Miguel y las ondas de luz / Fernando San Basilio

Anegado en sudores y a ratos febril, faringítico y trascendente, tendido en la cama e incapaz de dormir —son las cinco de la tarde, hay ondas de luz que se expanden por todo el dormitorio y la sábana está arrugada—, Miguel se entrega a la ocupación favorita de los enfermos leves: imaginar que la hora de su muerte —tang, ting, tang, tong— ha sonado y que el mundo es ahora ese lugar vacío y absurdo, esa cosa inconsistente que consiste en que la vida sigue, sólo que sin él, sin Miguel. Clong, clong. De la calle asciende un rumor de media tarde. El autobús de la línea 147 expectora, las puertas de la ferretería se abren y se cierran —chillan sus goznes—, y una muchacha mantiene una conversación a través de su teléfono móvil. La muchacha avanza, se aleja por la calle envuelta en una nube de primavera y a lo mejor ha llegado ya al cruce con Bravo Murillo, pero la conversación —¿Te has enterado?, No sé si sabes, Resulta que— permanece, y ahora flota en el aire del dormitorio de Miguel junto a otras partículas en suspensión, anudada a las ondas de luz. Ajá. Ya lo tiene. Eso es lo que ocurrirá en la hora de la muerte de Miguel: mucha gente que se llamará por teléfono y dirá: ¿Te has enterado?

      —¿Te has enterado? Se ha muerto el padre de Miguel.
      Cada vez que muere una persona se acaba el mundo, y el caso es que cuando muere uno, en realidad mueren muchos: muere el amigo, muere el amante, muere el maestro, muere el discípulo, muere el jefe, muere el empleaducho, muere el hijo y muere el padre. Muere el mundo y Miguel se esfuerza por alisar el embozo y comprende que lo que ha pasado esta vez es que ha muerto el padre, mejor dicho, el padre del amigo, y lo que reverbera en su cabeza es la conversación entre dos amigos que hablan sobre la muerte del padre de un tercer amigo y dicen ¿Te has enterado?, No sé si sabes, Resulta que, y también dicen Sí, claro, lo he visto en el periódico y Me he quedado de piedra y ¿Cómo estará Miguel? y ¿Tú vas a ir al tanatorio?: ¿Cómo se llega hasta allí, hasta el tanatorio? En el fondo el tanatorio no es tan importante, lo importante es lo otro, el funeral, esto es sólo para la familia. Yo hasta las seis no creo que pueda salir de aquí. La familia y los amigos muy íntimos. Miguel se pregunta quiénes serán en realidad estos dos, y a qué están esperando para personarse en el tanatorio y empezar a velarle: su hijo necesitará compañía. ¿Qué clase de amigos son? Miguel no los conoce, son un hombre y una mujer, más o menos jóvenes, pero no del todo jóvenes: ya tienen obligaciones, deben de ser oficinistas. La mujer, la muchacha semijoven, parece estar más informada de las cosas. Ella no se ha enterado por el periódico sino de otra forma. Dios mío, ¿hay todavía periódicos?, ¿periódicos de papel o de los otros? Las ideas y las asociaciones de ideas se agolpan en la frente, rugosa y mojada, de Miguel: si los amigos del hijo de Miguel tienen ya edad de estar en una oficina eso significa que Miguel tardará todavía unos cuantos años en morirse, así que Miguel puede respirar aliviado y, de hecho, eso es lo que hace: respira aliviado y la fiebre le baja una o dos décimas. Y luego está lo del periódico, que por supuesto le halaga. Miguel morirá y no será cualquier cosa, no será una muerte insignificante e inútil porque aparecerá en los periódicos: ¿periódicos en papel, todavía? Miguel comprende que ésta es una vía muerta, no tiene sentido preguntarse por estas pequeñeces cuando lo que está encima de la mesa es el asunto de su muerte. La conversación sigue y Miguel desarrolla una cierta simpatía hacía la joven, a lo mejor ha sido novia de su hijo durante un tiempo: en ese caso será una chica bonita, inteligente, contradictoria. Y sensual. ¡Cuidado, Miguel! Bueno, las cosas pasan. Las cosas pasan, pero eso no es excusa, Miguel pega un respingo porque le ha parecido oír la palabra tipejo, y luego vienen otras: hijo de la gran, personaje, sujeto, individuo. Lo cual confirma que la chica está más informada que su interlocutor y que entre ella y el hijo de Miguel existió en su día una intimidad casi total. ¡Cuidado, Miguel! Oh, Miguel. Resulta que el hijo de Miguel arrastraba como un peso muerto la carga de un padre irresponsable y traumático, ¡uno de esos padres que no están a la altura! Hacía años que no se hablaban. Miguel mueve la cabeza de un lado a otro, Miguel se palpa la ropa, el pijama empapado: le vuelve a subir la fiebre. ¿Qué ha hecho? ¿Qué ha podido pasar? Qué desastre, qué tristeza infinita. Poco a poco, décima a décima, Miguel comprende que va camino de convertirse en uno de esos hombres que triunfan en el mundo y fracasan en la vida y, como suele ocurrir en estos casos, resulta que su muerte ha sido un alivio para todos. Sobre todo, para la madre. Pobre madre, pobre esposa. La chica parece que se muerde la lengua, hay cosas que mejor no etcétera. Pero de pronto —otra vez pasa por la calle el 147 con su respiración cavernosa: ¿de qué ha muerto Miguel?, ¿por qué no dicen nada los amigos de su hijo?, ¿llevaba mucho tiempo enfermo o ha sido un suceso inopinado?—, o casi de pronto, después de unos cuantos insultos, la chica dice: A ver. ¿Qué es lo que hay que ver? Así que la gente, en la hora de la muerte de Miguel, seguirá diciendo «A ver» antes de las grandes revelaciones. A ver, Bueno, O sea: No sé si sabes que. No, no, no: el otro, el interlocutor, el que no puede salir de la oficina hasta las seis, no sabe que, ¿qué es lo que hay que saber?, pero resulta que el que se ha muerto no era el verdadero padre de Miguel, aunque Miguel siempre lo trató de padre. Mejor dicho: lo trató de padre hasta que dejaron de hablarse. El padre de Miguel, el verdadero padre, murió muy pronto y muy joven, o no tan joven porque en realidad no era tan joven cuando nació Miguel, pero el caso es que murió muy pronto y cuando Miguel ni siquiera tenía un añito. Y luego la madre se volvió a casar y vino todo lo demás. No tenía ni idea, dice el oficinista. Ni la menor. El verdadero padre de Miguel era un buen hombre, un padre amoroso y ejemplar que nunca llegó a nada, pero, ¿qué falta le hacía? Miguel siempre había dicho que se acordaba de su verdadero padre, que acumulaba imágenes que no se le iban de la cabeza: Miguel apoyado en el pecho de su verdadero padre, su verdadero padre que lo agarra y lo sube por los aires, su verdadero padre que lo acuna y le susurra frases ridículas, trascendentales. El amigo oficinista dice que eso es imposible: son recuerdos inventados. A la antigua novia parece que le molesta un poco esta actitud, cada uno hace lo que quiere con sus recuerdos. Pues bien: el hijo de Miguel también se llama Miguel —obvio, ya se ha dicho o medio dicho— y ni siquiera —esto no se había dicho— tiene un añito. El hijo de Miguel se apoya en su pecho y se queda dormido, Miguel agarra a su hijo y lo levanta por los aires y el hijo se ríe como un demonio, Miguel acuna a su hijo y piensa: Mi hijo. Miguel comprende que nunca llegará a ser ese padre fallido y traumático, ese individuo, ese sujeto, ese hijo de la gran, y lo celebra: está salvado y empieza a bajar el mercurio, es como si alguien le hubiera puesto una hoja de lechuga en la frente. Está salvado en un sentido espiritual, pero en el otro sentido está perdido: morirá pronto, antes de que su niño Miguel cumpla un añito, y nunca llegará a nada: su muerte no aparecerá en los periódicos. Pequeñitos, mefistofélicos, con los carrillos hinchados y semidesnudos, libidinosos, insolentes y colorados: así son los duendes que te ofrecen la posibilidad de elegir entre lo bueno-malo y lo malo-bueno. Miguel aguarda la comparecencia del duende y, entretanto, su pensamiento bascula. Morder el anzuelo y ser un desgraciado o no morderlo y ser también un desgraciado. Pero no. No hay que elegir nada. No hay ningún duende. Miguel sólo tiene una faringitis, la fiebre es una señal que te manda el cuerpo y nada más. Nadie se muere de una faringitis. ¿Qué es todo esto? Miguel sólo quería jugar un poco, entretener la fiebre, distraer la faringitis. Miguel se agarra a la vida y empieza a notar una sacudida interior, unos primeros espasmos. Antes le entristecía pensar que había sido —que habría de ser— un padre lamentable, un marido tortuoso, ahora que comprende que se irá de este mundo sin haber hecho daño a nadie —y, sobre todo, sin haber hecho daño a su mujer y a su hijo—, Miguel se pregunta: ¿Por qué? Es demasiado pronto para casi todo, Miguel intenta llegar a una solución razonable, busca una salida. Miguel tiene de pronto la idea, poco elaborada pero eficaz, de que nada de esto hubiera ocurrido si, en lugar de Miguel, a su hijo le hubieran puesto un nombre nuevo y original, uno de esos nombres: Bruno, Lucas, Hugo, Baltasar. Hay tantos nombres. Había tantos nombres. Pero no le pusieron Miguel por su padre, por Miguel, sino por su abuelo, que también se llamaba Miguel y que se había muerto quince días antes de que naciera el niño, que iba a ser su primer nieto.
      Lo hicieron por darle gusto a la madre, a la abuela. Un momento, un momento: ahora Miguel está hecho un lío y ya no sabe si la fiebre le sube o le baja, pero respira de manera atropellada y cavernosa. Un momento. A lo mejor resulta que la conversación no se refería a él, o sea, al padre del todavía pequeño Miguel, sino a su propio padre, al primer Miguel (tampoco era el primer Miguel, pero ése no es el asunto ahora), que murió sin llegar a conocer a su nieto. Pero el padre de Miguel fue un buen hombre y, sobre todo, el padre de Miguel era el verdadero padre de Miguel. De eso no cabe ninguna duda. ¿Ninguna duda?, ¿y si los demás supieran cosas que Miguel no sabe porque es mejor que no las sepa? Pero Miguel no recuerda que su padre lo elevara nunca por los aires ni cosas por el estilo. ¿Entonces? Ardor de estómago, el principio de una arcada. Luz, más luz en la habitación de Miguel, una franja rosa que se dobla contra la pared y una última idea, antes de que a Miguel le estalle la cabeza: en realidad no se trataba de ninguno de ellos. Ni el hijo, ni el padre, ni el abuelo. Es otro Miguel que ni siquiera conocen, un Miguel cualquiera y de la calle del cual nunca se sabrá nada. Hay muchos migueles en el mundo. Eso explicaría muchas cosas: la existencia de periódicos, los modismos del idioma, los recuerdos inventados. Pobre otro Miguel, pobre padre del otro y desconocido Miguel, pero, qué demonios, así son las cosas y así está organizado el cosmos. Pero. Pero nada. Ya basta, ¿cuántos migueles caben en este juego?, ¿cuántos peros? Suenan otra vez las puertas de la ferretería y alguien echa abajo una persiana metálica y luego desliza y encaja y cierra un par de candados —un estruendo, un quejido, un clamor: Clong, clong— y un hombre pasa por la calle y mantiene una conversación por teléfono móvil y dice Bueno, bueno, Me dejas de piedra, A ver, y un pájaro chilla suspendido en la rama de un sicomoro y Miguel, enfermo de trascendencia y de levedad, se dispone a alisar el embozo de su sábana rugosa y caótica pero antes esparce su mirada por el aire de la habitación y escudriña los átomos, se detiene en los restos de su propia tos y observa algunas ideas o pecios de idea que flotan y reverberan ceñidos por ondas de luz naranja: la tarde avanza, el cielo se cae. Entonces, Miguel alisa el embozo con el dorso de la mano derecha, tensa la sábana y piensa: A ver.

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