Imágenes de Ghana / Anna Kurtycz

 

El polvo

El Harmattan demuele el tiempo en la ciudad de Accra. Bajo un cielo color marfil la capital se torna uniforme al cubrirse de esa fina capa de polvo del desierto. Nada queda exento. Edificios coloniales vetustos, grandes torres con muros de cristal, esqueletos de grandes proyectos arquitectónicos nunca terminados, casas de veranda y techo de dos aguas, compounds exclusivos de construcciones pretenciosas e idénticas, barrios pobres de cartón y asbesto.
    Los ricos y los extranjeros se refugian en sus mansiones, en los hoteles, en el campo de golf. Los jardines verdes y cuidados, la piscina de azulejos traídos de Europa, los árboles llenos de mangos y aguacates, contrastan con la pobreza de las calles, la falta de agua, los caminos sin pavimentar. Sin embargo el polvo es el mismo para todos. De nada sirven los muros, ni los guardias uniformados en la puerta, ni los sofisticados sistemas de alarma. Cada día el polvo cubre, engulle y transforma todo sin excepción. Nos vuelve iguales.
    Cuando pasa el Harmattan los edificios y construcciones así disfrazados se vuelven un telón de fondo para la gente que puebla la ciudad. Con ropa colorida y estampada sus habitantes se demarcan de los objetos inanimados y blancuzcos y al mismo tiempo se integran a las construcciones como notas de color. Es entonces que la gente se apropia de las calles. Desde los que bajo el sol de plomo sin hablar entre sí observan los carros, hasta los que en ella colocan sus puestos y rústicos negocios. En la esquina, una familia prepara y vende cacahuates sobre un banco de madera. Más allá, al borde del camino de tierra roja, un taller improvisado de muebles de rattan está en plena producción y en una calle lateral una mujer vende telas pintadas a mano que ondean al viento. En las calles también están los semáforos: verdaderos mercados con figuras esbeltas y elegantes dueñas de estos espacios que corren de un carro a otro esquivando las motocicletas, vendiendo la mercancía que portan sobre sus cabezas, secándose el sudor que perla sus frentes. Plátanos, naranjas, carcajadas de sandía, panes, bolsas de agua… todo está listo para la venta, añadiendo color y forma a la escena.
    Pero el Harmattan no pasa todo el año. Después de unos meses, tímidas lluvias anunciarán que el viento es cosa del pasado. Los edificios recuperarán sus colores, perderemos el uniforme que nos ha unificado y la gente que habita la ciudad se mimetizará en la selva de concreto esperando que el polvo vuelva.

La Galería

El edificio no pasa desapercibido. Después del barrio de La, con sus casas de cartón y sus calles sin pavimentar, uno es sorprendido por la gran estructura, pintada de rosa, que contrasta con el fondo gris del mar y el horizonte. Enfrente, hacia la ciudad, una escuela de muros amarillos y sucios, al borde del drenaje abierto, nos grita su nombre pintado de manera incierta sobre la barda y nos preguntamos sobre ese «King Emmanuel», mientras observamos a los niños que juegan en el callejón lleno de basura. Del otro lado está el mar, el Golfo de Guinea, gris y revuelto, con tres barcas bailando el va y viene de las olas, que ondean pequeñas banderas.
    La pesada puerta del edificio se cierra con un ruido enorme y la sala oscura nos recibe fresca y acogedora, con olor de pintura y madera, dejando atrás la ciudad, el calor y las enormes lagartijas de cola anaranjada que corretean en el estacionamiento. La sala es amplia y llena de cuadros: escenas del mercado, de músicos en un día de fiesta, de atardeceres junto al mar. Entre las pinturas de colores fluorescentes con figuras africanas estereotípicas se encuentran de repente algunas que se distinguen, diferentes: hombres jugando cartas alrededor de una mesa vista desde arriba, un árbol iluminado por la luz del atardecer, una manifestación pletórica de gente.
    Las salas laterales, más pequeñas, son verdaderas cajas de curiosidades repletas de objetos: esculturas antiguas, tapices polvosos, objetos tradicionales. Penetrando en ellas, cientos de figuras de madera, bruñidas máscaras, nos observan impávidas, de pie o en cuclillas, con penachos o con sombreritos coloniales, marcadas por el tiempo y horadadas por la polilla.
    Al fondo, una amplia escalera nos invita a visitar los pisos superiores: más cuadros, esculturas con material reciclado, tapices y tejidos, collares de cuentas de cristal. Las ventanas en la escalera permiten ver el mar y la estructura de concreto de una cafetería que nunca fue terminada. A lo lejos la playa pública y la gente, esos pequeños puntitos de color entrando al agua, mientras en el lado opuesto niños con cubetas sobre la cabeza caminan rumbo a la llave pública.
    Bajo la escalera, una empleada juega cartas en la computadora y nos mira de reojo sin mucho interés cuando nos despedimos. La puerta vuelve a cerrarse con estrépito mientras nos integramos al calor de la tarde.

Castillos en el aire

Observo las fotos que guarda en un sobre. En ellas la veo, chica linda de cara redonda y ojos inteligentes, cargando niños rubios, bebés de familias extranjeras. Son las personas con las que ha trabajado como niñera desde que llegó a la capital, hace siete años. Entonces no tenía mucha experiencia, pero sí las ganas de salir adelante, de cambiar su situación. El pequeño poblado de la región Volta de su infancia había quedado atrás, con su río, los cocodrilos, los castigos en la escuela por llegar tarde, el padre que desapareció un día, el agua lejana que había que traer cargando sobre la cabeza, los cuentos de la abuela al caer la noche. Al principio trabajó cuidando niños en un hotel, al cual aún llegan las familias de diplomáticos que vivirán en Ghana por algunos años. Fue ahí donde encontró trabajo en casa, cuidando niños, haciendo el quehacer.
    No siempre era fácil: salario bajo, mucho trabajo. Había que lidiar con las excentricidades de los patrones, el mal genio, la falta de garantías. Pero le gustaba cuidar a los niños y la mayor parte del tiempo el intercambio con los otros empleados era enriquecedor. Más tarde ingresó a una de las congregaciones religiosas de la ciudad. Comenzó a cantar en el coro, lo cual le llenó la vida.
    Fue en la congregación donde lo conoció. Hablaba con él de sus sueños, de poder partir al extranjero para ahorrar y continuar sus estudios, hacer carrera tal vez en el diseño de modas y montar su propio negocio. Una amiga se fue a Italia a cuidar niños, la familia con la que había trabajado la llevaba como niñera. Iba a poder ahorrar y construir su casa. Ella no había tenido esa suerte, las familias que le habían prometido llevarle con ellos nunca lo hicieron. Por eso, cuando él le dijo que existía la posibilidad de trabajar limpiando fabricas en Kuwait se entusiasmó. Era la posibilidad soñada. Las condiciones, extraordinarias. Le pagarían el boleto y 350 dólares al mes durante dos años. Le arreglarían los papeles. Con ese dinero sería posible realizar sus sueños.
    Viene entusiasmada a contarme. ¿Cómo decirle que las cosas no se ven claras? Ambas buscamos el nombre de la compañía en internet, pero no existe. Trato de prevenirla sobre los problemas de tráfico humano. Que para irse tiene que estar segura sobre las condiciones reales del trabajo, la necesidad de firmar un contrato. Ella no quiere dudar. Finalmente el hombre es miembro de su misma congregación. Pero accede a preguntarle y ante las preguntas él deja de contestar el teléfono. Yo, por mi parte, indago. La esclavitud moderna es una realidad. Muchas mujeres ingresan engañadas a redes de prostitución. Es gente que desaparece del mundo sin dejar huella. Según yo, el caso está cerrado, pero dos semanas más tarde el tipo vuelve a aparecer. Había estado de viaje, no había podido contactarla, ¿cómo podría él, creyente fervoroso, engañarla? Según él, la compañía había quebrado pero ahora existe otra oportunidad de trabajo, como sirvienta en una casa. El sueldo es el mismo y las condiciones mejores. Nuevamente viene entusiasmada a decirme que finalmente sí se va, que ha dado su acuerdo para hacer los papeles, que habló con la madre de una chica que se marchó antes. Volví a hacer preguntas. Ella no había pensado, o no quería pensar en ello, pero era cierto que aún existían muchas cosas por resolver. Le han asegurado que podrá tener su cuenta bancaria, pero ¿cómo abrir una cuenta con una visa de turista?, ¿cómo transferir el dinero a Ghana a su regreso?, ¿y si se enfermara?, ¿y si no le gustara?, ¿por qué no podía obtener más información sobre la familia?, ¿por qué le prometían pagarle tanto si generalmente el salario de una sirvienta es el tercio de eso? Cuando ella volvió a dudar, él le dijo que ya había gastado mucho y que si no iba tendría que reembolsarle. Ella se opone. El tipo desaparece. El castillo se derrumba.

La casa

El lugar nos encantó, espacioso, simple y sin pretensiones, con su veranda colonial, piso de madera en el salón y de mosaicos negros y blancos en la cocina. Sin embargo, al principio lo sentíamos ajeno. Nos perdíamos en sus espacios y recovecos y vagábamos sin atinar a abrir las cajas donde estaba encerrada nuestra vida anterior.
    La habían construido en los años cincuenta, de una sola planta, con su veranda a la entrada y un enorme jardín alrededor. Su techo de dos aguas, pintado de rojo, podía verse desde la calle a través de un blanco muro bajo, con una franja de color ladrillo. Ya no hacían casas de este tipo. Ahora era más común vivir en los compounds rodeados de altos muros, en casas pomposas tipo suburbio norteamericano, casi siempre mal construidas y pretenciosas.
    Atrás de la construcción principal había una casa más pequeña, al lado del generador, los boys quarters de la época colonial, que albergaba al personal y a sus familias. Las habitaciones oscuras para mantener el fresco, la pequeña cocina y un baño común sin lavabo, porque el dueño de la casa consideraba que esa gente no sabría cuidarlo, que terminaría tapado, que sería un problema.
    La casa estaba siempre llena de gente. Además del jardinero, el chofer y la niñera, teníamos cada día la visita de pintores, carpinteros, plomeros, electricistas, técnicos de todo tipo. La gente entraba y salía sin que tuviéramos control alguno. Nos daba la impresión de un ballet paralelo a nuestro propio baile, orquestado por los empleados del lugar, quienes se encargaban de mediar, arreglar, comunicar.
    Nosotros les dejábamos hacer y deshacer. Era más cómodo así. Estábamos cansados del viaje, de la espera y sobre todo del ejercicio de catalogar y sortear todas nuestras posesiones, recorrer una y otra vez el pasado y el recuerdo para meterlos en cajas. Por eso no advertimos cómo, a medida que nosotros nos íbamos borrando, o formando parte de su decorado, la casa tomaba importancia construyendo su propia memoria. Empezamos a tomar conciencia de ello cuando entendimos que la casa estaba habitada por los fantasmas de los moradores anteriores, familias de diplomáticos que la vivieron antes que nosotros. Llegaron a retazos las historias contadas por quienes estuvieron bajo sus órdenes. Las injusticias del trato cotidiano, la falta de empatía por el país, sus formas de vida.
    Por suerte, poco a poco comenzaron a salir los libros, a tomar su lugar en los estantes, a traernos de nuevo los recuerdos, y fue ahí cuando, por fin, la casa comenzó a ser nuestra.

 

 

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