De cómo sortear las tentaciones de Juan José Arreola / Mariano Hernández

Edición y notas de José Homero

A invitación de la revistaLuvina he efectuado una somera labor de arqueología literaria: inquirir en los archivos para conocer cómo fue la recepción de Punta de plata (1958), una obra en colaboración de Héctor Xavier y Juan José Arreola, que al cabo de los años se transformaría en Bestiario (1972), sin duda uno de los títulos más conocidos y emblemáticos del gran confabulador nacido en Zapotlán El Grande.

A despecho de esta fama y consolidación dentro del canon de nuestras letras, el volumen suscitó pocas lecturas; varias de ellas, como sucediera con Pedro Páramo, de Juan Rulfo, publicadas en el extranjero. Tras deliberar con la directora y los editores de la revista, coincidimos en que era más importante que mi tímida bibliografía comentada, rescatar una de las reseñas menos conocidas y más perspicaces del conjunto. Nos disculpamos por la exhumación, pero no juzgamos inoportuno recuperar esta recensión del poco conocido crítico Mariano Hernández, quien frecuentó los cenáculos literarios de México y Madrid, con tan poca fortuna que hoy su nombre es sinónimo de olvido. Esperemos que este rescate estimule a otros investigadores a emprender sus propias pesquisas para recuperar la obra crítica dispersa de este autor, que nos comprueba que no todo en el México de entonces eran reseñas apresuradas y ahítas de juicios y sentencias judiciales.

La primera tentación del comentarista de este nuevo libro de Juan José Arreola, cuyo prestigio como autor esmerado, artesano prolijo y prosista ejemplar le precede, resulta asociar tal volumen con otro reciente de Jorge Luis Borges. En efecto, una recensión apresurada y ofuscada por las vistas de actualidad, conduciría a juzgar epigonía esta carpeta de estampas en tipos de imprenta y punta de plata. Sin embargo, a poco de introducirnos dentro de estas celdas zoológicas comprendemos que poca o ninguna relación sostienen con Manual de zoología fantástica, firmado por aquél con Margarita Guerrero. Mientras tal obra juega con una discursividad racional y relacional, que no excluye la glosa ni la apostilla erudita, regido ciertamente por los climas del asombro y también de la incitación fantástica, las voces de Arreola se orientan por distintos astros, siendo el primero su deuda y discrepancia con los bestiarios medievales y antecedentes, con los cuales el catálogo borgiano rompe abiertamente —«acaso el primero de su género», lo denomina Borges, consciente de su innovadora prosapia—, cuya enumeración bastaría para conferirme una aureola de erudito pero que, clemente con el lector, omito. En efecto, la primera estampa presenta al rinoceronte, además de como una suerte de máquina de guerra medieval —¿eco acaso del erudito y juguetón artilugio «De balística», incluido en el previo Confabulario (1952)?—, como una bestia cuya melancolía es inherente al deseo. Diríase que, del mismo modo que el dibujo de Héctor Xavier pareciera concentrarse en ese «solo cuerno de toro blindado» de obnubilado ceño y tensión latente, la concepción literaria indica un carácter torpe y arrebatado y un necio afán por competir contra otros machos. Tal impulso, tan manifiesta y ostentosamente fálico, funge de pivote para el enlace con la cortezia:

Aunque parezca imposible, este atleta rudimentario es el padre espiritual de la criatura poética que desarrolla en los tapices de la Dama el tema del Unicornio caballeroso y galante.

Vincular a una especie real con una imaginaria no es procedimiento casual; por el contrario, tales acotaciones, que trazan cámaras tanto entre periodos históricos como entre órdenes culturales, se convierten en una práctica en esta casuística al punto que se teje un prodigioso tapiz donde se entrevera una historia mítica de nuestro presente. Así, al tiempo que imbrica la armadura con la que Alberto Durero dotó a la bestia en su célebre grabado («Su cuerpo de muchas piezas ha sido armado en los derrumbaderos de la prehistoria, con láminas de cuero troqueladas bajo la presión de los niveles geológicos»), semejanza implícita en el dibujo, el escrito augural implica una dimensión culterana y provenzal. Recordemos que en el Bestiaire d’amour se distingue al unicornio porque, ante la presencia de una virgen, se prosterna sometiéndose. Sin embargo, para Arreola la rendición no termina en la cruenta inmolación, anécdota que urden los tapices a los que remite el texto, sino en la transfiguración del miembro viril erecto en «una esbelta endecha de marfil». Y aunque acaso el orden de estas estampas obedezca únicamente a una ruta de circulación, lo cierto es que instaura una declaración de principios: el ciego deseo es domeñado por la cultura. Sublimado, como dirían los freudianos que hoy hacen furor en las universidades y salas de conferencia. Esta lectura, que establecería la desviación del instinto en favor de la civilización, se verá, no es casualidad.
      Orientado como un heliotropo por la luz de eros, la segunda tentación es ceder a la mirada lánguida de la cortesía y establecer relaciones entre este redil zoológico y las alegorías de Richard de Fournival, como si se tratara de una refinada novela cortesana destinada a instruir en el elusivo arte de la seducción. Incluso, como es patente en textos anteriores de nuestro juglar, la imagen femenina se configura siempre como fatal para sus víctimas: hombres enamorados que, como la bestia tierna, se rinden ante la doncella tan sólo para perecer (pensemos en la terrible «Insectiada», donde los machos son devorados literalmente por la hembra fatal). Sin embargo, amén de que el propio Arreola se encarga de señalarlo en el breve prólogo que acompaña este volumen, este pequeño álbum remite con reverencia a su modelo: las Historias naturales (1896) de Jules Renard. «El sapo», pieza siguiente en el conjunto arreoliano, es evidente deudor y se convierte en un ejemplar acto de antropofagia, en el sentido que le diera al término el poeta brasileño Oswald de Andrade. Sería prudente el cotejo de los textos de Renard y Arreola.
      No obstante, cederíamos aquí a otra tentación, que igualmente nos llevaría a las sendas holladas de la influencia. Tanto «El sapo» como «Topos» e «Insectiada» son escritos que ya habían aparecido en Confabulario y Varia invención. Sería asunto de otro ensayo razonar en torno a este procedimiento de engarzar libros a través de la inclusión de los textos finales de uno en el siguiente, como si de ese modo se asegurara, amén de la continuidad, la comunidad, y acaso insinuar, como lo ha hecho Borges en uno de sus ensayos justamente más famosos, que un solo espíritu es quien dicta los textos.  
      Añadiría finalmente una tercera tentación: ceder a la instintiva asociación de este animalario con una comedia humana en clave irónica; auténtica galería de tipos y caracteres cuyos rasgos nos reflejan. En principio, este camino parece indicado por el propio conjunto; en varios casos la descripción del animal atraviesa por un comentario sobre las costumbres. Así, en «El avestruz» hay referencias a la indumentaria y los usos de la moda:

El mejor ejemplo sin duda para la falda más corta y el escote más bajo […] Las damas elegantes visten de buena gana su inopia con virtudes y perifollos de avestruz: el ave que se engalana pero que siempre deja la íntima fealdad al descubierto.

Este sesgo de comparar los actos animales con la vanidad humana reaparecerá en otros escritos; por ejemplo en «Aves acuáticas». Sin embargo, es «La hiena» acaso el texto más contundente para una posible —y peligrosa, por limitada— lectura de este conjunto como una sátira:

la hiena tiene admiradores y su apostolado no ha sido vano. Es tal vez el animal que más prosélitos ha logrado entre los hombres.

«Los monos», el texto con que se cierra el ciclo, contribuye igualmente, en otro aspecto, a esta consideración. Aquí, como en «El sapo» de Renard o en el magistral poema de Tablada, los monos se convierten en hieráticos interlocutores del hombre; espejo cóncavo donde los humanos vemos no nuestros defectos sino un atisbo de lo que pudiera ser nuestra conducta primitiva. Y así esta prosa se convierte en una de las más melancólicas, superando incluso a la de la bestia prehistórica que por amor se transfigura («El rinoceronte»), pues delata la elemental fractura de nuestra condición e instaura la oposición entre placer y cultura.
      Indicadas las tentaciones y efectuado su descarte, seguramente el lector, perplejo, preguntará: entonces, ¿de qué se trata este libro?, ¿de dónde viene?, ¿cuál es su intención? La respuesta es que este conjunto en apariencia inane, mero acercamiento a la realidad objetual y acompañante literario de una espléndida galería donde el dibujante veracruzano Héctor Xavier —ampliamente reconocido en los círculos del arte mexicano— despliega sus virtudes y dominio de la clásica pero ardua técnica de la punta de plata, es en realidad uno de los libros más complejos que podemos encontrar en nuestras letras recientes. La tentación es reducirlo, constreñirlo a una clasificación, dejarlo inmóvil en los anaqueles de la biblioteca y señalarlo como un bestiario, trazar su evidente raigambre medieval y remontar esa ascendencia a tantos tomos donde lo real se decanta en maravilloso y la maravilla preside lo real —como en la Historia natural de Plinio o el anónimo El Fisiólogo. O bien situarlo dentro de la genealogía y establecer, además de antecedentes, relaciones con otros libros inclasificables de nuestras letras o de otras lenguas, ejercer la comparación y encontrar las correspondencias que sostiene con Renard, Tablada, Paul Claudel —autor de Bestiaire spirituel— o incluso con la prosa de Marcel Schwob. Pensar también que hay una temática, una intención unívoca, que somete la dispersión de las distintas estampas, ordenadas al parecer sólo por la oportunidad, a una propuesta de significado: asociar el erotismo al impulso de muerte, denostar a la mujer a través de la infamia de las hembras o bien acometer una sátira de las costumbres. Y sin embargo, a poco de que escrutemos y continuemos nuestra lectura, advertiremos que el conjunto resiste, como un gato que no acepta nuestras caricias, nuestra torpe tentativa por aquietarlo y domeñarlo. Ese gato que se revuelve nos deja ver que es muchas otras cosas.
      Y es aquí donde se revela la prodigiosa originalidad, el carácter de obra maestra menor de esta secuencia. Es un conjunto de estampas que componen un bestiario, un caso ejemplar de zoología poética, una galería de tipos y conductas humanas, pero también una lección de antroposofía, donde la descripción de muchos de los animales no se limita a la exposición analítica —de paso, es también, cómo no, una exposición analítica con visos de imaginación ilustrada—, sino que implica consideraciones, digamos, históricas. Me refiero a que estos especímenes no son vistos únicamente como aislados ni tampoco como bestias únicas, sino en despliegue temporal. Al describirlas, Arreola no las inmoviliza, sino que al igual que tampoco las aísla al entablar relaciones con otras criaturas, de las que el hombre es una más, las ubica en el tiempo. Así criaturas como los bisontes o el carabao, el propio elefante, compendian la evolución y al hacerlo igualmente nos recuerdan nuestra propia línea evolutiva:

De esta victoria a todos nos ha quedado un galardón: el último residuo de nuestra fuerza corporal es lo que tenemos de bisonte asimilado. El primitivo que somos todos hizo con la imagen del bisonte su mejor dibujo de Altamira.

De ese modo las bestias coexisten con otras —sus antepasados— y anticipan nuevos cambios. Sólo por esta dimensión histórica, de entes vivientes y cambiantes, tal conjunto sería ya plenamente original. Como anécdota: como cuenta Arreola, «ante la imagen de un bisonte realizada por Héctor Xavier, se nos ocurrió la idea de este bestiario que incluye veinte textos y otros tantos dibujos». Así el bisonte no sólo es nuestro antepasado, sino la imagen fundamental de este volumen.
      Libro de una prodigiosa variedad de registros —se trataría de una suerte de cantata compuesta como una sinfonía lírica, es decir, donde se encuentran y alternan diversos registros vocales— es a un tiempo bestiario, tratado de zoología donde, fiel a su ironía estilística, recurre a la taxonomía; conjunto poético, insinuación narrativa, galería tipológica, lección de antroposofía, dechado de erudición etimológica, botánica, zoológica y científica —los nombres de las autoridades citadas son reales, no imaginadas, argucia que desde H. P. Lovecraft es costumbre—, fábula del destino humano, amargo comentario de la represión que nos rige, espejo de los anhelos del hombre —la libertad que se atisba sólo desde las jaulas— y finalmente, en su sentido más lato, un retrato hablado de la fauna que pulula en nuestro mayor y más famoso zoológico. Todo eso y por supuesto una suerte de espejo negro donde se perciben y se agitan los ensueños humanos es este libro, al que le auguro un destino no menos maravilloso que en el que se inspira.

            Esta reseña apareció originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos, número 122, febrero de 1960. Es probable que el autor aluda a las libres apropiaciones de las teorías de Jean Starobinski, Gaston Bachelard, Roger Callois y Joseph Campbell, cuyos sustratos se aprecian no sólo en la crítica académica sino en los ensayos de muchos ensayistas de la época: desde Octavio Paz hasta Jaime García Terrés; de Carlos Fuentes a Carlos Blanco Aguinaga.

      Cabe decir que este prólogo desapareció con la transformación del volumen en Bestiario (1972); de modo que no es al famoso «Prólogo» presente en todas las ediciones posteriores al que se refiere el crítico.

      Aquí nuestro crítico se refiere a «La flor de Coleridge», aunque en realidad la afirmación no es de Borges, a quien suele atribuírsele con descuido, sino de Paul Valéry. Recordémosla:

Hacia 1938, Paul Valéry escribió: «La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras, sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor».

      Se refiere al conocido haikú «Un mono»:

El pequeño mono me mira…
      ¡Quisiera decirme
      algo que se le olvida!

                                    José Juan Tablada, El jarro de flores, 1922.

      Cabe recordar que Arreola ha contado a sus amigos, entre los que me incluyo, que este tomo surgió de las continuas visitas al zoológico de Chapultepec, en compañía de Héctor Xavier; visita que le permitía salir de su casa por unas horas. Arreola ha dicho que prefería la tarde, porque, en sus palabras, los animales «inician una enorme sinfónica bestial».

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