Instrucciones para no morir incinerado / Ronald G. Hernández Campos

I.

Bienvenido. Siempre llegue temprano a la biblioteca. Si no se justifica su retraso con su grabación ocular puede ser sancionado, o incluso hallado culpable de sospecha de traición. No lo olvide. Últimamente todos los ministerios, registros y tribunales se han convertido en bibliotecas o enormes archivos. Después de sobrevivir a la Gran Guerra todos hacemos labor de clasificar y destruir información, o bien, reescribirla. ¿Por qué? No debería preguntar, ya lo sabe. No hay necesidad de saber más de lo que el Alto Mando le ha ordenado que sepa. Señor Víctor, esperamos que se aboque a sobrevivir y perpetuar el legado del Alto Mando, como lo dice la consigna de éste.
Apéguese a las órdenes programadas en su chip de memoria; no intente pensar más allá de lo que no se le ha pedido en su programación matutina. Muchos cometen el error de analizar lo que deben hacer. Sólo debe seguir sus instrucciones. El chip de memoria registra sus pensamientos y los envía a los satélites del Alto Mando. Si piensa demasiado sus órdenes, el chip enviará la orden de que su cuerpo sea incinerado en el acto.
Todos los días, una vez que ha llegado a las oficinas centrales de su despacho, por medio del brazalete de control, conéctese a la red de su departamento de incineración de la Biblioteca Nacional y no se guarde libros, facsímiles ni ninguna información desclasificada. Recuerde que, si es bibliotecario, debe leer, clasificar y catalogar todo lo que será vuelto a escribir; todo material escrito anterior a la época de la Tercera Gran Guerra.

II.
El día que desperté, asumo que luego de la Gran Guerra (no sé, a ciencia cierta), todo había terminado ya, o al menos lo que yo recordaba. No había nada que yo reconociera. Desperté en una especie de clínica-laboratorio, con un montón de personas aún dormidas en lo que parecían ser cápsulas; yo siempre he creído que eran ataúdes. Lo primero que escuché cuando desperté fue una especie de alarmas. Tenía varios cables y pulsos eléctricos atados al cuerpo. Los que parecían ser doctores, enfermeras y asistentes se acercaron a mí con sus bitácoras. Estable, pulso normal, no presenta daño cerebral. No hay anomalías, funciones neuronales estables. Todo en orden, está listo, funciona. Palabras sin sentido para mí.
—¿Puede hablar, puede entenderme? —me dijo una muchacha con bata blanca, lentes, cabello castaño, que fue la única que se quedó del grupo que vino a verme.
—¿Ganamos? —fue lo que me salió de inmediato.
—¿Quiénes?
—Nosotros… ¿Ganamos la guerra?
—¡Ah, la guerra! El Alto Mando ahora está a cargo de los satélites, de los chips de memoria y de las operaciones de limpieza, catalogación, desclasificación y reescritura de la información.
—Pero ¿qué pasó con los demás países, las armas de destrucción masiva?
—Señor Víctor, nadie recuerda ya eso. A ustedes se les irá explicando conforme el Alto Mando los requiera para sus nuevas labores como los bibliotecólogos del Estado. Espere unos instantes a que se active del todo su chip de memoria con las indicaciones.
—¿Qué debo esperar? ¿Que se active qué?
Un dolor de cabeza intenso; mi cabeza arde por dentro; en el sitio de la nuca siento como si me fuera a explotar algo. No logro contenerme. Lo que asumo que ha estado alimentándome hasta mi despertar ya salió por ambos lados. Vomito. Grito de dolor; la mujer frente a mí, por lo que alcanzo a ver, sólo se limita a escribir en su bitácora y al parecer graba lo que ve con un aparato que no reconozco bien. El dolor va cesando, la sensación de ardor se normaliza.
—¿Se encuentra bien, señor Víctor? —es lo único que a la mujer se le ocurre preguntarme. No logro contestarle nada, tengo la boca entumecida, adolorida; asiento con la cabeza. Ella prosigue:
—Todo está dentro del rango de lo normal. No se preocupe y, más que todo, no piense cosas innecesarias. Cuando escuche en su cabeza y vea en su ojo derecho sus instrucciones, diríjase a la biblioteca que le corresponde para su asignación de labores. Evite pensar más de lo necesario, o será incinerado de inmediato.

III.
—Utilice los escáneres de mano del brazalete de control para leer los documentos y libros en su despacho. Sólo gire la muñeca frente a la página que deba leer. De inmediato se cargará la información del texto. El chip de memoria le indicará qué debe hacer con cada libro y documento analizados. Sólo hay tres opciones, para lo cual tiene tres ventanillas frente a su escritorio. Cada ventanilla antecede a una banda transportadora. Destruir, archivar, reescribir. Casi nada se archiva. El chip no le dará esta opción más que en uno de cada cien documentos. Es algo casi imposible. ¿La razón? No es algo que le corresponda saber, señor Víctor.
No debe guardar ninguno de estos libros, documentos o facsímiles. Incluso debe escanear objetos que encuentre en su despacho. Todo documento que sea sustraído de los despachos de la biblioteca, y que además sea leído con la vista y no con el escáner, significará una sentencia de muerte para el funcionario. ¿Por qué? No necesita saberlo, es una muestra de alta traición. Sí, señor. Es todo lo que debe saber. Debe apegarse al itinerario, ya que constantemente se están sacando nuevos embarques de documentos.
Debe recordar que si encuentra documentos u objetos que no están incluidos en su catálogo, tiene que reportarlos y un inspector general de la biblioteca llegará a inventariarlo. Como comprenderá, señor Víctor, está siendo vigilado tanto por su chip de memoria, gps, como por las múltiples cámaras que hay dentro del edificio de la biblioteca. La libertad vigilada es otra de las consignas del Alto Mando que usted debe custodiar.

IV.
Yo nunca esperé terminar mis días encerrado en una biblioteca. He podido encontrar documentos que recuerdo que se usaban en la época en la que la Gran Guerra estalló. Todo es muy confuso. Periódicos que deben ser borrados de la historia. Libros que en otro tiempo se consideraron reliquias, clasificados, reescritos, o vueltos nada. Papeles que correspondían al régimen democrático de entonces, o al menos eso recuerdo vagamente. Nunca entendí bien qué era nuestro pueblo con exactitud. El hombre que nos usó como su ejército hoy es conocido con otro nombre y forma parte del Alto Mando. No sé cuándo se acabó la guerra, ni qué ocurrió. El mundo que conocí se acabó aproximadamente hace cincuenta años (estoy en el siglo xxiii).
Ver los papeles que utilizábamos en mi entonces no es más alentador que escanearlos y que mi cerebro recomiende destruirlos o reescribirlos. Nombres de personas, borrados de la historia. Personas que nunca existieron, creadas para alguna función heroica o de mártir. En mi cerebro sólo escucho y veo las palabras destruir, reescribir. No he visto conservar. Llevo aquí apenas un par de días, desde que desperté. De todo lo que he escaneado, sólo hay un libro que me llamó la atención, pero es de una época muy anterior a la Gran Guerra.
Yo no sé de cuándo pudo haber sido, ya que yo nací un siglo después, según puedo ver en la ficha de catalogación. Aunque el escáner lo reconoció de inmediato y me desplegó información y la orden de esperar a un inspector general, no ha venido nadie a buscarlo para reclasificación y saber qué hacer con él. Puedo sentir calentarse mi nuca: el chip debe deestar analizando el hecho de que estoy pensando en abrir el libro. Sé que es mi sentencia de muerte, pero luego de ser instruido en las consignas del Alto Mando, comprendí que desde que fui despertado de la cápsula ya estaba anulado.

V.
—No, señor. Una vez que usted es asignado como bibliotecólogo su programación no puede cambiar. Tampoco es posible, señor Víctor. Usted, como los demás funcionarios, vive en el subsótano del despacho de su biblioteca. Sí, señor: una vez al mes puede salir de aquí. Jamás, nunca debe volver a preguntarlo, ya que se coloca en una posición comprometedora, y no debo repetir lo que usted me acaba de referir. Está prohibido, señor Víctor, que vuelva a preguntar por información sobre lo que pasó durante y después de la Tercera Gran Guerra… No, no debe guiñar el ojo derecho.
El funcionario que me entrenaba dejó caer un papel cuando siguió su camino al despacho y me dejó en el mío con el montón de libros, papeles y objetos de épocas pasadas; muy probablemente lo escribió en algún momento mientras me daba todas las indicaciones de mi asignación de labores. Todo el tiempo tuvo una bitácora y un libro en sus manos. De vez en cuando, no lo noté, escribía cosas cuando yo le hacía preguntas, y al parecer en una parte de algún libro que ya ha sido destruido… al igual que mi instructor. Como pude, leí sólo con el ojo derecho.

«Limítese a entender que usted y yo sólo somos un vestigio del pasado puesto en funcionamiento por un capricho del Alto Mando… Todos los que usted conoció, que fueron soldados, que formaron parte de la revolución que involucró al mundo entero, ya fueron reubicados, utilizados, muchos ya fueron convertidos en cenizas como estos libros y papeles… lo que yo recuerdo, lo que usted recuerda, muy probablemente sea una mentira. No sé la razón por la que despertamos, si se supone que nosotros no existimos. Estamos muertos… pude burlar el chip, el sobrecalentamiento de la parte del bulbo raquídeo, creo que nuestros antepasados lo llamaron así… nos utilizan para borrar la historia… para arreglar lo que hicieron… para que los sobrevivientes y la nueva cúpula del Alto Mando se perpetúen hasta el fin de los tiempos… no hay escapatoria: ya estamos muertos. El chip. Los escáneres. El brazalete y la red. Todo se dirige a los satélites. Nadie está a salvo. Todos podemos ser encontrados. No se puede huir de los inspectores generales. Cuando encuentre algo que no está catalogado, considérese hombre muerto… destruya esto antes de que se active la alarma… y siga la labor que se le ordenó… esta página era de una revista que contaba por qué los líderes del Alto Mando provocaron la última Gran Guerra y, cuando por fin utilizaron los motores de plasma para crear armas aun más poderosas de lo imaginable, destruyeron a todas las potencias que se les opusieron… nosotros somos un resabio del pasado, porque somos cuerpos de soldados congelados y utilizados como recipientes vacíos, con mentes borradas… nadie sabe que existimos y que hacemos el trabajo sucio de los líderes: dejar de recordar que destruyeron al mundo con el mismo capricho con el que hicieron uno nuevo para lograr que…».

Mi instructor no fue muy comunicativo. No terminó su relato. Lo entendí todo. La comunicación del chip con la red, con el satélite, se interrumpe brevemente cuando se cierra el ojo derecho. No comprendí mucho de lo que decía su nota, pero sabía que no había mucho tiempo. El libro que encontré, el haber cerrado el ojo derecho por tanto tiempo. Pronto vendrían por mí. Decidí cerrar la entrada y leer, en el poco tiempo que me quedaba. De todas maneras, como mi instructor, yo ya estoy muerto. Nadie nunca sabrá que en realidad existí. Ni siquiera sé con certeza que me llamo Víctor.
El libro es de un tipo de papel que se dejó de fabricar en el siglo xxi. Está escrito en caracteres de una antigua lengua que se enseñó incluso en tiempos de la Gran Guerra, cuando todavía se podía hablar de las diferentes potencias mundiales, hoy sólo sectores del 1 al 5, gobernados por el Alto Mando, quienes además, según lo que he podido ojear, con armas y motores a base de plasma lograron dominar en menos de cinco años el mundo entero, derretir los polos y ahogar a las tres cuartas partes de la población; el objetivo real era…

Epílogo
—El objetivo fue eliminado. Incinerado, junto con el libro. Sí, señora. Otro experimento fallido. Será reemplazado por el siguiente experimento. Esperen a que la próxima cápsula reanime al siguiente —dijo uno de los inspectores generales de la Biblioteca Nacional que entró sin ningún esfuerzo al lugar donde se escondía Víctor.
Por el intercomunicador del brazalete de control, la mujer de pelo castaño, lentes y bata blanca se lamentaba. El proyecto de reanimación de soldados sería cancelado. Incinerar a los restantes y empezar de cero. Órdenes del Alto Mando.

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