Polifemo Bifocal / Eros y Mercurio en Ramón López Velarde / Ernesto Lumbreras

La correspondencia amorosa del autor más amoroso de la poesía mexicana la integra, hasta el momento, una sola carta: la dirigida a la señorita María Nevares el 11 de enero de 1914. El rescate de la misiva se debe a Luis Noyola Vázquez, quien la dio a conocer en la revista Letras Potosinas número 97, de mayo-junio de 1951, contextualizando dicho documento vía su ensayo «Génesis de un poema, “No me abandones…”». Atendiendo el contexto, las pesquisas y la tesis del crítico, la carta y el poema involucran al mismo personaje femenino cuyos ojos zarcos deslumbraron al poeta en una serenata en la Plaza de Armas de San Luis Potosí, allá a finales del año de 1911. En esos días, un joven Ramón López Velarde, recién graduado de abogado, fungía como juez de Primera Instancia del Distrito de Venado, pueblo ubicado a ciento cuarenta kilómetros al norte de la capital potosina, y comenzaba a escribir sus primeros episodios de «payo ojo alegre» enamorado y enamorador de «náyades arteras» y de jovencitas provincianas que bordaban y tocaban el piano.
      Aunque el poeta nunca formalizó la relación con los padres de María Nevares, según los exigidos códigos de la época, la carta en cuestión otorga todas las luces para explicitar un afecto amoroso, no obstante que la misma da noticias de una separación física. A partir de esa fecha, el jerezano radicará en la Ciudad de México por los próximos siete años, en el apartamento de la Avenida Jalisco 71, Colonia Roma, donde viven su madre y sus hermanos. Por eso, el autor de esas líneas mercuriales y venusinas ruega a su corresponsal que guarde su recuerdo «cariñosamente», no obstante que dos noches atrás ha «pronunciado palabras melancólicas al oído de usted». Según la teoría de Noyola Vázquez, novelada con un relato pícaro-costumbrista, el poeta terminó la relación con la muchacha de los «ojos inusitados de sulfato de cobre» la misma noche que abordó el tren que lo llevaría a la capital del país, anécdota que se replica en el célebre poema: «Acabamos de golpe: su domicilio estaba / contiguo a la estación de los ferrocarriles, / y ¿qué noviazgo puede ser duradero entre / campanadas centrífugas y silbatos febriles?».
      Según mi lectura, la carta en cuestión pone en serios predicamentos la supuesta ruptura. A las pocas horas de llegar a su destino (el 10 de enero), de convivir con los suyos y ordenar su habitación, el zacatecano escribe dos folios con una letra serena, armónica y sin mácula para notificarle a su ¿exnovia? que llegó bien «la noche de ayer», para darle santo y seña de su nueva morada donde se halla «a sus amables órdenes» y para recordarle con estas líneas que sigue pensando en ella: «No me ha abandonado el recuerdo de sus atractivos espirituales y de sus extraños ojos, cuya belleza singular me ha dado una de las impresiones más gratas de mi juventud». Si para Octavio Paz el amor juvenil de Fuensanta fue una eterna despedida, el de María Nevares fue una ruptura una y otra vez pospuesta: la tímida llama de amor vivo que el autor de «La suave Patria» se resiste a apagar y avivar. Pero también, como profundiza en el asunto el ensayo de Gabriel Zaid, «Un amor imposible de López Velarde», y en correspondencia con la erótica y la poética del trovador medieval, la relación fue «un amor permitido como galanteo, pero prohibido como consumación».
      La crítica lopezvelardiana ha estudiado las correspondencias entre el poema «No me condenes…» (1916) y la prosa «Mi pecado» (¿1921?). Yo sumaría dos textos más que agregan elementos y enfatizan la posición moral de la mala conciencia y la culpa en relación con el affaire Nevares: «Pecado de inquietud» (1914) y «Clara Nevares» (1915). Confrontar la carta con estos cuatro textos literarios arroja materia incandescente —y una lluvia de ceniza que puede nublar las interpretaciones y los juicios— en torno a la obra y a la biografía del poeta de El minutero. Leyendo las cartas de Franz Kafka a Felice y Milena, un escritor con afinidades anímicas y vitales con nuestro vate, se antoja toparse algún día con las «cinco o seis cartas» que Ramón López Velarde le escribió a la novia ojiverde, según confesión de la misma María Nevares —casi octogenaria pero muy vivaracha— al cura y escritor Joaquín Antonio Peñalosa en una entrevista de 1971. ¿Aparecerán algún día? La viejecita dijo a Guadalupe Appendini que rompió su epistolario velardiano. Con toda seguridad, en 1951, fue la propia María Nevares quien confió la famosa carta a Luis Noyola Vázquez para darla a conocer. ¿Sólo le confiaría una misiva? ¿Por qué seleccionó ese documento en particular del hato de cartas? Dos años antes, en 1949, en el número 7 (primavera) de la revista México en el Arte, el mismo crítico potosino daba a conocer cuatro misivas dirigidas a la jovencita laguense Margarita González; en la presentación de dicho hallazgo, con algo más que optimismo anotaba el autor de Fuentes de Fuensanta: «Cuando se conozcan —que se conocerán— algunas epístolas a sus cuatro novias potosinas, Teresa Toranzo, Genoveva Ramos Barrera, Susana Jiménez y María Nevares —“ojos inusitados de sulfato de cobre”—, se habrá delineado la silueta del amador moceril y apasionado». Ante esa declaración es posible suponer que el estudioso velardiano conoció las otras cartas de la fidanzata de los ojos verdes. ¿Sería él quien eligió la multicitada carta, la cual, una vez publicada en el solar potosino, despertó el pudor y el miedo para que la destinataria destruyera ¿la breve? correspondencia?
      Como es sabido, el zacatecano mantuvo una relación estrecha con María Nevares por una década, de 1911 a 1921. Los biógrafos del poeta han marcado un viaje a San Luis Potosí en abril de 1921, cuando López Velarde se presentó en la casa de María para darle el pésame por la muerte de su padre. En esos diez años, después del flechazo en la Plaza de Armas, pasaron carnavales de amor y concupiscencia en la sangre del jerezano: murió, en 1917, Josefa de los Ríos, ese mito romántico y erótico llamado Fuensanta; estuvo enamorado cuatro años —de mediados de 1914 a mediados de 1918— y fue rechazado al final por la profesora Margarita Quijano; cortejó con poca fortuna a la pianista Fe Hermosillo entre finales de 1918 y comienzos de 1919. ¿Existieron envíos postales entre el poeta y estas tres figuras femeninas cardinales y cordiales en la escritura velardiana? Con toda seguridad sí. La maestra Quijano, en entrevista con Guadalupe Appendini, reveló que después del asedio de tres años y medio —acoso discreto de miradas y acompañamientos a distancia—, el poeta le dio una carta donde le decía: «Al fin no hago sino devolverle algo de lo que de usted me viene, un efluvio de perfume, una onda lírica, una voz superior».
      Esa carta existía aún en 1971 y la leía una anciana nonagenaria a la periodista. ¿En dónde se encuentra hoy? ¿Existen o existieron otras más? Las cuatro novias velardianas, por oscura fidelidad al poeta, nunca se casaron. En la víspera del centenario de su muerte, en junio de 2021, es posible y deseable, la aparición de nuevos escritos y documentos de y sobre Ramón López Velarde. En 1988, mientras Guillermo Sheridan escribía Un corazón adicto: vida de Ramón López Velarde,dio con una serie de textos y cartas inéditos localizados en el archivo personal de Eduardo J. Correa. Una suma de circunstancias favorables hizo que el 2010 apareciera la correspondencia (1909-1921) de José Clemente Orozco a María del Refugio Castillo, la novia niña del pintor jalisciense. Se sabe que Felice Bauer, cinco años antes de morir, en 1968, vendió sus cartas del autor de La metamorfosis, justamente al editor de las obras de Kafka. Las cartas de Orozco fueron rematadas por una casa de subastas y las adquirió el empresario y coleccionista de arte José Antonio Pérez Simón. Acepto con resignación que la única carta de amor dirigida a María Nevares representa, hasta ahora, «el principio de lo terrible», la punta doblemente fantasmal de un iceberg donde mora el ángel fatal de Eros. En la felicidad de una ucronía velardiana, epistolar y amorosa, un lector del futuro podría declarar lo que Elias Canetti escribió después de leer las Cartas a Felice: «Leí esas cartas con una emoción que ninguna obra literaria me había producido en muchos años».

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