Asueto / Juan Bautista Durán

Al muchacho se le antojó pasar unos días en Abillo. La cosa no tendría nada de especial de no ser porque el muchacho es uno mismo, de quien seguiré hablando en tercera persona por motivos literarios. Abillo representa también la tercera persona. Aquí el muchacho se refugia y ensaya, prepara maneras de cerrar trabajos pendientes y asimismo de atajar el tiempo restante, que no es mucho pero basta y sobra.

          Llegó ayer a mediodía, un rato antes del almuerzo, y enseguida se relajó con el silencio ralentizado de la vida campestre. No está solo. Lo acompañan las dos perritas de la casa, la drahthaar y la bretona, así como los guardeses de la finca, quienes se ocupan del huerto, de las gallinas y de lo que haga falta, además de mirar la televisión buena parte del día, un pasatiempo que no entra en la mente del muchacho. ¿Cómo pueden afearle al campo sus encantos de semejante manera? Eso sí, son serviciales y ya lo avisó su padre de que a poco que pudieran intentarían ocuparse de todas las tareas de la casa.
          —Pero mejor hazlas tú —apostilló.
          En Abillo cada cual debe asumir sus responsabilidades, algo que nadie duda, salvo cuando a la guardesa le dan arrebatos de amabilidad y simpatía. Ten cuidado porque no calla, lo avisaron. Sus padres se iban cinco días a cambiar de aires, por lo que él aprovechó para huir del ruido, las obras y el barullo de Barcelona, donde el verano pega fuerte en todos los sentidos. Abillo permite respirar y tiene rincones en los que se está fresco sin necesidad de los fastidiosos aires acondicionados. Bajo la pérgola que da al corral, por ejemplo, donde el muchacho se sienta a leer, fresquito y relajado, con la compañía vigilante de las dos perritas.
          Cierta mañana creyó que éstas le habían hecho cualquier trastada a la guardesa cuando iba a dar de comer a las gallinas. A la drahthaar, que es la más grande y a la vez la más joven, siempre le gustó controlarlas. Las ladra y marca con tímida voracidad. Por eso, cuando oyó que la guardesa iba al corral, supuso que la drahthaar, o quizá ambas, la habrían seguido. Él estaba en la casa y no las veía a su alrededor. Tampoco las llamó. Lo normal era que tras los pasos de la guardesa se metiera la drahthaar con el hocico bajo y la cola tiesa, estudiando cada movimiento. A eso se limitaba su voracidad, después de tantos intentos fallidos. Claro que lo que debería hacer era levantarle más perdices a su padre, y quien dice perdices lo mismo habla de arceas o tordos. Ser más hábil en el monte, esto es, en vez de perseguir con semejante ímpetu a las ponedoras de huevos. Pero las verá tan próximas e indefensas… El muchacho la comprendía. Por eso se alarmó al escuchar el grito de la guardesa. No esperó siquiera a que hubiese una réplica, el segundo grito que confirma toda alarma. Salió de prisa en dirección al corral y, antes de llegar a donde suele sentarse, encontró a la guardesa con una bandejita en la que llevaba cuatro huevos. Detrás iba el marido, quien miró al muchacho y le señaló el brazo de su mujer para que viera lo que el gallo le había hecho. Era el mismo brazo con que sujetaba la bandeja. Lo llevaba ensangrentado.
          —Claro —dijo el marido—, se siente el rey allí dentro y no deja que nadie lo moleste. ¡Y cómo las pisa! —añadió riéndose—, ¡cómo las pisa!
          Pero a la guardesa no le hacía ninguna gracia. Se dolía un poco y le dijo al muchacho que menos mal que iba con ella la perrita grande, que siempre la acompaña. De lo contrario, el gallo le habría dado más fuerte.
          —La próxima vez que me dé —dijo ofendida—, dejo a la perrita dentro para que lo mate.
          El gallo lo habían traído los guardeses y le sabía mal a ella que encima la tratara así, con una agresividad que no asimilaba. Se siente muy fuerte ahí dentro, decía el marido tomándola del otro brazo para ir a curarle la herida. Le dio tiempo de todos modos a ofrecerle al muchacho los huevos e incluso tomates del huerto, que estaban saliendo muy ricos y a granel.
          —Si acaso luego le pido —se apresuró él a responderle—, creo que hay en casa.
          Por supuesto que a mediodía comió tomates y huevos. Se los preparó con la alegría con que se prepara la comida fresca, y a las perritas, que no se quitaban de su lado, les dio un poco. La drahthaar es más tenaz, pero la bretona sabe ganarse las sobras de otra manera, más finita y veterana. Al gallo se lo escuchaba a cada rato, con un rigor, si lo había, que él nunca llegó a entender. ¿Por qué motivo cantan o dejan de cantar? También por la tarde, en cuanto se sentaba bajo la pérgola mirando hacia el corral, el gallo echaba a cantar sin ton ni son. Las perritas se tumbaban a su lado, y la drahthaar, no bien oía ruido, se asomaba atenta a la puerta del corral. Las husmeaba y ladraba. Sobre todo, si las gallinas iban a la parte descubierta, una tras otra, meneando el trasero en una fila india que inevitablemente había de romper el gallo, al que la drahthaar gruñía con ahínco porque era al que más ganas le tenía.
          El muchacho la observaba desde la pequeña distancia que hay de la pérgola al corral, apenas tres metros que le permitían curiosear según acariciaba a la bretona, subida cariñosamente a su regazo para pedirle comprensión. Claro que cuanto podía decirle lo hacía con la mirada. La desviaba del corral al muchacho y otra vez al corral, donde su compañera, la drahthaar, contestaba terca cada aspaviento y cada manifestación del gallo. Y es que la guardesa dijo que como le diera otra vez la dejaría dentro para que lo matara. Era natural. Debían comprenderla. El muchacho acariciaba a la bretona y para sus adentros se dijo que un día de ésos se ocuparía de dejar la puerta del corral entreabierta. Ése sería el único modo de que la drahthaar se calmara y aprendiera, pensó. De nada servía tanta furia contra el gallo si luego no sabía comportarse en el monte.

Todas las tardes las sacaba a pasear en torno a una hora, quizá hora y media, en función de las ganas y del tiempo, que algunos días estuvo pesado y le echaba para atrás. A su vuelta llevaba a las perritas a donde tenían el balde del agua. Y se la habría puesto fresca, de no ser porque ya el primer día la guardesa lo llamó a lo lejos para decirle que ella lo había hecho antes. Aunque está bien, aclaraba, porque con este calor enseguida coge mucho verde. El muchacho recordó las palabras de su padre, avisándole de que los guardeses intentarían ocuparse de todas las tareas de la casa, al margen de lo mucho que les gusta hablar, sobre todo a ella, que ya se estaba acercando al muchacho para mostrarle lo verde que nacía en el balde y que ella se afanaba en quitar con una escoba.
          —Le doy así no bien vierto el agua y luego ya se lo vuelvo a llenar.
          La guardesa lo decía con cierta satisfacción, al igual que cuando hablaba de los tomates del huerto o de los huevos que a diario ponían las gallinas. Las primeras semanas estuvieron en una media de diez al día, le contaba, y ahora que ya llevan un tiempo juntitas con el gallo no bajan de seis. El marido la miraba y se reía, hablaba entre dientes para al final soltar aquello que tanto le gustaba referente al gallo, que es un campeón. Lo decía sin quitarse del rostro un rictus jocoso. ¡Un campeón! Ella le devolvía la mirada y le respondía con un tono afectado, como diciéndole que sí, que el gallo será lo que quiera pero se porta muy mal con ella.
          Por el monte la drahthaar sacaba todo su nervio nada más salir, pegando alaridos y unos saltos con los que no dejaba tranquila a la bretona, poco dada ya a esas emociones. La bretona va paseando un trecho tras las piernas del muchacho mientras la otra cruza el camino infinitas veces, salta un margen, se la ve peinar los prados como si entre la espiga fuera a levantar el vuelo una bandada de perdices… Pero nunca ocurre nada. Tales son sus nervios y sus ganas de echarse contra cualquier animal, que éstos la oyen antes de su llegada. La bretona maneja mejor los tiempos, en cambio, es más sigilosa y aguanta un rato tras los pasos del muchacho, hasta que la otra está más cansada y deja de armar tanto jaleo. Ése es el momento en que ella sale, se adelanta unos metros y va metiéndose a uno y otro lado del camino, entre la maleza y las matas, siguiendo el rastro que con probabilidad dejó la drahthaar.
          Como el muchacho no alcanzaba a percibir los rastros ni tenía la naturaleza de cazador del padre, seguía el camino pensando a ratos en los movimientos de las perritas y a ratos en sus obligaciones. Su vida diaria en Barcelona se entreveraba con el final de un prado y el inicio de una alameda, así como la tercera persona, que aquí sentía tan próxima y abundaba en ella según se adentraba en el bosque. Porque en la ciudad la primera persona se pega al cuerpo, el muchacho es más yo y vuelve sin cesar al mí, al pronombre que mejor nos identifica entre tanta gente que va y viene, busca calles e inventa gallos que los llamen a sus obligaciones. Por ahí ando yo todos los días, y cada vez estaba más en la ciudad, salvo que entre árboles y maleza, cuando la bretona se echó contra una lagartija que cruzaba rauda el camino. Ni me había dado cuenta de que venía detrás, por lo que su salto veloz contra la lagartija me sorprendió tanto o más que la aparición del reptil. Fue un ataque súbito que tuvo la gracia de devolverme enseguida a la tercera persona. El calor menguaba a medida que el sol se escondía, la hora en que los reptiles andan inquietos, y el ataque de la bretona hizo que todo se detuviera unos segundos. Hasta que la cola cercenada del reptil dejó de agitarse en medio del camino. La bretona me miró siendo de nuevo el muchacho. Su mirada era tierna y abarcadora, como preguntando qué pasa. Y él se sonrió. Iba pensando en la lectura en la que se había enfrascado antes de salir a pasear, sentado bajo la pérgola. Le gustaba que el cacareo de las gallinas o el canto del gallo se colaran a cada poco entre los renglones de su libro. Era un ruido que lo relajaba, a pesar de algunos insectos que había por ahí y debía sacudirse para que no lo molestaran ni picaran, como le sucedió con la abeja posada en el brazo.
          También el guardés iba allí a tomar el fresco, aunque solía sentarse un poco más adelante, en uno de los primeros peldaños que conducen al corral, desde donde controlaba las gallinas y el prado que hay más allá. No era raro que las perritas fueran a hacerle compañía, sobre todo la drahthaar, que encontraba una excusa para su acecho en cada persona que andaba cerca del corral. La guardesa prefería mirar la televisión, en cambio. Las tardes eran muy cálidas y ella sólo se asomaba al corral a primera y última hora del día, para recoger los huevos. Y qué decir tiene el modo siempre imprevisible y caprichoso en que se movía la bretona. Así la perdió de vista el muchacho una tarde en que seguía confiado la trama del libro. Debió de escurrirse sigilosa hacia otro lado de la casa, y lo primero que advirtió al verla de vuelta fue que meneaba el trasero, aparte de emitir un ruido llamativo e insistente, lo que con seguridad hizo que se percatara. La drahthaar abandonó entonces su guardia y fue decidida hacia la bretona, en cuya boca llevaba algo que el muchacho sólo distinguió después de cerrar el libro. No bien le dijo que se acercara, saltó a su vista la cola que llevaba entre los labios y aún se movía, similar al movimiento de la cola de la lagartija en medio del camino.
          —¡Suelta la rata! —exclamó echándose para atrás. Nunca le habían dado especial asco las ratas, pero al imaginarla tumbada en la boca como en un lecho le dio repelús, de ahí su exclamación, que la bretona correspondió yéndose a enterrarla a algún lado.
          No era la primera vez que lo hacía. La habían visto matando y enterrando ratas los guardeses lo mismo que sus padres, él lo sabía y continuó leyendo tranquilamente hasta que de la pérgola bajó la abeja. Tardó unos instantes en oírla, pues a la lectura interior había que añadirle el cacareo de las gallinas, el canto aleatorio del gallo y los bufidos de la drahthaar, que se iba tornando un poco gallina en su persecución constante y estéril junto a la puerta del corral. Quizá escuchó a la abeja después de verla, posada ya en su brazo e impasible ante los gestos para que lo dejara en paz. Había fijado ya un punto en el que clavar su aguijón. Y ninguna de las perritas estaba ahí para defenderlo, una enterrando feliz a la rata y la otra tonteando con la posibilidad de zamparse al gallo o siquiera una gallina. Lo habían dejado solo. Menos mal que supo reaccionar y, valiéndose del libro, evitó el picotazo de la abeja.

Los padres llegaron el quinto día, contentos tras sus jornadas de asueto. Nada más aparecer por la puerta de la finca, las perritas volcaron toda su atención en ellos, como si hubiesen estado fuera durante semanas y ni el muchacho ni los guardeses hubiesen andado por Abillo ocupándose de ellas. Se apostaron frente a la puerta principal minutos antes incluso de que el coche se parara al otro lado, ladrando y moviendo la cola con una alegría que el muchacho no pudo menos que admirar. Los guardeses estaban en su casa viendo la televisión. Habían ido al corral a primera hora de la mañana y estuvieron conversando un rato con el muchacho, si es que conversar es la expresión adecuada dados los nervios de la guardesa. Su marido trataba de apaciguarla y quitarle hierro al asunto, y el muchacho, por toda respuesta, les dijo que más tarde llegarían sus padres. No había para tanto, pensó, aunque no era difícil imaginar que una mujer tan parlanchina tendría unos nervios sensibles.
          Sus padres le preguntaron qué tal esos días y él dijo que todo fenomenal. No era para menos. Las perritas estaban felices, además, la drahthaar ladrando y tratando de que la acariciaran en el pescuezo, mientras la bretona los observaba desde cierta distancia con la lengua fuera, esperando una respuesta. Se las daba de dura, pero a poco que alguien se asomara, se tumbaba boca arriba para que le rascaran la panza.
          —¿Se han portado bien estas dos? —preguntó la madre.
          No cabía el no en la respuesta. Se daba por supuesto que habían sido unas perritas espléndidas y le habían hecho compañía bajo la pérgola durante sus ratos de lectura y aun de ensayo. El muchacho les contó la anécdota de la rata y las largas caminatas que se pegaron todos los días, más o menos a última hora de la tarde. Cómo peina los prados ésta, decía, parece que ande persiguiendo una bandada de perdices, pero de tan escandalosa su sola presencia vacía el monte. Y era cierto, el padre lo sabía y le comentó que en adelante iba a salir de caza un día con una y al otro con la otra, a ver si de ese modo se relajaban. Sobre todo la drahthaar, cuyo ímpetu la traiciona.
          —Se siente presionada —dijo—. Quiere llegar a todas partes antes que la otra.
          Habían entrado ya los bártulos y estaban sentados en el salón cuando vinieron a saludarles los guardeses, ambos, cosa rara pues lo habitual era que fuera ella y ya más tarde el marido, en un momento en que se dirigiera al corral o regresara del huerto. Por ellos también le preguntaron sus padres, a lo cual el muchacho no respondió más que un bien muy vago. De sobra se figuraban que la guardesa habría estado atenta y servicial, que habría llenado el balde de agua a las perritas antes que nadie, que habría regado las flores igual, etcétera. Ella se adelanta a todo y el marido deja que las cosas fluyan, poco le importa que un día haya más o menos huevos o que salga tal cantidad de tomates. Se sienta en uno de los peldaños que conducen al corral y desde allí observa las gallinas, el prado de más allá y el bosque que se alza tras éste, verde y frondoso, un bosque en el que a veces se mete la drahthaar y del que sale a los pocos minutos con el mismo fervor con que había entrado.
          El muchacho intuyó que la drahthaar era el motivo por que habían ido los dos a saludar a sus padres. Ellos no se enteraron hasta que la guardesa se lo comunicó, con un tono entristecido pues ella solamente se había enfadado alguna vez y cuando dijo aquello de que la quería encerrar en el corral para que lo matara se debía a un arranque, claro, después de que le diera en el brazo.
          —Me había dado ya en otras ocasiones, ¿sabe? Por eso lo dije.
          El marido trataba de calmarla y de que lo dejara hablar, de lo contrario no acabarían nunca. La guardesa daba muchas vueltas a las cosas y era fácil adivinar que el muchacho aún no les había contado nada a sus padres, quienes se habían puesto de pie y ansiaban saber qué ocurría. Miraban a las perritas echadas en el salón, y el gesto que iba cobrando su rostro era a cada minuto más grave. Para nada imaginaban que únicamente había muerto el gallo.
          —Verá usted, anoche se quedaría la puerta mal cerrada, y la perrita grande, que siempre anda por ahí husmeando, se metió.
          —Del gallo sólo quedan plumas —dijo el marido con retranca.
          —Pero las gallinas están todas —añadió ella.
          Hubo un momento de silencio y de pronto se echó en falta el canto del gallo, que empezaba no bien salía el sol para no parar a lo largo del día.
          —Lo quería mucho —dijo la guardesa con la mirada fija en la drahthaar, a la que habían descubierto por la mañana con las barbas ensangrentadas y varias plumas en el pelo, removiendo la cola con un candor casi blanco. El padre les dijo que no se preocupasen, que iba a conseguirles otro gallo y les pondría un cierre más seguro en el corral.
          En cuanto se fueron los guardeses, visiblemente más tranquilos, sobre todo ella, los padres le preguntaron al muchacho si sabía algo. Pero no supo qué decir. Se limitó a poner cara de extrañeza. A ti nunca te han gustado las gallinas, reconoció la madre. Había estado leyendo y ensayando, de un modo especial esa tercera persona que en Abillo sentía tan próxima, y que ahora, según voy terminando, me permite no saber nada, haber olvidado el instante en que las perritas me dejaron solo bajo la pérgola y la abeja posada en mi brazo me obligó a levantarme y con probabilidad también a asomarme al corral, donde la drahthaar no paraba de ladrar al gallo.

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