Hambre / Salar Abdoh

La ciudad es alimento. En ese entonces yo tenía quince años y siempre tenía hambre. En una ocasión, estaba matando el tiempo en el Astro Burger de West Hollywood, en Los Ángeles. Sentado, miraba a los americanos atiborrarse de hamburguesas y papas a la francesa. Llevaba varios días sin dormir. A principios del mes, unos rockeros punk que yo conocía encontraron un hotel abandonado en Sunset Boulevard y me dijeron que podía tomar una habitación. El edificio estaba deshecho por dentro y era enorme, había visto sus mejores días quizás hacía medio siglo, durante la época dorada de Hollywood. Ahora era como el fantasma de una novia cuyo pretendiente olvidó ir a la boda. Un lugar oscuro, deprimente, donde un asesinato tardaría meses en ser descubierto. Antes de que los dueños de la propiedad nos localizaran y nos corrieran de ahí, pude dormir de manera más o menos decente durante dos buenas semanas en un cuarto con una cantidad soportable de escombro, cerca del hueco de un elevador. Mi canto del cisne para el hotel fue tirar una botella desde la azotea justo hacia el tráfico de Sunset Boulevard de noche. Ahora que lo pienso, pude haber matado a alguien con esa botella, y no fue la primera ni la última vez que rondé la violencia en busca de atención.

          Era el inicio de los años ochenta. En Irán había guerra. Nuestro padre había muerto de una embolia hacía seis meses y de repente mis hermanos y yo nos vimos solos en las calles de Estados Unidos. Yo había dejado de ir a la escuela.
          La ciudad también es refugio. Y si no tienes ninguna de estas dos cosas, alimento y refugio, entonces estás y no estás en la ciudad. Estás en un espacio liminar, una tierra de nadie donde eres visible e invisible. Eres un indigente. No te has cambiado de ropa en semanas y no hueles bien. Pero tienes quince años y no piensas mucho en eso. A los quince eres invencible. Como me sentía ese día en el Astro Burger. Hambriento y soñoliento siempre desde que habíamos sido expulsados del hotel, pero todavía esperando que mi suerte cambiara. La suerte llegó, en apariencia, con la forma de un hombre grueso de cincuenta y tantos años que se paró junto a mí sonriendo. «Se me hace que quieres una de esas hamburguesas » , señaló. «¿Te invito a comer? ». Claro, ¿por qué no? , pensé. En esos días cualquiera podía invitarme a comer. Una hora más tarde, cuando el mismo hombre —que tenía una fotografía de su esposa y su hija en la repisa de la chimenea en su departamento en el Valle de San Fernando— me perseguía alrededor de la mesa del comedor, yo vagamente pensaba: ¡Estúpido idiota! ¿Por qué le aceptaste la comida? ¿Y por qué demonios tenías que estar de acuerdo en venir a su casa para que pudiera enseñarte su colección de cañas de pescar? Estaba asustado, pero tenía que mantener mi postura; dije: «No puedes alcanzarme. Soy más rápido que tú. Podrías abrir la puerta y dejarme salir » . Finalmente lo hizo. Estaba sin aliento y vencido, no por mi intrepidez, sino por no tener condición física. Me reí en su cara antes de cerrar la puerta detrás de mí. Era una risa nerviosa. Había esquivado una bala.
          Hubo muchas balas que por poco me dieron en aquellos días. La ciudad era peligro. Era la llamada selva de la que la gente habla con frecuencia, pero que la mayoría nunca ha experimentado realmente. Una vez me detuvieron, de madrugada, en una redada policiaca de rutina contra rockeros punk en un puesto de comida llamado Oki Dogs, enfrente del Astro Burger. En la comisaría, todos los demás muchachos pudieron hacer la llamada a sus padres para que vinieran a sacarlos. ¿A quién podía hablarle yo? ¿A mi hermano Reza, que era apenas dos años mayor? Al siguiente día, en la correccional de menores, una pandilla de diez mexicanos avanzó amenazadoramente hacia mí. Uno de ellos me dijo: «No tengo cinturón para mis pantalones. Tú sí. Dame tu cinturón » . Estábamos en el patio con varios cientos de tipos duros que esperaban a que sus casos fueran procesados. No había espacio ni rincón al que pudiera correr. Perdería esta pelea contra diez pandilleros latinos. Les di mi cinturón. Y, cuando lo hice, supe que llevaba las de perder en esa cárcel. Lo siguiente que me obligarían a hacer sería ponerme a gatas para lamer sus botas. Pero, como dije, la cárcel estaba atestada y yo no había hecho nada excepto ser levantado en una redada policiaca de rutina. Me dejaron salir. Esta vez, parado afuera de la cárcel en el centro de Los Ángeles, pensé: No fue una bala lo que acabas de esquivar, Salar, fue un cuchillo. Y era de verdad.

Los Ángeles era cruel y caliente. No era realmente una selva; era un desierto con lotes de autos y sueños sin sentido. Había visto a otros iraníes, todos exiliados recientes, que trataban de abrirse camino en el nuevo país. Todos con prisa por restablecerse y hacerse ricos. No tenía nada que ver con ellos; nunca hablaba farsi por entonces. Pero para mantenerme del lado bueno de los punks, fingía el acento británico y pretendía que era del suroeste de Inglaterra. Tenía lista una narración completa sobre eso, porque las narraciones, sentía yo instintivamente incluso en ese entonces, te dan la sensación de plenitud, especialmente en una temporada en la que nada en tu vida es pleno. Conforme pasaron los meses caí en la cárcel algunas veces más. Una pelea callejera por aquí, un cargo por armas menores por allá. Aunque ninguno de estos delitos era lo suficientemente serio para mantenerme dentro más allá de unos cuantos días. En la cárcel por lo menos te alimentaban. Aunque ésa no era una razón lo bastante buena para permanecer adentro. Mientras que afuera la vida era principalmente mirar el mundo desde la parte pobre de un escaparate resplandeciente; Estados Unidos, en el fondo, era un aparador donde yo no podía alcanzar lo que estaba del otro lado. Me habían abandonado y no poseía todavía un lenguaje que me permitiera negociar mi ingreso. Así que traté de corregirme, convertirme en una mejor persona, por así decirlo. Una manera de hacerlo, pensaba, era irme de Los Ángeles, el lugar que tanto daño me había hecho.

A los dieciséis, entonces, me encontré en la ciudad de Nueva York. Mi otro hermano, Sadar, que era un año menor y a quien siempre le decía Sid, vino conmigo. Los dos nos cuidaríamos las espaldas. Nos habíamos convertido en rudos niños de la calle, y Sid era mucho más duro que yo. Podía defenderse de prácticamente cualquiera. Nunca hubiera entregado su cinturón en ese pabellón juvenil.

Afortunadamente, Nueva York, a diferencia de Los Ángeles, no era un desierto. Pero hacía un maldito frío ese invierno. Ahora, sin embargo, Sid y yo sabíamos hacerla un poco mejor en Estados Unidos. Conseguimos trabajo. Empleos de bajo nivel, la mayoría en restaurantes, para traer algo de dinero en los bolsillos. En las noches nos quedábamos en refugios de indigentes para muchachos de nuestra edad. Estos lugares eran algo entre una barraca del ejército, un internado escolar y una cárcel. Pero no eran nada de eso. Eran lugares de transición para gente en transición como nosotros. En un refugio del East Village donde dormí por un tiempo, el guardia irrumpía en nuestro dormitorio a las seis de la mañana y gritaba: «¡Salgan de sus cunas, salgan de sus cunas!». Nuestras cunas eran simplemente dos hileras de catres para veinte muchachos, y nuestras posesiones eran las telas en nuestras espaldas. No teníamos nada y lo queríamos todo. Teníamos hambre. Nos daban de desayunar. Y luego salíamos para adentrarnos en el día de Nueva York todavía con mucho apetito en los ojos.

Tanto ha pasado desde entonces. Durante un tiempo estuve resentido con un mundo que, yo pensaba, nos había lanzado a mí y a mis hermanos a los perros. De cualquier manera, terminé yendo a la escuela nocturna, luego a la universidad, luego viajé por el mundo y viví algunos años en Teherán, donde me enamoré de una ciudad que nunca ha tratado de seducirme. Finalmente, en cierto momento, regresé no a Los Ángeles, sino a Nueva York, a Manhattan, ya no intimidado por esa isla y ni siquiera muy impresionado por sus modales insulares y, por lo tanto, provincianos. Año tras año vi escritores y artistas y actores y cineastas y poetas y hombres y mujeres de todas las tendencias atravesar sus portales con efervescente entusiasmo y sueños de éxito y fama sólo para todavía estar trabajando en empleos sin esperanza ni salida una década después, luego dos décadas después, antes de regresar corriendo a sus ciudades de origen con la cola entre las patas. Nada puede exponer más la cruel realidad de una ciudad superior como Nueva York que el fracaso personal. La primera vez que me fui de Nueva York (sin cumplir siquiera los diecisiete años) sentí que yo también había fracasado. La ciudad me había dejado exhausto, me había agotado. En ese entonces yo no sabía que aún quedaba mucho tiempo para fracasar y volver a fracasar, en la vida, el amor, el arte y, más que nada, en el estar satisfecho. Recuerdo esos dos últimos días en Nueva York con sólo dos boletos de autobús a California en el bolsillo. Ni siquiera quería regresar ya a esos refugios de indigentes. Y para vengarme de la dura ciudad decidí que nos meteríamos a restaurantes (similares a los lugares en los que había trabajado durante un año), pediríamos los platillos que nos gustaran, comeríamos, y simplemente huiríamos sin pagar. La primera vez que hicimos esto, se sintió la euforia. La segunda vez yo tenía mis dudas, y la carrera desbocada después de todo lo que comimos me provocó retortijones. Después de la tercera vez, supe que ya no lo haría nunca más. Tenía que aplacar mi hambre, y también el enojo por mi hambre, de otra manera. Tenía que aprender que el balance del mundo, o al menos de mi mundo, no llegaría si me andaba con medias tintas; tenía que aprender que mañana tendría hambre otra vez, y otra vez. Sin embargo, resolver esto me llevó un tiempo (y hasta la fecha aún sigo tratando de resolver las cosas), pero pienso que quizás, tan sólo quizás, di mi primer paso tentativo para convertirme en escritor —alguien que se inclina más por la perspicacia que por reaccionar con ira ciega a la injusticia del mundo— cuando vi esa famosa y evanescente línea del horizonte de Nueva York en un autobús con rumbo a California al que le tomaría cuatro días llegar a su destino. Sería un viaje continental en el que tenía mucho tiempo en mis manos y no más de dos dólares conmigo. Estoy tentado a decir que el hambre de esos cuatro días no significó nada. Pero sí significó. Era aguda al principio y luego lentamente comenzó a desvanecerse. Como si estuviera ayunando. Y esperando. Hay algo de sagrado en el hecho de cubrir distancias tan vastas y deshabitadas, y doblemente si se hace con el estómago vacío. Es un tipo particular de muerte, realmente. A pesar de todo, si te las arreglas para salir del otro lado, existe la posibilidad de que una ciudad te espere en algún lugar, quizás ni siquiera una ciudad particularmente bonita o especialmente agradable, ni un lugar que calmará las muchas dolorosas hambres y decepciones que has conocido a lo largo de tu vida… y sin embargo, después de todo lo dicho y hecho, una ciudad cuyos contornos, tosquedad y vulgaridad ocasional son exactamente los de la amante que siempre has anhelado conocer.

Traducción del inglés de Víctor Ortiz Partida

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