Falsa memoria / Zel Cabrera

Decir que algo es falso o verdadero,

no importa  —no demasiado—
lo importante es la intención,
lo importante es decirlo,
aunque lo digas mal
repetir algo hasta que sale bien,
ensayar la palabra como cuando
aprendí a hablar y dije «mamá »
y la repetí por toda la casa,
descifrando mi origen,
dándole peso a las palabras
como ahora la memoria se reconfigura
al intentar ponerle un orden a las fechas,
a las anécdotas, no fallar en esta narración,
en este cúmulo de datos biográficos,
en esta fotografía familiar.

Decir por ejemplo que tengo cinco tías,
siete primas y una abuela,
decir que fueron viudas, solteronas,
mujeres que trabajaron.

Darle sus nombres al pasado,
     alimentarlo,
     repartirlo en alientos,
     en oraciones que conformen
     las que fuimos,
     las que somos.

En esta memoria caben todas las fotos viejas,
las anécdotas de mis tías,
sus miedos, los míos,
la jacaranda que mi bisabuela les regaló a sus hijas
y que ellas sembraron en medio del patio.
Aquí empieza la vida, les dijo, aquí empiezan ustedes.
Y poco a poco la vida se les fue desmadejando
como un carrete de hilo
que se extiende por los años hasta llegar a mis venas.

Palpo el hilo y palpo la costura,
transparente, impregnada de sudor,
noches en vela, calores, menopausia,
lágrimas, muerte.

Palpo el hilo,
juego a enredarlo con un mechón de mi cabello,
recuerdo que mi abuela era rubia
y tenía muchos lunares en la espalda
como un helado con chispas.
Mi abuela era un postre de grosella,
era fácil amar su generosidad
más allá del dolor o la pobreza,
pues donde comían dos,
comían tres o cinco o todos.
Dulce como las pasitas,
uno la podía amar con todos los dientes.
Quiero decir, era muy fácil amar a mi abuela;
su dulzura de pan de caja
y polvorones recién horneados
para día de muertos.

 

Palpo el hilo deshilachado,
el hilo de la sangre,
esta vez pienso en Oralia,
la joven del retrato sepia,
     con la sangre vieja.
Quiero decir: la tía de la leucemia.
La tía que murió en Los Ángeles,
que estuvo veinte días congelada
—la muerte poco entiende
de trámites migratorios,
de visas o boletos de avión.
La muerte entiende de adioses,
de despedidas, de pérdidas—

no es más que un hasta luego,
no es más que un simple adiós,
muy pronto allá en el cielo,
nos reunirá el Señor.

 

Palpar el hilo
     es palpar a mi tía,
nombrarla, mirar su retrato
colgante en la pared
y pensar en sus 27 años,
en su sangre.

«Oralia se iba a casar,
pero no le dio tiempo»
repiten mis tías
y miro las madejas
que ruedan por el suelo.

A los 27 años yo también me iba a casar,
pero una noche se rompió todo.
No, no fue el tiempo,
     no, no fue la muerte.
A mí me congelaron las palabras,
las maldiciones, los insultos.
Un hombre me sepultó con la palabra «puta»
en la frente, en el antebrazo,
en las mejillas, en la espalda,
en los tobillos:                puta, puta, puta puta,

como una sentencia
de puño y letra
que borro ahora
—como quitarse un anillo
     del dedo anular—
y correr para que no me alcance la muerte
para que no me alcance nunca más,
el amor de hombre infeliz,
hasta el tuétano.
No, que no me alcance
no,
que no,
no quiero
un matrimonio a la fuerza,
un compromiso conveniente.
Así no quiero estar casada,
no, no,
no quiero estar con un hombre
que me llame puta
y que me estruje la garganta,
porque está borracho
y olvidó su nombre
y quiere apagar el mío
como la muerte apagó a mi tía.
Retratar la memoria
y volverla a nombrar
     —¿quiénes somos?
     —¿para qué?
pero nombrar no basta,
nombrar es acostarse sobre la milpa,
sin recordar que antes de milpa fue
     semilla,
     tierra,
     agua.
Yo nombro a las mujeres,
     a las tías,
     a las viudas,
     a las primas,
     a mi abuela.

Me nombro,
     con su apellido,
     con sus historias,
     con lo que les duele.

 

Ellas son el árbol
de estas líneas,
hasta aquí la jacaranda crece,
extiende las raíces por debajo de nosotras.

La jacaranda se bifurca,
     en dos
     en tres,
     en cinco,
     en todas las que somos
     y ocupamos esta tierra,
     para crecer, para hacernos de un lugar propio.

Estoy de pie, enfrente de esa jacaranda
mirando lo alto que llegaron las ramas,
viendo florecer cada uno de los tallos.
—Esto no es falso,
     repito en voz alta,
—Esto no es falso,
     grito muy fuerte.

La falsedad es otra cosa,
es una falta de nombre exacto
en el que todas las cosas se olvidan.                     

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