Los elefantes / Desayuno en la mesa de caoba / Carola Aikin

 

Los elefantes

A la noche siguiente volví a ese mismo lugar de edificios alargados y feos que tan tercamente escondían el mar. Reparé en los colores de las fachadas, en lo imposible de la arquitectura, y supe de pronto que me hallaba dentro de un sueño. Pero el olor a aire pringado de sal me dio añoranza del poeta, quise recorrer de nuevo su piel, dejarme besar, y sin pensarlo llamé a su casa. Me abrió una mujer grande y hermosa. Qué amable, le dije, dejarme pasar a verlo a estas horas. Usted dirá, respondió ella, qué puede hacer una con un hombre así. Mire cómo me tiene la sala. ¿Qué le parece?
    No comprendí de momento el lío de camas y colchones. Mis ojos necesitaron unos instantes para asimilar el caos. ¿Pero cuánta gente vive aquí?, pregunté. Ella me miró con ansiedad, como si careciese del tiempo suficiente para explicar nada. No, no, sólo vienen a pasar la noche, dijo, y señaló una ventana inmensa y el escote de su bata se abrió y pude verle el pecho exuberante y la cintura de piel tan tersa a pesar de su edad. Ella volvió a hacerme indicaciones para que me asomara y yo obedecí, aunque he de reconocer que me devoraban los celos, que pensaba en mi encuentro con él, la noche anterior, en esa misma casa, y no lograba reconocer nada, salvo los ventanales y quizá también el olor a manzana que despedía el cuerpo de la mujer que ahora respiraba agitadamente detrás mío. Sin embargo continué jugando a no saber que ella era la esposa del poeta, y me apoyé en el alféizar, me desbaraté con rabia la melena y accedí a mirar el océano, que batía contra los mismos cimientos del edificio. Entonces vi las grandes manadas que llegaban nadando entre las olas altas y furiosas. No tardé en distinguir sus trompas erguidas, los colmillos blancos, relucientes, dispuestos a combatir. La mujer, a mi lado, abrió de par en par los ventanales, y los sentimos barritar. ¿Y él, dónde está él?, pregunté apenas con un hilo de voz.
    Ah, respondió ella, él duerme, él aprovecha para dormir mientras llegan. Éste es el precio que se paga por tener un poeta, él te sueña y entonces tú sueñas con lugares que has soñado ya, y así acabas, albergando a sus ejércitos poderosos en tu corazón.

 

Desayuno en la mesa de caoba

En la casa de Florence la luz penetra silenciosa, domesticada. En esta casa la luz es obediente: no se sube a los muebles, ni hace piruetas en el aire, no corre como un cachorro salvaje por los pasillos. Temprano en la mañana se le permite jugar sobre el parqué, lamerlo para que se vea relimpio, brillante; luego se queda agazapada junto a los gruesos talones de la mesa de caoba que preside el salón. Adora espiar las zapatillas siempre vacías del caballero. Le gusta verlo sentado y quieto. Caballero leyendo el periódico, ordenando el mundo, junto a una taza de café.
En la estancia de persianas echadas apenas se oye el murmullo de la calle. Él lee, resignado a este juego de semioscuridad. Él teme el rumor de las pisadas que se deslizan sobre la madera, el suspiro del raso de la bata de Florence cuando se acomoda en su asiento y tiende los pies lindos, gordezuelos, hacia las lenguas de sol.
    A Florence le gusta llorar un poco en la mañana, lo necesita. Necesita aprisionar el tiempo, todo lo que se le escapa. Haría cualquier cosa por no sentirse así, pero se siente afuera, le dice al caballero, abandonada afuera, repite. El caballero carraspea, no quiere salir de su diario, hoy no, hoy no lo va a lograr. Vamos, Flor, medio murmura, no empecemos. Ella lo mira con deseos de venganza.
    La luz se esconde de esos ojos negros, puntiagudos, de Florence. Es que nunca conversamos tú y yo, le está diciendo ahora al caballero. Y la luz se refugia temerosa bajo la mesa, en las zapatillas grandes y vacías. Espera paciente a que Flor se desate la bata con el rencor contenido de todas las mañanas. Lentamente reptará por las piernas color rosa de la bella Flor hasta llegar a ese lugar donde se juntan, donde ella guarda su nido de arañas, y éstas, animadas por los rayos de luz, comenzarán a subir oscuras, patilargas, por la mesa de caoba. Marcharán entre tazas y cucharas, unidas, como un ejército, hasta donde está él. Y la luz flotará complacida, alumbrando bien el enrede de arañas sobre el periódico, la confusión de las letras. Entonces al caballero el mundo le parecerá de pronto inconquistable, golpeará con su puño la mesa, ¡Basta!, gritará, mientras Florence llora desmadejada, melancólica. Es así como finaliza la hora del desayuno, cuando los rayos trepan hasta la lámpara de brazos delicadamente cargados de racimos de bohemia y hacen refulgir las maliciosas perlas de cristal. Abajo, sobre la gran mesa, cae la sombra. No se escucha más a Florence, ni a su pobre caballero sin pies.

 

 

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