El fin del ruido / Eduardo Padilla

 

—¿Qué o quién parecía prometer y se ha frustrado?
      —Todos. El que no se frustra es el ruido. Está borrando a la realidad.
      Se ha apoderado del universo.
      —¿De qué y de quién hablaremos dentro de 25 años?
      —De nadie. Para los que sigan entonces el ruido no les dejará oír nada.
      Sólo oirán ruido. Ruido cósmico. Ruido hasta en el vacío.

Fernando Vallejo,
      en entrevista con El País

 

¿De qué sirve elegir, si al final todo es ruido?
      Yo antes veía dos o tres temas frente a mí, bailando alrededor del fuego. Los temas cambiaban de forma y tamaño: vicisitudes para colorear diarios.
      Y mientras ellos peleaban, el ruido iba en aumento.

El ruido es la nube de moscas que tapa tus ventanas.
      Tu música es grabada en cinta magnética y guardada en una bodega. La bodega te guarda como una serie de sonidos organizados en sentidos y sistemas.
      El ruido, por otro lado, es sólo ruido. Un mar de pelusa donde antes era un palacio. Un vertedero vibratorio. Las células de cáncer que desfiguran tu retrato.
      El ruido es Leatherface y nosotros somos su colección de huesos. Nuestra vida es el día de campo que salió mal y fue abandonado cuando se acabó el combustible. Dejamos nuestras maletas en un motel de baja entropía. Un motel-experimento montado en una cama de arena. El tiempo corre en un solo sentido y yo escribo sobre un solo tema. El caminito conduce a la granja de los muertos. Un lugar de alta entropía. La puerta se cierra tras de ti. Das media vuelta y topas con puerta de metal. ¿Dónde quedó la salida? El verdugo te agarra distraído —el ruido crece y escribe su único tema.
       El motel se queda con tus cosas.  

Quién fuera Henry Thoreau para nunca tener que escribir sobre el ruido. Yo nací en ciudades y ya me veo muerto en ellas. Mi vecino era de España hasta que murió de un infarto; mi vecino es hoy del lugar a donde las compañías mandan las cintas que ya nadie escucha. Fue amable conmigo cuando yo era niño, pero fui malagradecido al crecer. El ruido que salía de mi cuarto golpeaba directo contra su ventana. Yo sabía que él sufría, pero mi ruido tenía que sonar. Era imperativo hacer ruido. Mi relación con el mundo no podía ser de otra forma.
      El vecindario decía que ese hombre odiaba a su esposa y así se explicó lo tétrico que había llegado a ser su rostro. Una mueca de cuero que ni siquiera los guardias podían mirar de frente. Sin embargo, nadie habló sobre el ruido. Y no era yo su único apóstol. Estaba en todas partes.
      A mi vecino lo mató el ruido, aunque primero lo desfiguró. Una mueca amarga. Una juventud dedicada a la producción de un ruido amoroso desemboca en una vejez destinada a la percepción de un ruido crudo y sin tregua. Las palabras te abandonan. La resbaladilla y el columpio ya no requieren de tus servicios.
      El ruido se queda con tus huesos.

Hay ruido en la calle ahora mismo. Durante el día la calle se mueve y las construcciones avanzan. La baja entropía se defiende contra la alta. El combate se suma al ruido del mundo. Durante la noche son los perros que ladran de rabia y un pulso, un intervalo punzante. La casa del vecino está vacía pues nadie ha querido comprarla. Y él, muerto, se ha olvidado de desactivar la alarma. Aunque podría ser que el muerto se ha acordado de encenderla. Ha intuido el infarto y la ha programado como un castigo. La gota de agua en mi oído. Odio a cuentagotas. Una venganza en miniatura, fraccionada en innumerables instancias. Un pequeño palacio de justicia hecho en la playa, con granitos de arena que hacen bip cada diez segundos.
      Así que debo usar el ruido como defensa. Dedicarme a la alta entropía y que sus olas rompan contra las calles de un orden trazado en mi contra. Si cierro la ventana y dejo que el ruido corra libre debe entenderse que me refiero a otra clase de ruido. El buen ruido. Aquel que me purga y se deja conducir por mi mano; que restalla contra mis enemigos; que me enciende la mecha, digamos, y luego cambia mis sábanas. Ya que no hay tregua debo cuidar mis males.
      Y pienso que tal vez, en el fondo, siempre ha sido así. Que nunca he estado a la ofensiva y que mi uso del ruido siempre ha sido una defensa improvisada contra el ruido. Contra el ruido de los demás, quiero decir, contra el ruido del mundo.
      No se puede escribir en silencio porque eso ya fue; tampoco se puede escribir a la merced del mundo y del fragor del vecindario. ¿Qué se puede hacer? Se puede hacer ruido. Es imperativo hacer ruido.
      El buen ruido me envuelve cuando busco un nombre perdido en la historia. Busco el método de un rey que se administraba pequeñas dosis de veneno para desarrollar sus defensas. Se sabía asediado por todos. Una ruidosa empalada quería arrancarle el trono.
      Mitrídates VI y el ruido. El mitridato, la mueca amarga, el antídoto contra el ruido.

No puedo hablar del ruido sin pensar en Tobe Hooper haciendo fila en la sección de herramientas de una tienda departamental en Lubbock, Texas. Cuenta Hooper que el lugar estaba abarrotado y la multitud lo oprimía. Tobe quería salir de ahí. El destino es un gran facilitador cuando se trata de vender armas; Hooper observó un exhibidor con motosierras y la idea lo golpeó de frente: «Yo sé cómo salir rápido de aquí». En diez segundos vio el esqueleto y los elementos centrales de su obra. Los chicos, el aislamiento, la falta de combustible. El rumor ominoso que va creciendo hasta niveles insoportables, la anticipación del colapso. El ruido cósmico de la motosierra.
      Los terrores de mi infancia —dice Hooper— se guardan en mi mente como armónicos. Ahí quedan vibrando en aislamiento, hasta que se unen unos con otros y producen un nuevo tono. Y eso realmente abre la puerta a una nueva dimensión.
      La dimensión del ruido, descrita por un experto. The Texas ChainsawMassacre es una de tres películas que conozco que exploran a fondo la naturaleza subjetiva del ruido —el ruido como catástrofe psíquica— y que buscan entender su fin.
      Pero en un universo entrópico ¿cuál podría ser el fin del ruido? ¿La conquista del espacio? Un ruido que busca hacer más ruido y penetrar en todo. Audaz, en busca de un lugar donde ningún ruido ha estado antes. No habría misterio en ello. Sólo habría ruido.
      El fin del ruido, por otro lado, el final de su reinado. ¿Sería audible? ¿Podría alguno de ustedes llegar tan lejos? ¿Hasta la expansión final del ruido? ¿Hasta su disolución en un estado de perfecta indolencia? ¿Un apagón total? ¿Un nuevo armisticio?
      Acaso uno de ustedes será el Buda Cosmonauta; Buda de la aceleradísima dilatación del cosmos y el naufragio de todos los sistemas; Buda al final del ruido, cruzado de piernas en la oscuridad rotunda.

Y el zumbido de su conciencia me hará temblar y caer de la cama.

            Inaudible para Dios, que duerme con tapones.

      Junto a Ven y mira, de Elem Klímov y Cabeza borradora, de David Lynch.

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