Tres estampas sobre Poe / Sergio Téllez-Pon

a Mariño

 
Primera
Una sala casi en tinieblas, en la parte alta del J. Paul Getty Museum, contrasta con la luminosidad y majestuosidad de toda la composición arquitectónica de ese genial recinto. Al entrar allí uno cree haberse transportado en el tiempo, y esa sensación se acentúa porque el recorrido por la exposición de fotografías, pertenecientes a la colección del museo, inicia con materiales del siglo xix. La luz es tenue en la sala precisamente para protegerlos, pues no durarían mucho con la luz artificial cayendo sobre ellos todo el día. Pero hay una de esas obras que está sobreprotegida con un velo. Al levantarlo, el curioso visitante se encuentra con una sorpresa que seguramente debe hacer sobresaltarse a más de uno: una fotografía de Edgar Allan Poe (1809-1849).
    Enfrentarse con un lugar casi a oscuras, avanzar a paso lento como si uno se sumergiera poco a poco en uno de esos ambientes lúgubres de sus cuentos, pararse frente a esa obra y, luego, «el horrible descorrerse del velo», como dice en «La caída de la casa Usher»… ¿No es acaso una escena que pudo haber descrito Poe en alguno de sus relatos? Así me lo pareció cuando visité el museo hace un par de años y así me lo parece ahora que lo evoco al mismo tiempo que vuelvo a observar la fotografía con detenimiento en un catálogo del museo.
    Es una de las fotos más conocidas de Poe, todos la hemos visto cientos de veces, y quizá por eso es la imagen con que lo relacionamos en la mente cuando de pronto surge su nombre. La ficha técnica dice que probablemente fue tomada a finales de mayo o principios de junio de 1849, y aunque la misma ficha la adjudica a un fotógrafo desconocido, el autor del texto que acompaña la imagen, Michael Hargraves, especula que puede ser de George C. Gilchrist, un daguerrotipista de Lowell, Massachusetts, que practicó su oficio de 1847 hasta después de 1860 y realizó retratos de varias personalidades de la época —una de las cuales pudo haber sido Poe.
 
Segunda
Todos los días camino unas cuantas cuadras de la estación del metro a mi oficina. Una antes de llegar, corto por una calle paralela a la de mi oficina y finalmente salgo a ella. Al caminar por ese tramo de calle paso frente a una casa que, con una placa metálica en la que se reproduce aquella memorable fotografía, se hace llamar Casa Poe. Es una pequeña casa típica de la colonia Roma, en la Ciudad de México: de principios del siglo xx, de dos plantas y con remates franceses. Desde que la vi por primera vez, me intrigó por qué la habrán llamado así y qué sucederá dentro de sus paredes. ¿Será acaso que un fan quiso bautizar su casa con el nombre del escritor, o se trata de un discreto centro de estudios donde se investiga, desde distintas ópticas y disciplinas, la obra de Poe?
    Lo cierto es que mi intriga crece conforme paso día a día por ahí. No me ha sucedido todavía que me haya habituado y ya no repare en ella, ni que deje de preguntarme qué hay, qué sucede allí dentro, y por qué se llama Casa Poe. A veces he querido armarme de valor, tocar a la puerta para poder saciar mi curiosidad y así dejar de crear en mi mente cientos de conjeturas que sólo cesan cuando llego a mi oficina y me siento a trabajar frente a la computadora.
    Me pararé, me imagino, frente a ella, a admirar su arquitectura, a ver la sombra que deja caer el árbol plantado en la acera. Arriba de la puerta hay una lámpara en forma de gárgola cuyo color verde le da un tinte todavía más lúgubre. También hay una pequeña figura gótica a manera de aldaba en la reja que cubre la puerta de madera, según me he podido percatar en una de las tantas veces que he pasado por ahí. No he visto nunca el timbre, de manera que, creo, habrá que tocar con esa figura para que alguien abra y se vislumbre el interior. No imagino lo que se pueda esconder allí dentro. Lo cierto es que estas fantasías desatan en mí sensaciones a veces contradictorias que no me estimulan a romper con la barrera, lo que finalmente me permitiría, al menos, tocar. ¿Me atreveré a hacerlo algún día?

    Hace un par de años, no recuerdo por qué razón, un amigo me contó que a Baltimore acuden durante el año cientos y cientos de jóvenes, fieles lectores de Poe. Tampoco recuerdo a dónde se dirigen en concreto, si a la casa marcada con el 203 de Amity Street —donde vivió entre 1830 y 1835 y que hoy alberga a la E. A. Poe Society— o a algún tugurio sobreviviente donde se haya emborrachado, aunque con toda probabilidad sea más bien al panteón de Westminster, donde yace. La singularidad de la anécdota radica en que esos fans del autor de El cuervo son generalmente darketos que se visten con ropas oscuras —algunas de cuero, el mismo material de sus botas—, se delinean los ojos de negro, usan peinados extravagantes con el pelo teñido de algún color que contraste con el oscuro y, principalmente, gustan de la literatura negra, en la que encuentran a Poe como su epítome. Tal vez, pienso, si supieran de la existencia de esta Casa Poe la convertirían en otro de sus puntos de visita.
    En mis pocos viajes a Estados Unidos no he llegado hasta Baltimore, y de momento no tengo planeado viajar a esa ciudad del Este. Sin embargo, en caso de ir en un futuro lejano, no me resistiría a buscar el lugar de Poe, esa catedral laica donde culmina el peregrinaje, aunque no sea yo precisamente un darkie. Mientras tanto, me conformo con visitar a diario y de forma involuntaria la Casa Poe de la Roma.

Tercera
Este año, con motivo del bicentenario del nacimiento de Poe, se han puesto en circulación de nuevo los Cuentos completos (Páginas de Espuma), en la ya mítica traducción de Julio Cortázar, editados por Fernando Iwasaki y Jorge Volpi, con prólogos de Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. La edición, además, incluye textos introductorios a cada uno de los cuentos, hechos por muy disímbolos escritores españoles y latinoamericanos. El libro es más ostentoso de lo que parece —no sólo por el volumen del tomo—, pues en realidad contiene menos de lo que uno espera. El texto de Vargas Llosa es sucinto e ilustrador; no así el de Fuentes, que, además, ya se había publicado en la edición que hace un par de años hizo Galaxia Gutenberg de los mismos cuentos. Y muy pocos de los comentarios valen la pena y realmente sirven como presentación a los 69 relatos reunidos.
    Si a finales del siglo xix Baudelaire regaló a Francia todo lo que implica Poe, Cortázar hizo lo propio, para la lengua española, en el siglo pasado. Baudelaire y Cortázar, ya lo han dicho varios, Borges entre ellos, no hicieron otra cosa que mejorar en francés y español la obra de Poe. Casi ninguno de los presentadores de los relatos hace referencia a ello, sólo abundan en las atmósferas, las sensaciones o las relaciones biográficas halladas en las historias, incluso relacionándolas con su propia vida. Sólo Vargas Llosa, en su breve texto, hace dos referencias al llamarlo «el gran escritor que fue Poe», y luego precisa sobre «las peculiaridades estilísticas inglesas y la riquísima orfebrería léxica con que Poe elaboró todos sus textos». Más allá de las historias y ambientes tétricos, ¿es Poe el gran escritor que leemos hoy?
    Los cuentos de Poe —y la versión de Cortázar— hubieran sido suficientes: no había necesidad de adornarlos con toda esa parafernalia con la que envolvieron esta edición.

 

 

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