Visitaciones / Juan José Arreola en la ciudad primera / Jorge Esquinca

En 1992, durante algunas semanas, María Palomar y yo visitamos con frecuencia a Juan José Arreola en su casa de Guadalajara: un departamento de dos plantas que compartía con su hija Claudia, en el fraccionamiento Country Club. El pretexto consistió en pedirle que nos contara sus primeros recuerdos de la ciudad, que por entonces cumplía cuatrocientos cincuenta años de haber sido fundada. Registramos nuestras conversaciones en una pequeña grabadora de mano, como las que todavía suelen usar los reporteros. Lo veíamos por las tardes, y la charla, muy al estilo de nuestro querido maestro, se bifurcaba una y otra vez, de manera que los temas se sucedían siguiendo el maravilloso vaivén de sus recuerdos. María y yo lo escuchábamos fascinados, interviniendo apenas. Una tarde, mientras hacían el aseo en la pieza destinada a nuestras entrevistas, Arreola acomodó un par de almohadones sobre la mesa de ping-pong y, una vez tendido en ella lo más cómodamente posible, nos pidió que acercáramos un par de sillas para continuar con la conversación. Tal vez María recuerde cuántas veces lo visitamos. El caso es que yo, durante alguna mudanza, extravié los minúsculos casetes. Tuvieron que pasar más de veinte años y varias mudanzas más para que éstos aparecieran en el fondo de un baúl. Ofrezco aquí un fragmento.

*

Yo prefiero decirle la Guadalajara de mi primera infancia, la Guadalajara de mi adolescencia, la de mi juventud y la de mi vejez. Las cuatro edades del hombre, los cuatro temperamentos. Mi primera Guadalajara es perfectamente medieval, más que clásica, pues está envuelta en un halo de leyenda. Esa Guadalajara se desdibuja y planea como un sueño, no sé qué elemento pueda yo situar con justicia. Desde luego, el primero de todos, la angustia del viaje, la promesa del padre que te dice: «Los voy a llevar a Guadalajara», y duramos una semana con la fijación. Y justamente antes de irnos a la estación, mi hermano mayor desesperado, mi padre furioso, mi madre angustiada: yo había perdido mi sombrero. Ése era el drama, era un sombrero rojo de gajos y falda, un sombrero curioso. Subimos al tren y ahí tuve una experiencia que ahora recuerdo, mi primera experiencia de actuación. Me pongo a recitar fragmentos, pero sobre todo me dedico a decir todos los refranes de las cartas de la lotería con las derivaciones de sus nombres, «el sol con sus rayos quema», «el que te ha de llevar por mentiroso», «el que pica por la cola»; hay uno que no puedo recordar a propósito de la soberbia, hay una palabra que leí por primera vez ahí… Varios pasajeros se interesaron por aquella exhibición… Toda persona que ha andado como yo es exhibicionista… Tuve un triunfo en el tren, porque más de algún caballero y las señoras se dieron cuenta de un muchachillo que venía diciendo montones de cosas. En ese tiempo mi papá todavía no me regalaba Cantos de vida y esperanza, que curiosamente fue mi primer libro fuera de los de lectura escolar. Mi hermano debe de haberme fomentado aquello, él, con un talento extraordinario para la ciencia, la mecánica, y un gusto también por la literatura. Ya desde niños nos hacíamos piques de recuerdo, recordar pasajes de la lectura de los libros en verso y en prosa. Claro que desde más chico había tenido yo actuaciones un poco teatrales, subiéndome a una silla bajita, en la casa. Fui a la escuela en compañía de mis hermanos mayores al Colegio de San Francisco, simplemente como oyente, y yo sostengo que nadie me enseñó a leer y escribir, porque aprendí viéndolos deletrear. Ya antes de aprender a leer me había aprendido «El Cristo de Temaca», sin poderlo pronunciar bien. Esto fue a los cuatro años. Las sillas bajitas eran clásicas, las usaban mucho las señoras, sobre todo las personas de edad, se sentaban en una silla bajita para espulgar, para peinar. Mi debut fue en la escena doméstica, porque ese poema lo aprendí sólo oyéndolo. Una maestra se lo estaba enseñando a los maestros de quinto año y yo estaba en lo que hoy se llama párvulos, pero no había párvulos, nos dejaban entrar a algunos niños y luego nos dejaban entrar a primero, cosa que no conseguíamos por la Revolución y luego la Cristiada. Teníamos que abandonar y volver otra vez a primero. Mi hermano y yo duramos dos o tres años repitiendo el primero, sin completarlo nunca. Vino luego la escuela formal de don Gabino Aceves y de su hijo José Ernesto, ahí nos admitieron en el segundo año sin hacer ningún examen, teníamos algún prestigio, dos criaturas Arreola, cómo no íbamos a poder entrar al segundo año si ya teníamos siete y ocho años de edad… Durante el viaje en el tren nosotros nos divertíamos tomando golosinas y algunos alimentos, las güilotas de Zacoalco, deliciosas. El viaje duraba de tres a cinco horas, y a veces todo el día. Salías de Zapotlán a mediodía y llegabas a Guadalajara al anochecer o ya entrada la noche. Eran tiempos difíciles porque quedaban huellas muy graves para la circulación ferroviaria. Y entonces, al llegar, mi recuerdo son las voces «Ya vamos llegando, muchachos, ahí está aquello» y el barullo de las estaciones por primera vez. Antes sólo habíamos visto el tren pasar… Creo que de más chico me llegaron a subir a un carro. Pero las impresiones mayores era ver llegar el tren y de la mano nos tenían para sentir la llegada del tren. Nosotros sentíamos que se nos venía encima, eran impresionantes las maravillosas locomotoras de vapor, los émbolos gigantescos, las bielas, los pitos y las campanas… En la primera llegada a Guadalajara estaba esperándonos mi tío, el padre José María Arreola, astrónomo, físico, matemático, químico, platero, impresor… Tradujo cuentos del náhuatl, hizo un estudio sobre toponimia de los lugares del sur de Jalisco. Nosotros decíamos Tepeque o Amacueca y él reconstruía la palabra náhuatl y la interpretaba, llegó a hacer la primera interpretación real y muy notable del Calendario Azteca, porque trabajó nada menos que con don Manuel Gamio. Me parece que a mi tío se le ha hecho una injusticia sucesiva… Él estaba esperándonos ahí, a la salida de la estación, «No vayan a olvidar su tambache, traigan sus cosas, ¿no dejaron nada?». Y mi tío José María llama a una calandria, nos acomodamos y entonces empieza mi primera vivencia de Guadalajara, que está situada en las orillas del sueño. «Por Dieciséis de Septiembre», dice mi tío, y luego, «por Ramón Corona» y más adelante    —se me grabó mucho— «por Arista», para mí es uno de los primeros nombres de Guadalajara, y luego por Sarcófago y ya, a la derecha, en Mezquitán, por El Moro Musa, que era una tienda de abarrotes o una cantina, ya no me acuerdo, una o dos cuadras antes del Panteón de Mezquitán. Imposible recordar día por día, pero la visión de la Catedral y, para nosotros, lo más importante, el Agua Azul, que en ese tiempo floreció, «y en un tazón de plata brindas el agua azul». En ese tiempo estaba ahí la motocicleta de Ahumada y además una novedad que a nosotros nos dejó maravillados: el Agua Azul era un lago, pequeño, yo no puedo decir su tamaño, como una presa, un estanque, pero tenía un agua muy linda, y vamos viendo que aparte de las barcas de remos había un aparato sencillamente del mundo fantástico, que me hace pensar lo mismo en Max Ernst que en las grandes bicicletas de los primeros tiempos ciclísticos, una bicicleta acuática sobre patines y con unas ruedas de paletas que se movía con pedales. Era precioso. Por fortuna alguien se subió, alquiló la bicicleta acuática —no sé por qué no lo hizo mi padre— y vimos cómo los pedales daban a una rueda de paletas y la bicicleta iba sobre dos patines como de hidroplano primitivo. Ésas eran las cosas que me importaban. Yo tenía seis años. Me acuerdo del Agua Azul, las torres de Catedral, desde luego San Francisco y Aranzazú, como decía mi tío José María. ¿Aránzazu o Aranzazú? Yo creo que en vascuence debe ser Aránzazu. Este idioma es algo muy serio, mi tío lo estimaba mucho y sabía algunas palabras. En la familia todavía quedaban huellas directas de los antepasados vascuences, porque nosotros somos Arreola por padre y Zúñiga por madre, que son dos lugares, uno de Álava y el otro de Guipúzcoa. En la casa había ese recuerdo y nos hacían hacer ejercicios vocales. Yo nunca pude pronunciar la erre hasta los dieciocho años. «Arrigorri tengoiteno arribengoitian», «serrigardi rigorrigorrea». Y ahora que he hablado con amigos vascos me dicen que son apellidos vascuences. Y «arrigorri tengoiteno arribengoitian» es una frase como las del alemán, es un apellido que quiere decir «la casa roja que está al pie de la montaña a la orilla del barranco fulano y de los lobos sutanos». Ochoa, un apellido tan de Jalisco, quiere decir «el lobo». Arreola —y mi tío tenía razón— quiere decir «herrería del pedregal» y lo mismo puede ser también «piedra tabla», o sea laja, porque arri es una de las palabras claves del vasco, quiere decir «piedra», y ola es el lugar donde algo se hace, cantería, panadería. El apellido original es arri, no arre, pero la elegancia del siglo xix… Me acordé de golpe y de pronto de algo que es importantísimo. Mi padre no podía faltar, porque era un hombre al que le gustaban dos cosas. Una era la fiesta de los toros —que hoy para mí es un asesinato espantoso—, a la que me llevaron a los cuatro años, cuando empecé a recitar. Vi a Juan Silveti en 1922 en Zapotlán, con su gran traje de azul y plata y motas negras… Y la otra cosa que le gustaba a mi padre era la ópera. Él no podía quedarse sin oír a Caruso o ver a la Pavlova, y hacía viajes desde Zapotlán a Guadalajara y a México. Él siempre iba a México cuando había una buena corrida y una magnífica función de ópera o de teatro. Fue él quien nos llevó por primera vez al Teatro Degollado, a ver Payasos, Pagliacci. Ahí oí cantar a dos personas a quienes después conocí y a una de ellas traté, a Manuel Romero Malpica, que era un barítono espléndido, y a José Mojica, nacido en San Gabriel, a quien visité y estuve en su casa, dos días, de hecho, en su casa de San Miguel de Allende, años después. Yo, de lo que más me acuerdo, es de estar oyendo la ópera.

Comparte este texto: