Eusebio Ruvalcaba y su gran sentido del amor / Gabriela Torres Cuerva

In memoriam
    

para Mariana Salido
A dos meses de tu partida, por fin puedo entablar otro tipo de conversación contigo. Recién te fuiste, nos veíamos como miran los ciegos: en el vendaval de los recuerdos, de los tiempos ya idos, de los colores de un atardecer cercenado por el fuego del tiempo en las orillas. Ya fue bastante: sesenta y tantos días bastan para vernos otra vez de frente, como antaño, mojándonos los labios con whisky, como Mariano Sepúlveda en tu cuento «Dilema», y un vasto plato de palabras al centro.

     ¿Has visto, Eusebio, lo que ha generado tu partida? Se gestan homenajes, lecturas. A mí no me gusta estar ante el público, ni ver a demasiada gente. Eso dirías. Te salvas. Tampoco verás a los que se acerquen a esta nota y hagan conjeturas sobre lo que a ellos también les hubiese gustado hablar contigo antes del dos de enero de este año, cuando te nos empezaste a escurrir entre los dedos.
     Has hecho algo más. Has despertado a varios poetas dormidos; picaste las costillas de los que escribimos a oscuras; sacaste la punta de algunas prosas. Todo eso y más provocaste al soltarte de la rama de este árbol de pájaros, de cerebros efervescentes. «La invisibilidad es la capacidad de estar sin estar. De no figurar. Y no es precisamente la modestia llevada hasta sus últimos extremos. Es el hartazgo de esa bestia llamada hombre. Que obliga a ceñirse la corona del aislamiento».
     Hoy me interesa hablar contigo del amor: la cima, la sima, el que uno siempre quiere tener encima. ¿Cuántas veces acariciamos, hasta terminar exhaustos, el tema del deseo, del gusto de estar con alguien, de palpitar en común?
     Ésta es una tarde radiante para el tema. El amor es un asunto de temperatura; cuando menos el viento anuncia suficiente aire fresco para pensar, para sentir que el universo penetra por los recovecos del cuerpo. Me fascinó siempre tu estupendo sentido del amor. Que en el territorio anímico más agreste pudieras hablar con emoción presente, aunque ésta no estuviera en su mejor temporada. Y si lo era, si estabas feliz, en el excitante vaivén de la pasión que arde y restaña, tu rostro tenía el gesto exultante de la complacencia. Brotaban palabras entre un trago y otro, salían cuentos, poemas, aforismos: «Los dos somos calientes y cautos. Y a los dos nos gusta arrimarnos al otro. En la cama ajena. En los brazos del desastre».
     Es tu poeta el que hablaba: el que sigue vivo, aunque tú, al igual que la emoción, te hayas echado a volar, pájaro azul, en medio de la noche. Se fue el hombre y se quedó el poeta. Con el que también discuto ahora, como entonces. Decías, cuando el color del amor era el del fruto en su punto, que todas las mujeres destellan. Diferí entonces y lo hago ahora, pero tú ya has decidido que sí: todas. Lo pongo en duda de nuevo; tal vez consiga hacerte pensar en las de ojos indagadores, o en las exigentes por naturaleza. Algo se me ocurrirá para sacarte del error: no hay todas, no hay ninguna. Cada mujer y cada hombre es un abrevadero al que hay que llegar como a un estanque. Sin prejuicios y con ganas de encontrar a quien buscamos. De reflejarnos en ese sexo dispuesto, en el alma que se parte en dos al momento del orgasmo.
     El amor, esa vieja palabra, fue para tu literatura una enorme paradoja, tan peligrosa como deseable; filosa y suave; las fauces del placer a las que nos enfrentaste tantas veces. Allí estuvimos, tus lectores, ávidos de un poco más, de otra vez ante la sensación de estar con esa persona, en esos brazos, perdidos tal vez en la búsqueda de lo inasible, pero tercos y aferrados por amar, aunque el precio fuera perder y comenzar de nuevo.
     Leerte tiene que ser una experiencia sensorial. No hay otra manera de llegar a Eusebio Ruvalcaba sin poner los sentidos sobre la cama. Se parece —y lo he asociado varias veces cuando te leo— a la sensación de plenitud y contento, propia de la manera en que Roland Barthes describe el placer del lector ante un texto que lo deja por un lado satisfecho; por el otro, con la impresión de haber sido arrasado por una ola que lo abandona después en un estado de confusión y vértigo. El filo del abismo, ese peligroso momento en que es tan fácil caer y la vida se vuelve una partícula de luz, un ala de insecto; y en otra toma, la satisfacción, el cuerpo colmado bajo la fronda.
     Como en tu cuento «Siempre volvemos a lo mismo», al placer se vuelve. Y ése es el pecado que todos queremos cometer: amar y regresar por más. En el cuento, de una cerveza sigue la otra, de un trago, el siguiente: «cada sorbo de whisky le sabe a ambrosía», y aunque el final lleve al personaje a pensar en crear una explicación del origen de su aliento para salir con vida de la cotidiana batalla de los comportamientos; los lectores sabemos, tenemos la justa certeza de que ese hombre vadeará esa noche —y todas las que pueda— todas las estrellas que le impidan llegar al amor. Y que al fin será el loco perseguidor que siempre lo intenta, logrando asir la gracia de ese instante, mancharse los dedos y quedar marcado para siempre. 
     Extraigo de una bolsa de estraza, cuidadosamente doblada en las esquinas, el libro Pensemos en Beethoven que me obsequiaste por noviembre o diciembre del año pasado. Para cuando tengas tiempo de darle una lectura, dijiste. Esa tarde nos propusimos hacer un libro juntos. Teníamos diez años con la idea y ya era el momento de concretarla. No todos los sueños se cumplen, vaya que no. El lazo queda incólume. Nos une (hoy) la tendencia al vértigo, al peligro, al amor. Un libro de cuentos es nada frente a esto. Tres palabras de un mismo campo semántico. Los abrazos dados fueron, sin exagerar, siempre alrededor de este tema. Coincidimos en que los escenarios del amor suelen ser interiores, pues aun hablando de la mujer montada en su hombre dándose placer, «sobrevienen en la cabeza del varón los momentos más enhiestos de su vida. Cuando levantaba sus ojos al cielo y contemplaba la bóveda celeste a sus anchas». Sabías, pues, lo supiste siempre, tejer los hilos de la corporeidad con la espiritual grandeza de los animales urgentes y urgidos que en el fondo somos. Lector acucioso, leíste bien a tus lectores.
     Hoy es buen día para leer Pensemos en Beethoven. Empiezo en orden, con los dos primeros relatos; por lo general lo hago en desorden, sin leer el índice, sin influenciarme por el acomodo mental del narrador. Me gusta la expresión —aguda, hoja afilada— con referencia a los sentimientos asociados con el amor. No siempre se da el milagro de encontrar en el libro lo que necesitamos; de ser así, hay que rendirle tributo. La sonata Hammerklavier se hace presente en las páginas. Busco en la red, la encuentro, la traigo a mí en la interpretación de Valentina Lisitsa. La perfección de una joya.
     Para ti, que la música siempre fue «un bálsamo que a veces nos sacude hasta los huesos», la soledad de Beethoven en su falta de oído era la representación máxima del instinto de supervivencia ante la mayor adversidad. Con todo, así como la ceguera en Borges, la sordera en el magistral músico era una soledad tan particular y privada que nadie tenía ni de lejos acceso a ella. Un espacio incompartible en el que el creador se encuentra a solas consigo mismo, ante su propia sinfonía, alejado de los ruidos del mundo: «Lo bello permanece invisible a los ojos del profano. Como las sinfonías de los pájaros a los oídos del sordo». En los dos colmos, los artistas se encuentran privados del sentido sustancial para su arte.
     En la computadora, Lisitsa interpreta una y otra vez. Es suficiente. Hasta para la belleza, llega un punto en que es justo y bastante. El amor, por ahora, ha sido suficientemente venerado. Y quedan muchas palabras en común. Tantas, que ojalá nos alcancen la vida y la muerte para compartirlas. Eres hoy, pero ya fuiste. Te dejo algo de nuestro admirado Constantino Kavafis, al que le sacamos jugo desde todos los ángulos posibles:

Nunca me contuve. Me di completamente y fui.
     Me di a aquellos placeres que eran casi realidad
     y estaban en mi mente;
     me di a las vibrantes noches
     y bebí un vino fuerte
     como sólo los valientes beben del placer.

Un poema al poeta, para que te regocijes en el canto dentro del canto. El cuenco de las palabras, por ahora, se ha vaciado. Queda la vibración, tu mano temblando en la mano de aquella hermosa mujer que amaste, su cuerpo vuelto al vacío y a la superficie, su eme en el nombre y en el modo de trasladarte a la turbulencia del paraíso. Te la recuerdo, aunque nada olvides, sólo para ganarte la partida de que no todas destellan, al menos no con esa llamarada que enciende montes a su paso. De que hay una, ella.

Abril de 2017.

 

Comparte este texto: