Un mundo de baratijas / Rinny Gremaud

Lisboa

No estoy en el vuelo tap 954 hacia Ginebra. Dos horas y cuarenta y cinco minutos de retrasos acumulados en el aeropuerto de Casablanca por razones técnicas que todos lamentan pero de las que nadie se responsabiliza, y no estoy en el vuelo tap 954 hacia Ginebra.
      Son las 20:17 h, estoy en Lisboa. A 1900 kilómetros al suroeste de donde vivo. En el mismo momento, un niñito termina su comida, o, con más exactitud, la habrá dejado para dedicarse con la intensidad obsesiva de sus dos años y medio a su actividad preferida: comentar con su vocecita vigorosa las páginas 44 a 47 de La isla negra, en las que el gorila Ranko se golpea la caja torácica y les arroja enormes piedras a Tintín y a Milú. Con él, un hombre cuyo olor y camaradería extraño más que nunca. Irá a acostar a su hijo, en una media hora tal vez, y luego se instalará en un sillón de cuero café para ver una película en blanco y negro proyectada en la pantalla del salón.
      No estoy en el vuelo tap 954 hacia Ginebra y todo se evacúa en mis lágrimas, la travesía de veinticinco husos horarios y del mundo por sus territorios impensados, el agotamiento físico, las pérdidas sucesivas de mis maletas, del sentido, de la fe, del gusto, de la palabra y de las ganas. Ítaca se aleja más, unas cuantas horas, una noche apenas, y tiembla como un espejismo frágil antes mis ojos mojados.
       
      *

Voy a dar a una hilera de sillones de aeropuerto, respaldos y asientos de una sola pieza, anchos y cuadrados, ligeramente acolchados y forrados con plástico imitación cuero de color gris azulado oscuro, los sillones unidos por una estructura de acero pulido, los mismos que en Beijing y Calgary. Estoy en un espacio rectanguloide cerrado con vidrio y en el que hay un Starbucks, en medio de un conjunto de infraestructuras de concreto adquirido en 2013 por el consorcio francés Vinci.
      No estoy en el vuelo tap 954, prisionera de un viaje que se rehúsa a terminar, escapa a mi voluntad, desea mi pérdida por dilución definitiva en el comercio internacional y evaporización final en el aire acondicionado. 
      Echo la cabeza para atrás. En el techo, un gran espejo en el que me veo. Soy esa mujer flaca y pálida, de cabellos negros y resecos, encanecidos por la edad, con los ojos enrojecidos por la puesta a prueba, soy la rigidez de un cuerpo, con los huesos salidos en la contorsión del cuello. Soy ese rostro marcado, que no dice de dónde viene, hoy no más que ayer, donde todo se ha mezclado en la intersección de los viajes. Soy Europa y Asia, o ni una ni otra, un ensamblaje de rasgos apátridas, que en todas partes cuestionan, sin origen fijo.
      Atrás de mí, alejadas dos hileras de asientos, puedo ver por el espejo, reflejo invertido y volteado, a una mujer asiática y a una chiquilla de ojos redondos. La pequeña mestiza juega con un chango de peluche, al que hace tomar posiciones, actitudes. Se levanta, se vuelve a sentar, se inquieta, se aburre. Su madre la mira, la toma en sus brazos, la vuelve a poner en el asiento de al lado, le besa la parte de arriba del cráneo. A veces, detiene el tiempo para hacer que entre en él un fragmento en la memoria familiar: con su teléfono celular, le toma fotos a su hija, teclea un poco en la pantalla. Madre e hija pegan una en la otra sus mejillas de pómulos levantados, sonríen frente al celular en el extremo del brazo, cambian de pose, vuelven a empezar, sonríen de nuevo, ahora con el chango. Una vez más, la madre teclea, y la niña juega. Maquinalmente, me pregunto si un padre está en el otro extremo de las ondas para recibir esas imágenes que documentan su travesía de un mundo cada vez más pequeño, hacia otra parte cada vez más conocida.

*

Viajar, hacer el trayecto del deseo. Las miro, madre e hija. Podrían tener mil razones para estar aquí. Turismo, exilio o reencuentros. Huida hacia adelante o hacia atrás. Las salas de los aeropuertos, de las estaciones, de las terminales de autobús y de los puertos están llenas de estos deseos a punto de salir, que hacen ronronear las maletas de rueditas y rebosan los carros de equipaje, deseos a la espera de transcurrir de un puesto de control a otro, hasta el punto del embarque. Deseos que se desplazan en racimos, por los aires o en el mar, por vía terrestre.
      Mi primer viaje, tenía yo tres años, fue el de un exilio. Estaba con mi mamá, íbamos a establecernos en Suiza. En el Aeropuerto de Zúrich, nos esperaba un hombre, que sería el marido de mi mamá, y también un padre para mí, yo llevaré su nombre. Nos habíamos encontrado en Corea, yo había nacido unos años antes, otro hombre había amado a mi madre, pero no importa, fue así como íbamos a formar una familia.
      De ese vuelo trascontinental, el primero de mi vida, no recuerdo nada. ¿Qué compañía aérea? ¿Qué escalas? ¿Qué aprehensión para mi madre, y qué emoción, por este viaje que era también el primerito para ella? Creo que teníamos mucho equipaje, por fuerza, y en esa época las rueditas de las maletas no hacían el mismo ruido. ¿Qué aspecto podría haber tenido el aeropuerto de Gimpo, en las afueras de Seúl, de donde me imagino que partimos mi mamá y yo, en el año 1980, cuando Corea del Sur era todavía esa dictadura militar en transfusión estadounidense? ¿Cuánto tiempo para revisar papeles, pasaportes, visas de salida, innumerables autorizaciones arrancadas a fuerza de paciencia, y tal vez de muecas, a una administración recalcitrante en forma de fábrica de gas? Todavía ayer, no se salía tan fácilmente de Corea del Sur. En la aduana, ¿qué mirada del funcionario, con el uniforme abombado con su muy pequeño podercito, sobre esa madre que entonces era soltera y sin hijos, esas vidas sin valor a punto de salir hacia el otro lado del mundo?
      Los aviones no han cambiado mucho desde mi primer viaje, a no ser porque en el interior había un olor a cigarro que no molestaba a nadie. A lo mejor volábamos en jumbo, como se decía entonces, y seguramente nuestro viaje duró mucho más de veinticuatro horas, porque en esa época no se sobrevolaban China ni la urss. ¿Hicimos escala en Medio Oriente? ¿En Dubái? ¿Bahréin? ¿Yedda? Los aeropuertos no eran lo que son ahora, el transporte aéreo tampoco. ¿Cambiamos de avión o sólo bajamos, en lo que el aparato se traga su keroseno? Tenía yo tres años, mi mamá tal vez me daba la mano, íbamos a medio camino, en un aeropuerto del desierto en el que circulaban hombres en kufiya y dishdasha, visiones de un exotismo absoluto para nuestros cuatro ojos ingenuos.
      Ahora pienso que mi madre podía tener miedo. No de los hombres en túnica, sino de todo ese viaje, de lo que significaba, lo que tenía de definitivo y radical. Nuestra velocidad de crucero, ochocientos kilómetros por hora, dejaban 8800 kilómetros tras ella, entre ella y su padre, su madre, sus siete hermanos y hermanas, y su país, su lengua materna, los gustos de su cultura, en fin, entre ella y el mundo en el que había nacido, el único que ella conocía entonces.
      Hablo de una época en la que no había teléfonos celulares, ni internet, unas cuantas computadoras. Las comunicaciones telefónicas hacia el extranjero costaban una fortuna. Entre Suiza y Corea, de plano costaban un ojo de la cara. La globalización no existía como hoy. Había fronteras, las distancias ofrecían resistencia. No teníamos la seguridad de encontrar un h&m, un Zara y un Starbucks al otro lado del viaje. De hecho, ¿qué sabía mi mamá de esa Suiza a la que se exiliaba? ¿Había visto fotos? ¿Cómo se la imaginaba? Más moderna que Corea, de eso no cabía la menor duda, pero todavía no una imagen mental en la cual proyectarse. Entonces eso no importaba. En Suiza, había derechos democráticos, la prensa era libre y el aire puro. Las mujeres que, como ella, cargaban el fardo de pequeños bastardos como yo no eran tan mal vistas como en esa Corea encorsetada y orgullosa, en donde no se hacen bromas con los lazos de sangre. Pero ni así. Iba a Suiza para casarse. Estaba enamorada.
      Viajar. Lo he hecho a menudo desde entonces. Viaje de reencuentro con Corea, ida, vuelta, viajes de turismo, ida, vuelta, tan a menudo como fuera posible, y también viajes de negocios, reportajes. Pero el primero de todos, del que no guardo recuerdo alguno, me persigue todos los días porque me constituye. Me habita, o más bien yo sigo habitando en él, lo vuelvo a hacer sin parar. Ese viaje está en todos mis viajes, lo interrogo, sin darme cuenta busco sus huellas, sus sensaciones, en cada uno de mis desplazamientos, en todos los puntos de partida del mundo.
      Quizás yo frecuento los aeropuertos como los salmones remontan un río. Esa podría ser mi condición, la descubro al escribirla. En este mes de enero de 2014, hice un viaje vagamente insólito que al principio no había concebido más que para escribir un libro. Viaje sin placer, sin destino final y sin descubrimiento. Viaje que se asemejaría a un manifiesto, una especie de viaje-panfleto. Pero podría ser que, en el fondo, se trate más bien de un viaje-lapsus, un acto fallido de proporciones turísticas del que me queda todo por entender.
      Cierro los ojos como quien le sopla a una vela. Todo se borra en la voluta confusa de un recuerdo. Cuando los vuelvo a abrir en el espejo del techo, mi reflejo se ha echado a volar.

De Un monde en toc (Seuil, 2018)
      Traducción del francés de Arturo Vázquez Barrón

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