El gusto reposado y añejo de La feria / Philip Potdevin

Hay libros que maduran mejor que otros, al igual que sucede con algunos quesos, vinos, tequilas, whiskies, tocinos, jamones y, claro está, con ciertos hombres y mujeres. Ciertas obras de arte, esculturas, frescos, óleos, aguantan mejor la travesía del calendario que otras, no sólo por las calidades técnicas con que fueron elaboradas, sino también por las temáticas y mensajes, las vidas e imaginarios que atrapan y perpetúan.

      No todo envejecimiento es fructífero, especialmente en lo que concierne a los libros. Dos obras publicadas el mismo año, 1963, Rayuela y La feria, una al sur y otra al norte del continente, ambas ubicadas dentro de la categoría de «novela fragmentaria», envejecen de manera disímil. Además, su reconocimiento ha sido inversamente proporcional al tiempo transcurrido desde su publicación. Mientras la primera genera hoy una tenue curiosidad por entender el conflicto que aquejó a algunos intelectuales latinoamericanos de los sesenta —«el lado de allá» y «el lado de acá», es decir, irse a Europa o quedarse en casa—, la segunda, con su acentuado localismo o «criollismo» tan característico de la primera mitad del siglo pasado —y más en México, por la multiplicación de novelas sobre la Revolución, hasta que aparece La región más trasparente—, pervive vigorosa, en mi opinión, para el lector contemporáneo.
      La clave de la atemporalidad o vigencia que parece envolver a una novela como La feriano es ningún secreto. Basta una relectura, que es lo que intento en estas líneas, para constatar cuáles de sus elementos comienzan a resaltar, como en un buen vino: tonos, matices y residuos que acentúan el gusto y regusto. De otro lado, cuántos ejemplos podemos citar de obras que parecían perdurables, inmunes al paso del tiempo, que en su día fueron elevadas a obras maestras y que hoy no pasan de curiosidad bibliográfica, una entrada de diccionario, un pie de página en un enjundioso estudio de otra obra.
      Otra obra, antecesora de La feria en diez años, que parece no envejecer de manera tan refinada es —a riesgo de incurrir en blasfemia— Pedro Páramo. La relectura hoy de la obra maestra de Rulfo es, para mí, más un ejercicio de disciplina crítica que un deleite estético o de reflexión sobre una época, pasada o actual. Y debo confesar que mi relación afectiva con Pedro Páramo es de vieja data.
      Traigo aquí una anécdota. Corría el año 1972 cuando, en mi Cali natal, cursaba el bachillerato en un colegio de los que hoy llaman biculturales. Por esos días experimenté los primeros síntomas de un espantoso mal, fobia social —ahora estoy seguro de ello—, al claudicar ante una temprana e incurable adicción a los estimulantes, es decir, a los libros. Y aquí la historia: existía un pequeño cuarto, separado de la biblioteca, que encerraba una colección de títulos destinada a las asignaciones de literatura, en inglés y español, para los grados séptimo y octavo. Un lugar bajo llave, pero a la vista de quien transitara por el corredor, pues el frente era un gran ventanal sin cortinas o persianas. La puerta igualmente era de vidrio. Un día intenté lo impensable: probar suerte, y nomás girar el pomo me encontré dentro del pequeño cuarto. Me estremecí ante la transgresión, tan fácil y a la vez tan peligrosa. Podía ser una trampa. Además, quedaba expuesto a los ojos de cualquiera que pasara por allí. Sin embargo, me invadió una irrefrenable curiosidad por revisar los anaqueles que cubrían las tres paredes. No había diversidad, pero sí cantidad: de cada título, cincuenta ejemplares: The Red Pony y The Pearl, de John Steinbeck; The Good Earth, de Pearl Buck; The Iceman Cometh, de Eugene O’Neill; The Catcher in the Rye, de Salinger. También, algo exótico: dos libros en español: El coronel no tiene quien le escribay Pedro Páramo y El Llano en llamas (reunidos en una edición). De Arreola (¿Juan José qué?), nada.
      Tomé prestados, sin autorización, un ejemplar de cada uno y salí seguro, sigiloso. Nadie, creo, me vio entrar o salir. Devoré esas obras con ansiedad, pero ninguna como Pedro Páramo. Junto a Conversación en la catedral (ésa sí comprada con mis ahorros, una edición en tapa dura del Círculo de Lectores), que igualmente conservo, fue mi iniciación a las letras latinoamericanas.
      En mi afán de beberme a manotadas los autores del Boom antes de cumplir veinte años, ignoré a los que creí que eran autores «secundarios». Primero agoté lo que juzgué el «canon latinoamericano», mis primeras divinidades —eterno politeísta— a las que rendí ofrendas: Carpentier, Lezama, Cabrera Infante, Cortázar, Borges, Fuentes, Paz, Roa Bastos, Uslar Pietri, Otero Silva, García Márquez, Vargas Llosa. Más tarde, con objetivos y gustos más específicos, vine a encontrar, entre otros, a Arreola. Confieso que lo descubrí muchos años después, frente al panteón del acontecimiento de una feria del libro a la que me llevó mi abuelo para que conociera el cielo… Y leí entonces sus cuentos. Y después, mucho después, la novela.
      Mi goce fue encontrar lo que entonces me pareció un «Borges mexicano». Su gusto por lo breve, su universalidad, sus temas fantásticos, su cultismo europeizante. En cambio, La feria no pasó de ser una curiosidad, la novela eclipsada por un océano de obras donde lo que se exaltaba era lo cosmopolita, la historia de Europa, pero también la ironía, la fantasía, y ante todo, la erudición del autor.
      Al releer La feria, a cincuenta y cinco años de su publicación, y en el centenario del nacimiento de su autor, la novela florece en mis manos con una deliciosa frescura y un aroma que no encuentro ya, ¡ay!, en Rulfo ni en Cortázar. Hoy me resulta más interesante Arreola; más actual, más propositivo, más atrevido, más comprometido (atención, Julio) y, si me apuran un poco, más divertido: allí relumbra una inextinguible chispa que a cada momento hace guiños al lector.
      No es mi propósito intentar una disertación académica sobre La feria, ni tampoco sobre Pedro Páramo. De la primera, sobre su estructura fragmentaria, del carácter dialógico, de la heteroglosia, de los diversos tipos de discursos presentes, de su perspectiva retórica, de la cohesión de los fragmentos, de los personajes y emisores, de los temas recurrentes sobre lo indígena y la tierra se han escrito centenares de páginas (Troncoso). De Pedro Páramo, ni se diga. Y, aun así, cada tanto aparece un nuevo estudio en alguna universidad norteamericana (o, para el caso, latinoamericana) que retoma una frase, una palabra de cualquiera de las dos obras y de allí tiran el hilo hasta elaborar una tesis doctoral. Allá ellos en su prurito.
      A mí lo que me produce cosquilla de lector, al releerLa feria, es la sinceridad; la absoluta espontaneidad que demuestra Arreola al construir la historia en torno a las fiestas patronales de San José en Zapotlán el Grande (hoy Ciudad Guzmán). La novela, a pesar de sus doscientos ochenta y ocho fragmentos (acompañados de otras tantas viñetas tipográficas) se lee casi de corrido. La historia atrapa, los personajes agarran, las denuncias (tan añejas como injuriosas aun hoy día) indignan, la ironía restalla, la sátira detona, la critica escuece, el humor rezuma por doquier.
      En cada esquina de los fragmentos afloran el habla popular, la cadencia, el dejo localista, los regionalismos. Casi hay la necesidad de contar con un diccionario de mexicanismos para una cabal comprensión de algunos pasajes. Y para mí, eso es maravilloso —lector náufrago en el picacho de un cerro andino a medio camino entre el Río Grande y La Plata—, pues me aboca a un mundo que no conozco pero intuyo, al que me asomo y reconozco, que vislumbro y con el que me identifico recónditamente. Los alimentos, los utensilios, los animales, los vestidos están recubiertos de una explosión verbal que parecen ser parte del mismo castillo pirotécnico con el que debe rematarse estrepitosamente la feria en honor al santo patrono de Zapotlán.
      Zapotlán el Grande, la aldea global, es un microcosmos de la gran Comedia Humana. Dice el propio Arreola: «Es el Teatro del Mundo, pero reducido a la dimensión, si no de aldea, sí de una ciudad que era entonces pequeña y que ahora es tan distinta; porque el pueblo de Zapotlán desapareció». Allí se dan, a la manera de los personajes de Balzac, Dostoievski y Dickens, los grandes y pequeños arquetipos del ser humano: Odilón, Chayo, Fidencio, Abigaíl, don Salva, doña María la Matraca, Concha de Fierro, el joven aprendiz de impresor, el cura confesor, don Cuco, el padre Zavala, desfilan uno a uno, como en una procesión de danzantes. Todas las manifestaciones del gran bestiario humano: el explotador y el explotado, el usurero y el despojado, la virgen, la prostituta, el aprendiz, el aventajado, el confesor y el confesado, el arriero, el labrador, el terrateniente, el ladrón, el abusador, el usurpador, el pícaro, el ingenioso, el ingenuo, el compulsivo. Casi no hay figura humana que no esté representada en esta feria. Y al mismo tiempo, y desde otra perspectiva, La feria no sale de los confines de Zapotlán el Grande y sus alrededores, Colima, Tacamo, Tiachepa. El retrato de la fiesta patronal de un pueblo, hoy desaparecido, en un confín de la geografía mexicana, no impide que quien hable sea el inconsciente colectivo, aquel del que hablan Lévi-Bruhl y Jung y que el propio Arreola reconoce como «el hálito un poco mágico que le confiere a La feria un cierto valor» (Albala).
      ¿Es entoncesLa feria una novela total o una novela fragmentaria? Si por la primera entendemos «el género que da cuenta de una “universalidad” de perspectivas de la vida» y, por la otra, «aquella expresión literaria parcial y limitada que entiende la imposibilidad de representar cualquier realidad» (Forero), entonces es válida la pregunta, dado que la respuesta no parece tan obvia. Y, en la misma línea, cabe la pregunta de si la obra responde a un discurso de globalización o de localización. Forero, en su artículo, hace un contrapunto entre el discurso de Vargas Llosa en defensa de la novela que representa una «realidad total», aquella escrita por los «suplantadores de Dios            —Fielding, Balzac, Dickens, Flaubert, Tolstoi, Joyce, Faulkner» y el de Macedonio Fernández, que niega la pretensión de representar en la novela la realidad, sino que, al contrario, quiere que «el lector sepa siempre que está leyendo una novela y no viendo un vivir, no presenciando “vida”».
      ¿Es posible resolver el dilema y decir que La feria recoge ambas perspectivas? Creo que sí. Y quizás allí está, entre otros muchos aspectos, la maestría de Arreola. Arreola es capaz de unir y tender puentes entre los extremos; quizás es su gran virtud. En sus libros de relatos De varia invención, Bestiario, Prosodia, Confabulario, Cantos de mal dolor, Variaciones sintácticas, aparece el Arreola artificioso, fantástico, erudito, con frecuencia europeizante e incluso pedante con sus temáticas culteranas (para no hablar de la misoginia de honda raíz eurocéntrica), mientras en La feria se despoja de toda impostación, de los temas y personajes europeos, de malabares fantásticos y exóticos y se refugia en su Zapotlán el Grande y desde allí erige un enorme edificio narrativo; fragmentario, sí, pero, a la vez, totalizante. «Todos los personajes de La feriaestán realmente compuestos a base de rasgos personales, y de frases, de giros verbales que escuché en la infancia, y en la adolescencia: muchísimos. En cambio, en el resto de mi obra todo es ajeno; todo proviene de fuentes literarias, históricas» (Albala).
      En La feria converge la erudición de Arreola con su aguda capacidad de observación y su prodigiosa memoria. De lo primero hay evidencia desde los epígrafes, uno bíblico de Isaías y otro del escritor provenzal de lengua occitana Frédéric Mistral (incluso está sin traducir), que apuntan a lo mismo: la función del autor para usar su talento y denunciar la injustica (la lengua como espada) y rescatar el alma de un país a través del habla y su gesta. ¿El mecanismo? Rescatar la anécdota histórica, «hechos aislados brevísimos, pero que son realmente los soportes de la historia de Zapotlán» (Albala). Arreola siempre insistió en que hacía uso de la frase de Papini: «Nada es mío».
      A través de las civilizaciones y culturas, la historia de los pueblos está entreverada por una raíz común: la lucha por la tierra (Harman). No hay guerra, conflicto o lucha civil en cuyos orígenes no haya estado directa o indirectamente la tierra. Latinoamérica y México son ejemplos recientes en la historia de la humanidad donde esta afirmación se revalida. Si lo que corre en la superficie de La feria es la organización de las fiestas patronales (lo local, lo fragmentario), el agua subterránea que fluye y atraviesa la novela, de extremo a extremo (lo totalizante, lo universal), es la lucha por la tierra, o más específicamente, el despojo de la tierra de los «naturales» por los «hombres de razón»: «vuestra Excelencia como superior y mediador, ponga atención a nuestras rústicas palabras; que a vuestro hogar lleguen nuestros clamores y aclamaciones» (p. 315); «Denuncio a Vuestra Majestad las mil maldades y las mil ventas y reventas de que son objeto estas tierras» (p. 316). La tensión entre la autoridad impuesta (primero la española, luego la criolla y después la de terratenientes y gamonales) y la autoridad ancestral es, en mi parecer, la premisa central de La feria: «Lo cierto es que la tierra ya no es de nosotros y allá cada y cuando nos acordamos. Sacamos los papeles antiguos y seguimos dale y dale. “Señor Oidor, Señor Gobernador del Estado, señor Obispo, Señor Capitán General, Señor Virrey de la Nueva España, Señor Presidente de la Republica… Soy Juan Tepano, el más viejo de los tlayacanques, para servir a usted: nos lo quitaron todo”» (p. 315).
      Desde las primeras páginas de La feria se pone de manifiesto el choque entre culturas (no «encuentro», por favor), produciendo la tensión que se resuelve a través del mestizaje, el sincretismo, o simplemente el avasallamiento: en lo religioso («hacia la tierra maldita bajo el patrocinio del Diablo, la yacija fértil y enorme donde Tzapu-tlatena fornicaba con el Dios del Maíz», p. 320), en la toponimia (Jilotlán de los Dolores); en lo cultural («soy miembro activo del Ateneo Tzaputlatena», p. 316); en lo poético: «De Tuxpan a Zapotlán, / de una carrera tendida, / el Napoleón de petate / llegó escapando la vida» (p. 317); en lo filosófico («antes la tierra era de nosotros los naturales. Ahora es de las gentes de razón», p. 315) y, a partir de lo anterior, en lo político manifestado por la lucha por la tierra y el maltrato a «los naturales».
      De igual forma, la (re)lectura de la novela de Arreola deviene fresca sinfonía de palabras, frases, donde la cadencia, la aliteración y el ritmo hilvanan cada frase y cada párrafo. Es difícil cansarse de escuchar esta musical prosa. En el siguiente fragmento, por ejemplo, el número ocho se usa como leitmotiv de la narración, casi de manera wagneriana:

Hoy tomé en renta ocho yuntas, comprometido a pagar por cada una ocho hectolitros de maíz en cosecha, desgranado, harneado y limpio, de buena clase y puesto a domicilio del arrendador. Todo se me multiplica por ocho: compré ocho arados de fierro, de los llamados de un ala, pues aquí ya casi no se trabaja con arados de palo. Y luego los aperos y avíos: ocho yugos escopleados, ocho cuartas, ocho pares de coyundas de cuero crudío, bien engrasadas con sebo de riñonada, ocho barzones y ocho otates con puya… Ah, y una castaña grande para el agua de beber (p. 321).

Caso aparte son las minúsculas viñetas tipográficas intercaladas entre los fragmentos: dagas, cañones, botellas, copas, cruces, hoces, serpientes, candelabros, templos, martillos, sandías, banderas patrias, llaves, espuelas, flores, soles, estrellas, peces, botijas, caballos de ajedrez, iglesias, naipes, jaulas, faroles, carneros, gallos, recipientes, tambores, piernas de santos, violines, labios, corazones, zapatos, escarpines, veletas, herraduras, tractores, carros para apilar maíz, matracas, buscapiés, quevedos, barquitos de papel, sombreros, bueyes, vacas, toros, lunas, soles, ojos, tortas, laureles, custodias, ratones, clarines, milpas, burros y otros más de difícil identificación. Pequeños guiños del autor a los fragmentos que las viñetas aluden en referencias simbólicas, más o menos explícitas, al contenido de cada fragmento. De esa manera, el juego visual entre el fragmento, la viñeta y los espacios en blanco dan a la novela un aire vertiginoso, liviano, y atractivo para acometer la lectura, en especial en nuestros tiempos en que abundantes lectores del siglo xxi tienen poca paciencia o tolerancia a largas parrafadas o textos extensos. Recordemos que el déficit de atención, la hiperactividad, la multitarea, son síntomas de una nueva forma de percibir y mirar el mundo, ya anunciada por Nietzsche hace siglo y medio.
      Arreola siempre quiso acometer de nuevo La feria para enriquecerla. No era necesario, maestro, tal como la escribió es fantástica. Por lo mismo, no es casual que, al final de su vida, reconociera que de toda su obra rescataba una antología de cuentos en torno al eje de ConfabularioyLa feria. Afirmó —quizás exageraba—, que todo lo demás es «basura» y «que alguien saque de la basura algo, pues sabe que cogió la basura por gusto» (Albala).
      Al investigar fuentes para estas líneas, encontré la entrevista que concedió a Eliana Albala, justo cuando cumplía setenta años, en 1988, veinticinco años después de la publicación de La feria; entrevista citada varias veces aquí. Dice allí: «Es un libro que a mí me ha comenzado a gustar, porque al principio yo no lo estimaba —como le ha pasado a la mayoría de la gente». Estoy de acuerdo con usted, maestro Arreola, a mí La feria cada vez me gusta más, y espero que cada día encuentre más y nuevos lectores l

 

Referencias
      —Eliana Albala, «Juan José Arreola: Fragmentos para el rompecabezas de un mundo que se perdió como las piedras», Revista Iberoamericana: https://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/…/4783
      —Juan José Arreola, La feria, en Narrativa completa, Debolsillo, Madrid, 2016.
      —Gustavo Forero Quintero, «La novela total o la novela fragmentaria en América Latina y los discursos de globalización y localización», Acta Literaria núm. 42, i sem. (pp. 33-44), 2011: http://bibliotecadigital.udea.edu.co/bitstream/10495/6262/ 1/ForeroGustavo_2011_NovelaTotalFragmentaria.pdf
      —Chris Harman, Historia mundial del pueblo, Akal, Madrid, 2012.
      —Ximena Troncoso Araos, «La feria discursiva de Juan José Arreola», Acta Literaria núm. 27, 2002: https://scielo.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0717 -68482002002700010

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