Obras públicas / Daniel Saldaña París

1. La necesidad de mirar

En Madrid, donde el sistema de pensiones y el seguro de desempleo son instituciones hasta cierto punto eficientes y la mayoría de las calles están hechas a la medida del peatón y no del ego de sus gobernantes, los viejos pululan por las plazas durante todo el día, exceptuando, quizás, la hora de la siesta. Varias actividades los mantienen ocupados: hablar con las madres que vigilan a sus hijos en los parques, discutir con los meseros sobre si se estaba mejor con Franco, mirar libidinosamente a las extranjeras, mirar con sumo desprecio a los extranjeros y, mi favorita, observar durante horas la evolución de las obras públicas. Esta última costumbre, arraigada en el carácter castizo casi tanto como la brusquedad en el trato diario, me hizo convertirme, durante algunos meses, en un provisional etnólogo, espía descarado que observaba a los viejos observar.
    Se reunían, por ejemplo, en la Plaza del Ángel, ésa que en Piedra de sol pasa de tener mujeres cosiendo y cantando a exhibir «casas arrodilladas en el polvo». Ahora tenía también polvo en grandes cantidades, pero no por los bombardeos de alguna guerra sino por las obras destinadas a europeizar un poquito más la ciudad: calles peatonales en donde hubo orines, puestos de flores en donde hubo vagabundos, juegos de niños en donde hubo putas. Los viejos se juntaban desde temprano, después de haber desayunado su habitual carajillo con churros en el bar de siempre. Tras haber superado ese primer embate de la cotidianidad, sólo les quedaba vegetar frente a las Caterpillar y farfullar instrucciones a los obreros mexicanos. Como aquel que mirando un partido de futbol se identifica con el árbitro, los viejos miraban el eterno combate del hombre con la máquina y se soñaban, durante algunas horas, supervisores o maestros del trajín ajeno. Con la mirada perdida en las montañas de arena, eran testigos de la lenta transformación del barrio.
    Creo que ese testimonio pasivo de los cambios urbanos era, en el fondo, una experiencia estética, del tipo de experiencias que sólo la edad y la resignación preparan. Qué sana envidia me daban los viejos, mirando con nostalgia los incesantes cambios registrados en el asfalto. Qué persistencia en el mirar, qué manera de no querer perderse nada. Su mirada sostenía las toneladas de concreto. Su curiosidad mantenía unidas entre sí todas las piezas. El urbanismo, como espectáculo, dependía tanto del programa de obras públicas de la Comunidad de Madrid como de la mirada inquisidora y paciente de los viejos. Sólo en ese sutil entramado de actores sin proscenio y espectadores sin butaca podía suceder la dolorosa metamorfosis del concreto.
    Muchas veces, tras haber estado ausente de una ciudad durante dos o tres años, lamento, al volver, haberme perdido los pequeños procesos de su modificación, como quien lamenta no haber presenciado las primeras palabras de un niño o el cambio repentino en la salud de una madre. Los viajes me resultan cada vez menos estimulantes y sospecho que esta tendencia, que comenzó apenas saliendo de la tercera pubertad, se incrementará exponencialmente pasados los cincuenta. Si me voy del DF un fin de semana (Tlalpan o Satélite son, en mi mitología, el límite fatal de la barbarie), un esplín extemporáneo me atormenta a mi regreso: el polvo que hay sobre las cosas es otro, otras las flores que adornan las jacarandas, otro el estado de deterioro de las jardineras públicas y otras las vírgenes que eclosionan en donde hubo vertederos. El afán por no perder de vista la colonia —no vaya a ser que me la cambien— lo tomé de aquellos ancianos, aunque tardó unos años en cristalizar en mi carácter. Mi compromiso con el sedentarismo es mayor desde que comprendí la importancia del testigo.

2. La destrucción en reversa

Es ya una costumbre bastante establecida ir al cine para ver destrucciones. Se invierten millones de dólares en conseguir una toma fiable de los edificios agujereados por las bombas, o de los puentes más célebres doblados como un alambre de bolsa de pan. Esta afinidad entre el cine y la destrucción es más profunda de lo que suele suponerse, y Hollywood no tiene la patente de los edificios derrumbados ni mucho menos. La demolición de un muro (1895) es una de las primeras películas de los hermanos Lumière y es, creo, la primera película de la historia en la que se emplearon «efectos especiales». En el breve filme vemos a un hombre aporreando un muro con un martillo y después empujándolo con un artilugio mecánico. El muro cede y se desploma con gran profusión de polvo. Llegan entonces otros dos obreros y rematan las ruinas, acometiéndolas con picos. (Todas estas acciones tienen el ritmo entrecortado y mágico de las primeras grabaciones cinematográficas). En un momento de la labor, repentinamente, comenzamos a percibir algo raro en los movimientos de los obreros: se ha invertido el orden del tiempo y los hombres caminan hacia atrás alrededor del muro derruido; vuelve la enorme nube de polvo —se concentra velozmente, como un universo que se estrecha— y la pared se levanta en reversa. El polvo desaparece por completo y el muro está nuevamente en pie, junto al obrero que lo castiga, en reversa también, con su martillo.
    La película exhibe una simetría fascinante, un doble movimiento destructivo-ilusivo que pocas cintas posteriores alcanzaron. Gracias a La demolición de un muro el cine es, desde su nacimiento (y entre muchas otras cosas) un intento de refutación de la arquitectura: toda la grandeza pétrea de las construcciones puede demolerse o fingirse mediante efectos especiales. La construcción de escenarios urbanos monumentales que trajo el desarrollo de la ficción sólo es una constatación de este fenómeno.
    La demolición… determina el modelo narrativo de las películas sobre desastres, aunque podría decirse que la historia del cine escogió, en esa encrucijada entre destrucción e ilusión, más la segunda alternativa y menos la simple documentación de la catástrofe. En las películas hollywoodenses que presentan destrozos urbanos, el peso de la historia, el centro gravitacional de la narración, está siempre en el final conciliatorio: la restauración del orden moral y material —el levantamiento en reversa del muro— es la condición de posibilidad de la historia misma. Incluso afuera de Hollywood, son pocos los ejemplos cinematográficos en los que se abandona el modelo teleológico y se elige simplemente el registro de un derrumbe. La historia del cine ha privilegiado, narrativamente, insisto, la segunda mitad de la película de los Lumière.
    Uno de los pocos creadores que se atrevieron a restablecer la dignidad de la catástrofe, prescindiendo del momento ilusivo, fue Gordon Matta-Clark. Algunos de los videos de este artista son, como ha señalado George Simmons, citas casi textuales del cortometraje de los Lumière. Pero su peculiar destrucción de la arquitectura (cortando casas y edificios con motosierras) no ofrece el consuelo de la ilusión. Matta-Clark perforaba las construcciones para liberar un elemento que la arquitectura funcional mantenía reprimido. La irrupción del agua, la luz y el aire en los edificios que intervenía no era una apuesta ciega por el regreso ritual a un pasado mítico, pues todos los inmuebles sobre los que se aplicaba estaban de antemano condenados a la demolición. Nada en su obra permite restaurar la fe en la permanencia. Más pesimista que los Lumière, Matta-Clark se niega a utilizar el video en su vertiente ilusiva, limitándose a registrar su intervención —deterioro acelerado— sobre los espacios potencialmente habitables.

3. Mahoma y el all inclusive

En sus Viajes, cuenta Marco Polo una leyenda que escuchó a su paso por la noble ciudad de Cobinán y que me obsesiona desde el día en que la leí. Cuento la historia tal y como la recuerdo:
    Había una vez un viejo comerciante, en aquella provincia, que se hacía llamar Aladino. Este viejo era un astuto hombre de negocios, muy acaudalado, que se hizo construir un jardín maravilloso, de varias hectáreas, entre dos grandes montañas.
    El jardín estaba hábilmente resguardado de las miradas transeúntes y nadie, salvo el viejo, conocía la manera de entrar. En el jardín había varias fuentes, que manaban, por sus diferentes conductos, agua, vino, miel y leche. Y había también mujeres hermosas que se paseaban desnudas por las veredas, y estas mujeres tocaban instrumentos y tenían voces celestiales.
    Todo este jardín, con sus mansiones y sus lujos y sus árboles frutales, había sido construido tomando como punto de partida las descripciones que Mahoma hiciera del Paraíso, y el viejo mismo se hacía pasar por el profeta cuando estaba allí adentro. Pero tanto lujo encerraba, en realidad, una táctica artera para acabar con los competidores del comerciante: sucedía que el viejo salía a la ciudad, narcotizaba a los más expertos guerreros de la comarca y, teniéndolos bajo el efecto de la droga, los introducía subrepticiamente en su jardín paradisíaco. Una vez allí, los guerreros despertaban y se creían muertos, ya en el cielo. El viejo refrendaba esa creencia con discursos fúnebres y los instaba a fornicar con las mujeres, a beber de las fuentes y a comer cuanto quisieran, sin que los guerreros tuvieran que preocuparse por nada. Pasado algún tiempo, el viejo les pedía a los falsos difuntos un favor que habrían de cumplir para seguir gozando de esa vida supraterrena: tenían que bajar al mundo real y asesinar a un hombre de poder que estorbaba al monopolio de Aladino. Los guerreros, fieles servidores de la buena muerte, iban entonces y asesinaban al indicado, alterados por una droga que el viejo les hacía probar antes de la misión. Los que sobrevivían (pues las víctimas tenían a menudo guardias personales) regresaban al jardín del   Paraíso y continuaban su existencia de excesos y placeres.
    El final de la leyenda no interesa tanto. Lo que me impacta de ella es esa construcción imposible, el jardín, y el hecho de que toma como plano arquitectónico los textos de un libro sagrado.
    Hace un par de meses, por uno de esos caprichos un tanto absurdos de la vida, pasé un par de días en unresort all inclusive de Cozumel. Durante las primeras horas, la sensación de habitar el paraíso artificial de la leyenda de Marco Polo me invadió violentamente: podía comer y beber cuanto quisiera, y si no había fuentes que manaran leche y vino, al menos había bar-tenders que servían (con sólo mostrarles una pulsera mágica) cocteles de colores improbables y nombres de una sofisticación difusa: «Cozumel Azul», «Miami Vice», «Bahama Mama». Cierto es también que no había doncellas de melifluas voces, sino spring-breakers ordinarias y alguna obesa oriunda de Milwaukee. Pero la sensación de encierro, de estar en una suerte de paréntesis donde todo o casi todo estaba permitido, la certeza profunda y silenciosa de vivir en un engaño, una ilusión, era la misma que sin duda sentían los guerreros en el jardín aquel de la leyenda.

 

 

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