Abrazad, mexicanos, el temor / Mito Reyes

2  VII Concurso Literario Luvina Joven

Abrazad, mexicanos, el temor / Mito Reyes

Ante el vendaval de noticias aciagas, especulaciones y regodeos —que nunca faltan. Entre la indignación colectiva reciente, ha habido un llamado que enarbola al español como bandera de resistencia. La elección me ha parecido por demás curiosa. Hablar del español como gesto de resistencia, en este país, es una risotada irónica del destino, o mejor dicho, de la historia. En el mismo México que ha intentado, por diseño, asesinar sistemáticamente todos los idiomas distintos al español, con un altísimo grado de éxito en su empresa. Pero veo en esta paradoja una oportunidad. Creo que los mexicanos pueden tener una probada de lo que han sentido nuestros pueblos, lo que hemos sentido cada uno de los descendientes de las naciones mesoamericanas (contimás los que no hablamos nuestra lengua como nos gustaría), cuando el mero uso de nuestro idioma, la simple acción de existir, se convierte en un acto de rebeldía. Parece algo romántico, motivo de alguna edda o epopeya medieval, el momento en que aquello que te define es proscrito, cuando la misma sustancia que nos conforma se convierte en obstáculo para alguien más. Pero no lo es. Ese momento es en realidad horrorizante, no hay nada poético en ello, como los mexicanos —de mi generación— con suerte pueden ahora comprobar. Acaso probando el sabor aciago de la exclusión, de la amenaza y del terror puedan llegar a sensibilizarse.
          Para esclarecer aún más el sentimiento, es prudente una analogía, producto también de la experiencia. Cuando alguien que goza de una condición física en mayor o menor medida sana emite opiniones, o peor aún, sentencias acerca del dolor físico —el de verdad, el que no tiene fin ni descanso—, o mejor dicho, de la manera en que éste debe vivirse —pues de eso se trata, de vivir el dolor—, en esas ocasiones me digo lo mismo: ojalá ellos viviesen el dolor, aunque sea una semana, quizá así puedan aprender a condolerse.
          Rememoro a los autores que me han conmovido —amén de aquellos que me han embelesado, impresionado o divertido—, aquellos que realmente han tocado mi alma con la suya —y con ello me han cimbrado—, son los que han logrado extrapolarme su dolor y me han enseñado acerca del sufrimiento: el propio, el de su pueblo o del padecer humano sin fronteras. Cuando he mirado su dolor con los ojos del mío, siento que las letras —suyas y mías al mismo tiempo— han logrado su encomienda: la de comunicar a través del tiempo y el espacio, y por consecuencia, la de condoler.
          A modo de homenaje y para dar crédito a quienes han formado mi manera de vivir el dolor (nuestro dolor), quiero mencionar a tres de aquellos que no han acompañado su sensibilidad con una voluntad inquebrantable (que dicen que existe, pero yo no he visto): autores que me han tocado el alma, hablándome desde los abismos, de los que no lograron volver y prefirieron, ante la horripilancia del sufrimiento en soledad, agendar la muerte. A José María Arguedas y su alma escindida desde niño; Horacio Quiroga, que pintó de color pena el paisaje rural de Misiones; y a Manuel Acuña, de quien me habló Arreola. Probablemente ellos, y otras naturalezas que no encontraron consuelo, tuvieron en algún momento el mismo deseo patético de trasladar a otros el dolor: nomás para que vieran lo que se siente.
          Pienso que el hermanamiento que sólo se da mediante la crónica de la estadía en las habitaciones del dolor humano a través de la descripción de los avatares del trayecto, de la desazón, del abandono, es el único remedio ante la soledad y la lejanía inherente a toda otredad. No creo —lo digo con desesperanza, pero sin desesperación— que exista otro modo de hermanar a los llamados prójimos, más que mediante el arrostro de un padecer común. No hay humanidad más allá de un abrazo entre desamparados. Aunque sin esperanza y certezas espirituales, creo hoy, fervientemente, en el abrazo (como Sicilia). Creo con firmeza que la condolencia, el consuelo mutuo que se pueden dar entre sí dos desarrapados, es la respuesta al sufrimiento humano. Desgraciadamente, confirmo también que para que se dé tal acercamiento entrambas almas, las dos deben conocer el dolor: el mismo dolor, de ser posible. Los mexicanos deben padecer eso que hemos padecido nosotros, para poder estar en posición de abrazarnos. Los «sanos» que no han conocido el transcurrir de la existencia, cuando ésta punza, seguirán conservando, desdeñosos, la distancia prudente que su sentido común (o educación, en el caso de los «profesionales» de la salud) les manda mantener ante el dolor, en tanto no lo enfrenten dentro de sí mismos, entre las comidas de cada día.
          El Museo del Holocausto en Berlín es una de las experiencias más duras que puede alguien emprender. El principio es sencillo: los muertos no son los millones de asesinados por el régimen nazi, sino cada uno de ellos. Se muestran los nombres, fotos, cartas, diarios, artículos personales, audios y cualquier objeto que dé cuenta de la dimensión personal de la tragedia, de la experiencia singular del horror. Así también, el padecer de los indígenas por la privación del idioma es el dolor de cada comunidad, la tragedia de mi propio pueblo. Son los reglazos propinados sistemáticamente a mis abuelos en las escuelas rurales por hablar mixe. La ganancia perdida de don Juan con los acaparadores de café. La espalda de tío Chano cargando las maletas de los misioneros. Las violaciones del ejército mexicano a las mujeres de Juquila. El bullying a mis sobrinos. También lo son los chistes de inditos, el «pata rajada» citadino, y la diáspora de los yaquis.
          Por eso digo: si el temor mexicano al enemigo anglosajón pudiera conmoverlos… ¡ojalá que vivan el miedo por mucho tiempo!

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