoît, a fin de cuentas un historiador de arte con ambiciones, presta atención, no puede evitar una risita burlona, se saca los pelos de la frente.
      —Un Malévich … se no è vero è ben trovato.
      ¿Cómo se lo va a tomar en serio? A fin de cuentas, él ha visto Cuadrados Negros auténticos, en la nueva Tretiakov de Moscú, en el Hermitage de San Petersburgo, donde había librado pequeñas batallas con cuidadoras severas respecto a sacar fotos y acercarse demasiado o tocarlas, perdiéndolas todas.
      —Sí, Malévich —dice Alain secamente—. Era un huésped que venía seguido, con todos los otros.
      —¿Qué otros? —quiere saber Lola.
      —Duchamp, Picasso, Braque, Mondrian… Malévich, dicho sea de paso, pintó malévolamente sobre el Mondrian de la tabla de madera, todavía se lo puede ver en el borde inferior izquierdo, es probable que le pareciera demasiado colorido. Mondrian a su vez se vengó y un día se hizo cargo de la cocina y sin más ni más inventó junto con Moritz el Riz Casimir: más colorido, imposible. Si a Malévich le gustó es algo que no se sabe. Pero aún hoy figura a veces en el menú, el Riz Casimir. La habitación está doblemente cargada de historia. Todos pasaron por ahí.
      Alain Schräg echa una mirada inquisitiva a Benoît y le señala con la botella el vaso vacío. Benoît asiente afligido:
      —Nos bebemos uno más.
      —L.O.L.A., ¿Lola también?
      Ella sonríe, lo golpea con dos dedos sobre la muñeca, asiente y dice:
      —¡Adelante!
      Y a sí misma: sigue así, Alain Schräg, simplemente sigue así.
      —Sin el Slant House, la historia del arte del siglo xx se vería completamente distinta —lanza Alain como si tal cosa.                 
      Benoît casi se atraganta, y no por culpa del fuerte licor.
      —El Slant House, como bien puede decirse, se encuentra desde 1892, desde su nacimiento, en estado de delirio, a veces por sobrestimación propia, a veces por exceso de drogas y hedonismo, a veces por melancolía y en el medio también por amargura y pulsión de muerte, por tedio tanto como por malevolencia y soledad. El Slant House es la vida. Si fuera un barco, navegarían sobre él filibusteros, piratas que no toman botín.
      Alain vuelve a servir, deja que el patetismo flote un ratito más en el aire y cuenta lo que le ha contado su padre, y que su padre a su vez ya había escuchado del suyo propio.

[Fragmento]
      De Hotel Schräg (Dörlemann, 2015)
      Traducción del alemán de Ariel Magnus

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