Normalidad y dos errores [fragmento] / Luis Magrinyà

He leído hace poco en The Atlantic un interesante artículo de un profesor no titular de Harvard y charlista de ted llamado Todd Ross sobre la invención de la «persona normal», adaptado de su libro titulado, algo ominosamente, The End of Average: How We Succeed in a World That Values Sameness (El fin de la media: cómo triunfamos en un mundo que valora la igualdad), al parecer una defensa de la individualidad con fines educativos. No tengo ninguna intención de leerme el libro entero para comprobar su propósito y alcance (me huele fatal), pero el artículo, como digo, es interesante. Por lo visto, toda la idea de la normalidad parte de un sistema de medias aritméticas utilizado en astronomía y que el astrónomo belga Adolphe Quetelet, cuando las revoluciones de 1830 interrumpieron la construcción del observatorio que había de dirigir en Bruselas, decidió aplicar a las ciencias sociales. Cuando un astrónomo quería calcular, por ejemplo, la velocidad a que se movía Saturno, trazaba dos líneas paralelas en la lente del telescopio y, reloj en mano, medía el tiempo que tardaba el planeta en ir de una línea a otra. El problema era que esta medición, a cargo de astrónomos distintos, daba siempre resultados distintos, por lo que se decidió que la medición «real» tenía que ser la media entre los distintos resultados individuales; significativamente, el resultado individual pasó a ser considerado un error. Un día, Quetelet, apartado de su soñado observatorio, se fijó en una tabla publicada en una revista médica de Edimburgo con la medición del perímetro torácico de cinco mil trescientos setenta y ocho soldados escoceses. «Éste fue», dice el autor del artículo, «uno de los más importantes, si bien de los menos celebrados, estudios del ser humano en los anales de la ciencia», precisamente porque a Quetelet le dio por sumar los cinco mil trescientos setenta y ocho perímetros torácicos, sacar la media y concluir que «el perímetro torácico de cada soldado individual era una muestra de un “error” que se producía naturalmente, mientras que la media representaba el perímetro torácico del “verdadero” soldado». La vinculación a la verdad e incluso a la perfección quizá se haya perdido con el tiempo, pero es evidente que la medición del individuo sigue siendo inseparable de la de las características atribuidas al grupo del que se cree que forma parte.

      Digo esto porque los dos estudiantes de Audiovisuales que discutían sobre la normalidad comiendo tostas pagadas por mí en el restaurantito de Fuente del Berro eran claramente, desde tal perspectiva, dos errores grandes. No andaba sobrado, ninguno de ellos, Aristóteles especialmente, clásico ejemplar de la figura castrense de «estrecho de pecho», de perímetro torácico. Randy era, además, muy moreno, más alto que yo, de cabeza larga con una masa extensa de pelo afro hasta los hombros, tenía los ojos tan negros que no parecían blandos, y llevaba un pantalón con una pernera de color lila y otra de color añil, y una camisa bastante desabrochada que era lila pero que, por las heroicas expediciones que sugería en el mercado de segunda mano, habría podido ser —seguro que también tenía una— añil: todo, en este extemporáneo príncipe de la era disco, parecía hacer juego.
      A su lado la condición de error de Aristóteles resultaba casi involuntaria: menudo, oscuro, retraído, de ojos bajos, sin afeitar —no podía decirse que tuviera barba—, llevaba flequillo, greñas por encima de las orejas y sombrerito, e iba tapado también hasta la nuez por una camiseta negra descolorida de cuello muy alto y apretado pero raído; Mariana y yo sospechábamos que sólo tenía una, a lo sumo tres, pero este desperdicio de orgullo contaba con la ya casi admirable particularidad de permitir, gracias a unas mangas muy muy cortas en contraste con el cuello muy muy alto, enseñar largamente unos bracitos peludos y raquíticos, algo que, en un entorno tan velado, bien cabía interpretar como una concesión a la imaginación. Su lenguaje corporal era parco y no siempre descifrable, como si le faltaran, u ocultara, párrafos. El de Randy, en cambio, era generoso y persuasivo, acostumbrado a abarcar el espacio, y hasta sus ojos duros parecían hacer gestos. Aristóteles daba la impresión de hablar siempre descontento, obligado por fuerzas invasivas a deponer una preferencia interesada por el silencio; Randy hablaba con ganas pero sin escucharse.

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