La marcha al mar / Iain Sinclair

Fue algo estupendo encontrar, en la actualidad, a seis personas, londinenses y exlondinenses, dirigiéndose hacia la costa, listos para caminar durante cinco duros días, en la unidad de un grupo, en medio de una fuga de tambores, rememorando, simpatizando con los ciclistas que circulan por los caminos de remolque de los canales, acompañando a los músicos callejeros en los túneles, debatiendo con mujeres policías polacas, explicando su peregrinaje a trabajadores de cocina afuera de algunos restaurantes indios de pueblos ferroviarios, cruzando parques isabelinos, en un tiempo en el que el alma de la ciudad está en disputa. En un tiempo en el que Londres, adaptándose a forasteros, refugiados, migrantes económicos (billonarios y empobrecidos), se está quebrando, se está separando, dolorosamente, del resto de la isla. Nuestra capital se ha convertido en un crucero iluminado, un casino flotante para oligarcas, jeques petroleros y lavadores de dinero multinacionales; un navío agujerado justo en la línea de flotación, con empleados invisibles de contratos cero-horas, el daño colateral de la guerra y el hambre y las noticias lascivas, todos apiñados en botes salvavidas.

      Ésta era la idea: desfilar desde la lápida de la Abadía de Waltham que indica el sitio del gran altar original y el lugar de descanso del cadáver mutilado del rey Harold II, reunido y recogido de manera ritual, amorosamente, por Edith Cuello de Cisne (en una de las muchas versiones de la leyenda confabulada por ganadores y perdedores después de la batalla de Hastings en 1066); trasladar el espíritu de esta piedra, tan directamente como sea posible, a la lápida funeral alternativa en la Abadía de Battle (construida por orden del víctor: Guillermo, duque de Normandía). Y luego, en el último destello del crepúsculo, llevarlo al cuadro escultórico: a donde está la estatua de los amantes necrófilos enlazados en el parque público, justo en la parte que da hacia el mar en el borde occidental de San Leonardo. Frente a la calle del restaurante chino.
      ¿Con qué propósito? Hacer cortos recorridos, a trechos de la misma medida, por unas cien millas más o menos, para darse una pálida idea de lo que requirió la forzada marcha del ejército sajón a York y a Stamford Bridge, y regresar, casi de inmediato, a las abadías de Waltham y Westminster, como dicen que ocurrió; a Rochester, Maidstone, Bodiam y a todo lo largo del río hasta Battle. Asegurar escudos, hermano con hermano. Los vivos y los muertos. Pelear durante todo el largo día. Conseguir una derrota necesaria: desnudar los cuerpos, festines para los cuervos. «Todo tuvo la culpa», dijo Ted Hughes.
      Nuestros caminantes por la costa, delante y atrás del evento, estaban borrachos de pérdida, de ruptura. La funesta decisión de cortar nuestros lazos con Europa. La liberación que viene con la convicción de que lo malo ya ha ocurrido. Y pasará de nuevo. Con lo peor por venir. Así que al ataque, de pie, a golpear el tambor. Inglaterra fue hecha no por sus victorias, su saqueo colonial, sus esclavos, la riqueza producida por los esclavos, sus armas químicas, los tratados rotos, petróleo, lana, barcos de guerra, sino por sus heroicas derrotas. Catástrofes, desde las batallas de Catraeth y Maldon a la de la carga de la Brigada Ligera, para hacer mejorar la poesía. En tiempos recientes, la escritora y artista Kirsten Norrie, en la persona de MacGillivray, honra esta tradición, en una embriagadora inmersión al «sacrificio nutritivo», con su poema The Nine of Diamonds, una salvaje re-puesta en escena de la batalla de Culloden, conjurada a partir de las cartas del tarot. «Estoy parado detrás de una cascada congelada», dice MacGillivray, «hecho de sangre universal».

Esperé al contingente de Kötting en Greenwich, en el lugar en el que, poco después, me encontré con una procesión de refugiados y sus defensores vestidos con camisetas azules, una procesión que bajaba de la senda del Támesis, en el camino de Canterbury a Westminster. David Herd, poeta y profesor de literatura moderna en la Escuela de Inglés de la Universidad de Kent, organizó dos de estas marchas de verano: «organizadas por solidaridad con los refugiados, buscadores de asilo e inmigrantes detenidos». En junio de 2015, ellos siguieron el viejo Camino de los Peregrinos. «El principal objetivo», dijo Herd, «era contrarrestar el silencio alrededor de la detención indefinida de la inmigración e iniciar el proceso de solicitar la eliminación de esta práctica».
      En silencio, esperé en un pub del Camino de los Peregrinos las primeras llegadas de ese original desfile por en medio del país. Se dirigían desde Canterbury, a lo largo de los North Downs por el rumbo de Crawley, cerca del aeropuerto de Gatwick, hacia el centro donde muchos de ellos habían sido detenidos, sin explicación y sin esperanza de resolución a sus demandas. Más caminantes, de pueblos situados sobre la ruta, después de interesarse por las historias que contaban los refugiados y los escritores que viajaron con ellos, se unieron a la marcha, que prácticamente no se mencionó en los principales medios de comunicación. En silencio, traté de organizar mis pensamientos en el momento en que, luego de que los refugiados habían comido y descansado, tuvieron que sufrir el discurso de un extraño que no estaba de acuerdo con ellos. Palabras que habrían de ser padecidas también por los locales que, inocentes, estaban sentados afuera, con sus pintas, y por viajeros que habían interrumpido su itinerario, tentados por el heráldico signo del pub y un estacionamiento decente.
      Enardecido por los relatos que escuché, las leyes que cambiaron con cada movimiento de la opinión pública, los años de presentaciones en la corte, retrasos, privaciones, me lancé en busca de algo, tratando de respetar el concepto del cuento chauceriano que Herd compartía con un público diverso que cubría el campo entre la ciudad (y sus viejas vidas) y la catedral.
      Ahora, esperando de nuevo en Greenwich a la segunda expedición de refugiados —siempre llego temprano, siempre entrometiéndome—, la fantasía de escapar, como recientemente lo había confirmado con la marcha de Kötting a la costa sur, estaba desatada. Yo sería llevado a Deptford, Bermondsey, Southwark, al centro de las cosas, por esta masa de peregrinos de camisetas azules y por sus simpatizantes de ojos llenos de brillantes esperanzas.
      Todas estas marchas se intersectaban, de este a oeste, de norte a sur, en Greenwich. David Aylward tocaba los tambores incesantemente. Claudia Barton entonaba sus canciones melancólicas de derrota y amor más-allá-de-la-muerte. Jem Finer, quien intentaba hacer grabaciones con la intención de que sonaran mil años, recogía la acústica de los pasos peregrinos para procesarla en su computadora. Los refugiados no tocaban o cantaban, pero su caminar, por los miles de millas logradas, por las noches durmiendo en los pisos de salones de escuelas, se convirtió en algo mucho más grande que sólo un concepto valioso, dejándome tan sólo como un turista entre todos ellos.
      Nos dirigíamos hacia la Iglesia de Santa María en Deptford, tumba del isleño del Pacífico, Prince Lee Boo, traído a Londres como una importación exótica, traído para morir, abandonado. El folleto de David Herd dice: «Reportes sobre detención y trabajo en la prisión. Relatos de testigos de Grecia y de la Jungla de Calais. Desayuno vegetariano gratuito». Me puse a conversar con un hombre de Ghana quien dijo que nunca había aprendido a teclear, pero que estaba intentando conseguir un empleo como programador de computadoras en la Universidad de Greenwich.
      Hay alrededor de ochenta caminantes, uno por cada milla que han recorrido. Herd, con una sonrisa, me dice que durante la marcha de ayer desde Gravesend se sintió como transportado a un «Downriver post-Brexit». Hay nuevos montículos de Silbury Hill en nuestro camino, arte público malo, plataformas para resaltar la vista de Canary Wharf y una ansiada destrucción de las viejas líneas ley, líneas de visión, caminos del deseo.
      Antes de que yo entre de nuevo en acción, en un pequeño parque, escucho a un deportado tamil, atrapado ya por dieciséis años en su proceso legal, mantenido en el limbo con treinta y cinco libras por semana, las cuales únicamente pueden ser usadas mediante una tarjeta válida sólo en unas pocas tiendas aprobadas. Pero está calmado, resignado, y no perderá la esperanza. Y traen un pastel de cumpleaños para un hombre lo suficientemente valiente como para dar el pitazo sobre una banda de traficantes de personas.

Traducción del inglés de Luis Alberto Pérez Amezcua

           Downriver es una de las novelas más conocidas del autor. Fue escrita en 1991 y ganó premios importantes. La alusión, por tanto, es aquí significativa.
      (N. del T.).

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