Nuestra casa / Alejandra Laurencich

Era una noche de verano, grandes nubarrones se desplazaban por el cielo y tapaban las estrellas, anunciando tormenta. La pizza traída por el delivery se iba enfriando sobre la mesa del jardín, porque nuestra invitada, la tía, se había decidido a hablar de cosas del pasado, de cuando ella con sólo seis o siete años, papá con apenas diez, y su madre —mi abuela, quien los llevaba de la mano— habían arribado a Argentina, el 15 de septiembre de 1935. Sus sobrinos y sobrinos nietos escuchábamos atentos su relato, sabiendo que la cena podía demorarse, que era más importante el alimento que proporcionaba ella, la historia de cómo habían escapado del régimen mussoliniano, lanzado a una «italianización» masiva de los territorios fronterizos, sometiendo así, por la fuerza, a la población eslava de la zona.

      Nos contaba la tía que una pieza al fondo en el barrio de Flores fue el sitio que los hospedó en Buenos Aires hasta que tres semanas más tarde pudo llegar el Nono desde Orán, en Salta, al norte del país, donde había pasado cuatro años juntando los pesos para traer a su familia desde el pueblo donde habían nacido, Doberdob, en la meseta del Carso, a sólo treinta kilómetros de Trieste. ¡Oh Doberdob, tumba de chicos eslovenos!, decía una canción popular de la zona, porque ese sitio fue el escenario de sangrientas batallas en la Primera Guerra Mundial, cuando los bombardeos lograron destruirlo casi por completo.
      ¿Te gusta más Italia o Argentina?, contaba la tía que le preguntaban, y ella respondía: Allá es más lindo, pero acá se come todos los días. Y nos describía los paisajes de su infancia, las colinas y los bosques, la Nona trabajando en una hostería mientras ellos, sus hijos, esperaban sentaditos para compartir un huevo entre los tres. Recordaba el día que los maestros de la escuela habían tenido toda la mañana a los alumnos bajo el sol, formados en la Vía Roma (la calle del pueblo por donde pasaba la carretera que iba a Trieste) esperando el paso de Il Duce, que nunca pasó. Nos hablaba de la señorita Polola, maestra de primero inferior en una escuela pública en la que mis abuelos anotaron a los chicos apenas llegaron a Argentina. La docente llamó al Nono para decirle que su hija sólo hablaba italiano. ¿Y qué quiere?, contestó él, si acaba de venir de Italia, téngale paciencia. La tía ahora miraba la muzzarella que esperaba por ella bajo el viento, y seguía desgranando recuerdos de acá y de allá, de cuando la Nona los montó en la bicicleta y pedaleó quince kilómetros para llegar a la celebración de la Virgen. Toda la noche durmieron detrás del altar porque no tenían dónde hospedarse.
      Me conmueven las historias que narra la tía, acaso porque papá, en los ochenta y pico de años que vivió, jamás me las contó. Pienso en todo lo que guardó en su memoria, pienso que él nunca quiso volver a su país, que si alguno le preguntaba por su tierra decía: pura miseria, como si aún hubiera allá chicos que juntaban balines en la nieve para poder conseguir unas monedas por su venta, las rodillas heladas y los zapatos remendados. Bajo el único abrigo el uniforme obligatorio para los escolares: camisas negras. Todos aquellos sitios de la Vieja Europa habían quedado en su retina cubiertos por el hambre y el dolor de ver cómo, por ejemplo, unos parientes tuvieron que desenterrar a un gato que había muerto de viejo, para tener algo que comer. Allá no vuelvo, decía papá, que se consideraba argentino, que se había enamorado de una porteña, mi madre, y había aprendido a tomar mate como el mejor, había podido pagar los estudios universitarios o terciarios de sus cuatro hijos, hablaba en una especie de lunfardo extraño, que incluía palabras provenientes del tango, como piringundín, mishiadura, bacán o gilastrún; glorificaba a sus ídolos, Gardel o Maradona, hacía asados.
      La porción de pizza esperaba en el plato de mi tía, el viento tormentoso levantaba sonidos extraños, pero nadie se movía, porque ella seguía dando nombres, detalles, como si todo lo que había pasado hacía tantas décadas hubiera sucedido el día anterior. Contaba de su prima, quien una vez, desafiando la ira de su padre, un hombre violento como pocos, fue a meterle un alambre por el culo a una gallina para quitarle el huevo que estaba por poner, tanta era el hambre y la desesperación en ese pueblo que dejaron. Medio salame, un huevo o dos, para tres o cuatro personas, eran las medidas que manejaban los progenitores mientras en la escuela sus hijos no podían hablar su idioma natal, el esloveno, prohibido públicamente por el gobierno de Mussolini. Para las fiestas de Italia tenían que colgar la bandera extranjera en las fachadas de las casas. Para poder trabajar tenían que conseguir el carnet, que únicamente se les otorgaba a los que se aliaban al partido. Todos se iban, y los que quedaban se veían obligados a dejar a sus hijos solos para ir a plantar pinos para el gobierno.
      Pienso en la belleza de esos pueblos y ciudades del norte de Italia y Eslovenia que he visitado, donde he sido invitada a presentar alguno de mis libros, donde he hablado de literatura en festivales o eventos culturales, donde me han preguntado —como si yo fuera una embajadora— por mi familia de origen. Pienso en esos paisajes espléndidos que recorrí, los mismos que setenta o noventa años atrás enmarcaban una historia de miseria y desgarro, como la de mi abuela adolescente empujando una carreta colina arriba, escapando hacia Lubljana, bebiendo agua sucia de la zanja para calmar la sed. Pienso en la frase que ella siempre nos repetía, advirtiéndonos: Chicos, ustedes no saben lo que es la guerra. Pienso en las trincheras que he visto, las que aún bordean la planta urbana de Doberdob como testimonio de lo que fue ese infierno, solitarios parajes donde crece el ruj, un arbusto de hojas escarlata que parece teñido de la sangre de los jóvenes muertos. Tres fronteras llegaron a cruzar esa ciudad en otro tiempo, una de las más castigadas de la región.

Y de la alegría de esa noche la tía pasaba a otra que les había prodigado el azar: cuando llegó la carta que había escrito el hermano menor de mi abuela, del que no habían podido despedirse cuando vinieron para Argentina en el último barco que salió de la zona, porque él había sido convocado a alistarse en la aviación.

La tía seguía esa noche mezclando los planos temporales, los episodios, y así establecía contrastes, como la tremenda fiesta de casamiento de papá y mamá, en el salón de un club esloveno del barrio porteño de Devoto cuyo nombre podría traducirse por Nuestra Casa. Una mesa de chucrut, orquesta en vivo, los paisanos engalanados con trajes y vestidos suntuosos; la familia tenía dinero ganado con trabajo duro y ahorro, el hambre y el padecimiento habían quedado atrás. Y de la alegría de esa noche la tía pasaba a otra que les había prodigado el azar: cuando llegó la carta que había escrito el hermano menor de mi abuela, del que no habían podido despedirse cuando vinieron para Argentina en el último barco que salió de la zona, porque él había sido convocado a alistarse en la aviación. En la carta contaba que su avión había sido derribado, que él había sobrevivido escondiéndose en un pozo sobre el que pasaban los vuelos rasantes enemigos. En el sobre de la carta sólo estaba escrito el apellido de la familia, y abajo Tres Cruces, el antiguo nombre de la Avenida Beiró, en Buenos Aires. Alguien en el correo había comentado la rareza de una carta con un destinatario y una calle sin número ni señas. Y el cartero de la zona escuchó la conversación y dijo: Yo conozco a unos que tienen ese apellido, que viven en Tres Cruces. Y llevó la carta con la que la familia pudo enterarse de que el tío menor había sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial.
      La tormenta continuaba acercándose, la tía miraba hacia el jardín con una concentración intensa y seguía recordando, como si sólo hilando la historia de su pueblo pudiera detenerla. Cada tanto yo le decía: Comé la pizza, tía, se te va a enfriar. Era casi la medianoche cuando por fin se llevó una porción a la boca, saciados ya nosotros de sus recuerdos, ella entonces se dedicó a alimentarse. Después dijo que se iba a dormir, le preparé un cuarto, le acerqué el velador. Escuché cómo se desataba el vendaval afuera, mientras dormíamos al abrigo de una historia con final feliz.
      Al otro día ella se levantó tarde, casi para el almuerzo, comimos bifes de carne jugosa con ensalada, después hicimos una recorrida por todo el jardín, por los canteros, por la huerta, ella con su bastón ayudaba a quitar hojas que había arrastrado el viento, enderezaba tallos; no dejaba de acariciar los arbustos y las flores, de oler y admirar cada variedad, escuchaba la historia de cómo había sido plantada, preguntaba nombres. A las dos de la tarde llamé a un remís, corté la única rosa que había quedado entera en el rosal, un montón de romero y orégano para darle. Se fue después de darme un abrazo fuerte, la saludé hasta que el auto dobló la esquina. Fue la última vez que vino a casa, y sé que ya no podrá volver. Es la última persona de esa generación de la familia que queda viva.
      Cuando entré a mi hogar el aire parecía cargado de encanto y melancolía. Me fui a dormir la siesta y lloré, por ella, por mi papá, por todos los inmigrantes que pudieron soportar el destierro y construir un hogar en otra parte del mundo, que vieron alzarse a sus familias en un territorio lejano. Lloré por los que murieron y mueren en el intento, por los que esperan en campos de refugiados sin saber qué será de ellos o de sus seres queridos. Resistan, quisiera decirles, tengan esperanza e ilusión, en cualquier tierra puede continuarse la vida, erigirse un destino digno, con trabajo, con amor. Pero quizá no sea un buen consejo para darles, porque acaso los inmigrantes de hoy no tengan la suerte que tuvieron mis ancestros, cuando el país de acogida les abrió los brazos, dándoles futuro e incluso la oportunidad de nutrirse, de crecer y de volver, si no ellos mismos, al menos alguien de su familia. ¿Cuántos hijos o nietos de los refugiados e inmigrantes de hoy podrían ser, el día de mañana, orgullosos portadores de una historia de intercambio y prosperidad, coronando así la lucha por la supervivencia de un nombre, de una línea de vida? ¿Cuántos de esos niños hoy hambreados podrán ser acaso los padres de futuros y brillantes científicos, o destacados artistas, u obreros o maestros en la tierra que les dé cobijo y oportunidad? ¿Cuántas culturas y familias podrían entremezclarse, enriquecerse, honrar territorios como si fueran propios, aquí y allá, compensando la tragedia del desarraigo a la que se ven sometidas?
      Duele el mundo que vemos en las pantallas de nuestras notebooks, en las redes sociales, en la televisión; duelen y asustan sus dirigentes, sus políticos, sus gastos de armamentos y la indiferencia evidente hacia los más desprotegidos. Son como una tormenta bestial que se acerca para arrasar con todos. Sólo que tras su avance, si lo permitimos, no habrá familias reunidas ni evocaciones ni recuerdos, no habrá comida esperando alimentar a nadie en la mesa de un jardín, no habrá sitio ni refugio donde guarecerse.

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