Muerte entre las rocks [fragmento] / Elvira Navarro

Y me voy con Pep al YY. Hacemos ejercicios de sadomasoquismo mental, como por ejemplo cortarle las tetas a Ramón, un transexual que se ha inflado con la progesterona, al que nos encanta imaginarnos sacándole un trocito de sus pechos, que a mí se me antojan tan parecidos a los del niño gordo de mi clase tirándose a la piscina, cuyas tetitas se bamboleaban antes del salto, y así se lo digo a Pep, quien a su vez también tiene los pechos hinchados, aunque no por las hormonas, sino porque siempre ha sido obeso, razón por la cual, cuando le cuento lo del gordinflón lanzándose de cabeza desde el césped mientras los demás observábamos desde el agua su danza grasienta, se le empantana el lagrimal. Él sigue siendo el niño gordo; desde los diecisiete años todo lo más que ha adelgazado han sido seis kilos y eso le enferma: saberse aún el gordito en el espejo de la entrada del YY, y en el macilento cristal de la puerta del Fashion, y ante todo frente a las torrijas con canela del expositor del Viena Capellanes. Lleva el pelo largo y suelto, el tórax hacia afuera, sé que está orgulloso de no tener que recurrir a las hormonas pero nunca lo va a reconocer, en parte porque un poco más abajo está la barriga monumental, y una cintura y un culo que su historial de complejos le impiden menear con brío, y si quiero fastidiarle le digo que sé que en el fondo le gusta, que le merece la pena ese sufrimiento pues, si no, no tendría pechos; se lo digo así, y también que me importan un pimiento sus pucheros de niño gordo, sus labiecitos hacia fuera haciendo «bu», y los dos nos ponemos un poco tontos, yo por nada, o más bien por unas ganas de dejar aquí mi oreja y allá un brazo y un trozo de uña, y él porque está solo y siempre será obeso.

Al principio vamos casi todas las noches. El local parece una marisquería venida a menos; tiene fotografías en marco dorado de las grandes estrellas del club, drags de los ochenta que ya están talluditas, y que a Pep le emocionan porque, dice, ellas fueron las pioneras; mientras él se pudría en un instituto público de Santa Coloma de Gramenet, Antonia Delorean y Loba Winter se vestían como Sara Montiel y Divine para cantar en el mismo escenario en el que ahora bailamos después de la actuación. El local se llena a partir de las once, que es cuando empieza el espectáculo, aunque ya no consigue el abarrotamiento de hace treinta años, pues la verdad es que el lugar despide un tufo a rancio, a coreografía muerta, a Cyndi Lauper y Arturo Fernández a punto de salir juntos de un camerino para decirte: «¿Me das fuego, chatina?». No es raro que vengan grupos demasiado numerosos de guiris, aunque por suerte entre semana sólo aparecen despistados preguntando por la plaza de Chueca, o creyendo que el YY es de veras una marisquería, y la sensación es que no sobra ni falta nadie. Está Juan del Sur, cuyos ojos se disponen extrañamente bajo unas cejas negras, frondosas, rectas, y sobre el que no sabemos casi nada, ni siquiera su nombre real; Juan del Sur es el artístico, con el que se pasea por bares de Lavapiés y por la línea siete del metro, pues en el YY no le dejan cantar. Está Carlos, que es su guitarrista y al que no le gustan los hombres, por lo cual de lunes a jueves, que es cuando soy la más joven y el YY se puede cruzar de lado a lado, intenta ligar conmigo. Está Rechals, que en verdad se llama Fernando; está el marqués de Jaqueldama, rentista y autor de Huevos morales, un tratado de filosofía en cuya portada sale él disfrazado de eremita; está José Ote, decorador de interiores; están Emilio y Pepa, publicistas; están algunos de los chicos que trabajan en Amantis; están, a primerísima hora, Graciela y Penélope, dos travestis cuarentones que se toman un par de cafés y un champán antes de irse a la calle Pinar, donde paran coches de ejecutivillos a los que les pilla lejos la Casa de Campo, y que en su mayoría sólo quieren una mamada rápida. Están Chus y Javi y Daniela; está Darío, un carcamal jubilado que llevaba una taberna para siniestros (y yo me acuerdo de ir a allí con mi primer novio, Miki, y de que había una rara y tensa relación entre el jubilado y la mujer que le acompañaba tras la barra; también me acuerdo de que cuando no había nadie lo que sonaba era rumba catalana y «La hija de Juan Simón»); está la silueta de un hombre que los focos del escenario proyectan en la puerta, perfecta y ventricular; cada noche escucho su latido, y es como un surtidor explosionando para extraer combustible de un depósito que no es subterráneo, sino que se extiende en el aire y recuerda a la frescura del suelo en verano, a su olor a lejía, y también a esa inquietud de esto ya lo he vivido, aunque sin sorpresa: sé que cuando mire voy a toparme con esa sombra, idéntica a la que se formaba, tras encender la lamparita en las noches de agosto, en la puerta de la casa familiar. Pero ahora no es verano y algunos piensan que soy la novia de Pep. Lo piensan porque estamos siempre juntos, y porque nos sueltan indirectas que no desmentimos. Hablamos mucho de sexo, y nos enteramos de cuándo Rechals ha pasado la velada con alguno y de cómo el marqués de Jaqueldama se las ingenia en las páginas de contactos. El jubilado se arranca con sus tristísimos años de casado (el jubilado, que sigue tiñéndose el pelo de azabache, tiene sesenta y ocho años), y los chicos que trabajan en Amantis hablan de sus novias y del tedio. Las noches acaban así, suspirando por el amor y no por el sexo, pero pendientes de quién se acuesta con el alemán despistado y buen mozo que charla con Fran al final de la barra. Decía que Pep y yo estamos siempre juntos, aunque a veces él se queda con algún maromo y yo me vuelvo sola a casa.

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