Mí­nimo cielo cavado en la frente / Amelia Suárez Arriaga

 I
Sí, yo también decidí que tendría un huevo en la cabeza. Si no, entonces, a qué viene todo esto de hurgar, de hundir el escalpelo donde llamea este juego de espadas, este rumor de vibraciones cerebrales, de vapores metidos a la fuerza en alforjas que un día enjoyaron la penumbra, la maldita penumbra de esta bitácora de fármacos y estridencias. Y ahí estaba: el libro de un enfermo descubierto por otro enfermo. Y me arrojé a la turbulencia de aquellas aguas que también eran las mías. Como si yo —al reconocer en las miasmas desprendidas de esas páginas un cuchillo apuntando a mi cabeza— creyera encontrar al fin la ruta más breve hacia el sitio inhóspito que es mi cuerpo, aquel sitio del que entro y salgo, y que a veces, muy escasas veces, he llamado mi hogar.

 

II
Momentos antes de zarpar, la muchedumbre iracunda recorría, antorcha en mano, los callejones de mi cráneo. Me dirijo a un puerto de paredes blanquísimas y cielorrasos acribillados por lamentos. Y en medio del viaje, he visto tu Rostro. Por un instante he logrado sostenerme del mástil, de cara al vacío, para guardar tu amado Rostro en la palma de mi mano, como un diminuto oasis de agua dulce, como el codiciado ojo de un suicida de bolsillo.

 

III
Para besar tu cabeza cubierta de vendas, he abandonado mi madriguera de luces fantasmales: el semicírculo de glicinas que oxidan la tarde envenenada. He pulido cuidadosamente los clavos hundidos en tu Carne y las noches que vibran interminables bajo mi lengua. Por eso he venido hasta aquí, como un viajero derrotado, para inclinarme ante la hoguera donde abrevan tus desiertos, donde también arden las ruinas de la iglesia de desagüe a cielo abierto en la que, por ti, también, ahora creo.

 

IV
Mientras espero a que un astro marchito recorra la constelación de mis venas, mientras ofrezco el brazo a la aguja que empuña una mano tibia y joven, pienso en ti y recuerdo mis oficios como artífice de diminutas colmenas, donde puedes alojar a tus pugilistas viejos, al enano-ángel de la guarda, a las enfermeras de pechos de luz verde, a las muchachas embarazadas que no piden fechas para una lápida, al gallo de pelea que despierta tras el asedio de un puñado de soldados de plomo y a mí, tu hijo impío.

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