La hendidura de las cosas: la poesía de Eduardo Lizalde / Silvia Eugenia Castillero

 

Corrían los días de mi estancia en París y buscaba yo un poeta mexicano que me sorprendiera: una palabra fulgurante. Revisé afanosamente las estanterías de la Biblioteca del Centro Georges Pompidou y encontré un libro cuyo título brilló: Memoria del tigre (1983), reunión de varios libros de Eduardo Lizalde. Para entonces leía Los Cantos de Maldoror, mi manera de andar por las calles parisinas estaba impregnada por esa violencia narrativa, por la musculatura de las palabras, por las metáforas devoradoras unas de otras. Ésta es la razón que me llevó a saltar como lectora a un registro poético más agresivo —contrapunteado— en la lírica mexicana. Buscaba luz no en la luz, como ya lo había encontrado en los matices de la poesía de Bonifaz Nuño, sino una iluminación poética enredada a la opacidad de lo prosaico. Comencé así la lectura de una obra original: no sólo deslumbrante sino vigorosa. Había dolor contenido y fragmentación; había discontinuidad, aunque al interior de las sílabas había nudos vitales. Y un arrojo en la manera de nombrar. Arrojo y mutación: el lenguaje engendraba un nuevo imaginario. Devoré ese libro y todos los del poeta, mi gozo fue decantándose en la búsqueda de un motivo: el nombre, pero no un nombrar como artilugio para fabular, sino un nombrar para hurgar en el caos, el desaliento, un trabajo de minería hacia el detalle de las cosas. El nombre como el tejido desnudo de la cosa, su entraña y también su halo.
    Desde su primer libro importante, Cada cosa es Babel (1966), Eduardo Lizalde emprende la búsqueda de una taxonomía del mundo que pareciera continuar la consigna de Foucault: el encanto exótico de otro pensamiento está en el límite del nuestro. Lizalde entra en el cuerpo del castellano para apuntalar sus aristas, sus bordes. Crea espacios donde los límites son los bordes de los continentes de las cosas. Y justamente en los bordes reside la sutileza, lo que les permite a los objetos ser algo y no ser lo otro. En este libro, el autor se centra en la materialidad; desde allí abre las compuertas a objetos imaginarios que se acomodan de manera más clara entre lo real, las coordenadas se amplían y el tiempo cambia. El tiempo se manifiesta en el nombrar, la cosa es el espacio donde florece el curso de ese nombre. Por eso el tiempo continúa eternamente aunque los sitios fenezcan. El nombre sobrevive al objeto, se transforma en ataúd o en cascarón para guardar el polvo o el cuerpo destrozado de la cosa vencida.
    Lizalde lanza al vacío las cosas, al devenir de la incertidumbre, al espacio de la imposibilidad donde los nombres logran encarnar seres en\ metamorfosis, transformación que surge del destruir, «en el romper lo roto, / como el mago de la cirugía / que destazara un sapo para armar / con sus fibras y sus nervios / un caballo enano» (Memoria del tigre, p. 18). Es el inicio de otro espacio, el de la fabulación, el de la fauna cambiando en permanencia. Animales que brotan de palabras que nacen de animales cuyo origen es el juego de un nombre móvil.
    El no lugar del lenguaje, dice Foucault, el espacio impensable que Lizalde crea, ya no con los objetos yuxtapuestos, sino con su Tigre en la casa (1970), libro con el que el autor da el salto del lenguaje al espacio, o, si se quiere, le construye una casa al nuevo nombrar de su poética, ya esbozada en Cada cosa es Babel. La casa como la ciudad de lo efímero, la Caída hacia el no tiempo. La fiera no sólo desgarra lo que mira, como el poeta del libro precedente, sino que tiene zarpas para el que lo espía y hiere por dentro. Es enorme y percibe el miedo. Su presencia es una sensación que inunda completamente la casa; no hay sitio más que para desplazarse a rastras. Porque el tigre encarna la amenazante verdad escondida en la existencia; porque conocer al tigre, mirarlo, dejarse agredir por él, significa deshacer lo estable, desbaratar el mundo. Es conocer la prisión del sí mismo sin escape posible. En alguna de las entrevistas que le hace Marco Antonio Campos a Lizalde, reunidas en el libro La poesía de Eduardo Lizalde. Ensayos y entrevistas (1981-2004), el poeta habla del hastío y decepción con que escribe el libro, un spleen baudeleriano.
    El espacio de la casa se vuelve heterogéneo, incoherente, es el espacio de la imposibilidad y lo inminente, donde reina lo discontinuo y lo fragmentario. La identidad se pierde y la continuidad temporal también, el futuro constituye la catástrofe pero en un tiempo hipotético, no acaecido todavía. Es un tiempo latente en la mirada del tigre que acecha. El signo de la Caída —comienzo de la desgracia— es la pérdida del amor: la degeneración del amor en alimento de las bestias. El tigre es el guardián de una ciudad de tiempo paralizado. Ser que aguarda, mira, guiado por la sangre y no por la luz. Acecho de la fiera que significa el acecho del caos; intranquilidad, descenso a la morada del tigre, demonio hirviente. Su sueño se cumple en la realidad de la casa. Es odio en acto. Habitante del pasado, el amor es muerte; el odio, en cambio, es la única prueba de existencia.
    La gran hazaña de El tigre en la casa es haber abolido los lugares comunes, pero no desde la temática y la ideología, como en Cada cosa es Babel, sino desde el interior del lenguaje: la sintaxis, las metamorfosis, la incesante rotación e inestabilidad de las palabras en esa casa nueva desquiciada por el tigre, sitiada por la angustia. La comunicación de las palabras entre sí es imprevista, vertiginosa, onírica, pues sólo en el sueño se puede vivir ese tiempo corruptible. Este sueño es el todo deformado en una fabulación infernal, donde «el amor es todo lo contrario del amor, / tiene senos de rana, / alas de puerco» (p. 72). La desolación, la duda, la muerte. Es el mundo de las bestias, el cuerpo humano degenera y hasta la roca se desteje y se vuelve líquida, desvela su secreto. El ángel aparece ciego y leproso, su presencia infecta de desgracia; es el ángel rebelde, Lucifer, el ángel bueno desposeído de sus poderes, corrido del paraíso, desgarrado, arruinado.
    Tres habitantes tiene la casa: el tigre cuya mirada proyecta el mundo caótico, el poeta —en momentos narrador omnisciente y en otros el mismísimo tigre—, y la amada, perdida en ese reino invertido, sin ningún nombre, sin estatus posible, a veces mujer, prostituta, otras más se vuelve bestia. Sin embargo es por ella, para ella, en busca de ella que el poema existe.
    El amor se torna el eje de El tigre en la casa. Amor dolido, extinguido pero todavía vivo. La última parte, «La ciudad ha perdido su Beatriz», es elegíaca. El poeta llora su muerte y la somete a términos tan cambiantes que van desde «flor de flores» o «sol de los sabores» a «perra sin entrañas», la compañera de Cerbero, diosa cruenta, la Coatlicue que desmiembra: «Sangre vertió, desmembró cuerpos, / vendió a los cerdos carnes / en perlas cocinadas, / destejió obsidianas / para tejer con ellas / excrecencias de chivo» (pp. 88-89). Sin embargo ella muere y deja desamparado al mundo. Beatriz dantesca —guía—, encarna el ideal. Sin ella todo retrocede al origen; ella misma en el recuerdo se vuelve invertebrada, licuosa, insecto. Pero en este origen el sueño vuelve a recuperar al tigre que acecha, al poeta que sueña y crea la historia, la fabulación. Y todo recomienza.
    En La zorra enferma (Malignidades, epigramas, incluso poemas), libro ganador del Premio Aguascalientes en 1974, el poeta ya no es lince —quien penetra las cosas con mirada aguda— ni un tigre espía. Ahora el poeta sale de la casa para recorrer las calles, aunque el tiempo sigue siendo ese mismo presente precario. Pero ya no es un tiempo mítico, ahora es profano y cargado de palabras contestatarias (años setenta) sin fervor revolucionario, reina más bien un tono mortecino del fracaso del socialismo como esperanza política. En uno de los textos el poeta define la revolución de la siguiente manera: «Revolución, tiendo la mano / y a veces me la muerdes. […] Sólo el idiota, el loco y el canalla / piensan que el mundo es un jardín / donde florece una esmeralda / con sabor a durazno. […] Escucha: come un poco, tranquila, / de mi mano. / No es veneno esta pobre palabra deprimente, / de zorra enferma, / que te doy» (p. 101). En este espacio la existencia es ilusoria y provisional, el dios creador es omnipotente pero ignorante, su obra es mediocre e imperfecta. El amor es completamente carnal, sin armonía; reinan la desolación y la nostalgia.
    En La zorra enferma Lizalde reta la belleza celestial, superpone el mundo divino con el otro, imperfecto, bestial. Su superposición no es tajante, más bien los mundos se imbrican y surge lo híbrido, el hombre siempre de por medio, cegado por la «gran luz» y embriagado por ella, atraído, expectante. En «Profecías» —la parte final— acontece el apocalipsis, que no significa nada más el fin de los tiempos de la historia humana sino el blanco al que apuntaban los poemas. Esos seres intermedios que habitan la obra de Lizalde explotan como bombas de tiempo, cumplen su propio designio. Ratas, leones, hormigas, ratones, elefantes, puercoespines, hombres, mujeres, rosas, besos, todo aparece escindido por la espada. La Ciudad, el albergue de este mundo miserable, enloquece antes de desaparecer.El final lo lleva a cabo Dios con la espada, todo muere atravesado por ella. «La danza de la espada, el vals de carne, / la cisoria armonía de miembros, dedos, ojos, / cueros y tendones desprendidos, / la coreografía perfecta de lo no bailable / será el baile de todos» (p. 161).
    En el universo de Eduardo Lizalde, luz y tigre se entrelazan y transfiguran, la luz en tigre y viceversa. En Caza mayor (1979) el poeta se asume tigre, esta vez con todas las cualidades del hombre común habitante de la ciudad. El autor maneja un presente cotidiano intercalándolo con un pasado autobiográfico. No obstante, el tigre posee una doble naturaleza. Por un lado es paradigma, bestia mítica, y por el otro narrador que mira el
mundo desde una perspectiva animal, aunque en otros momentos es
el tigre humanizado. En el tigre se concentran las fuerzas naturales y sobrenaturales, la bestia y el dios, y entre ambos el mundo del hombre. El tigre acecha al mundo pero a su vez es vencido por la muerte: «Es la muerte / Y el gran tigre es la presa» (p. 165). Como Tezcatlipoca, el gran tigre es vida y muerte en conjunción, ésa es su tragedia. Por eso el tigre es concebido como una de las puertas del infierno.
    En el transcurso del poemario —al igual que en Tercera Tenochtitlan, un libro muy posterior (1983-1999)— aparece la Ciudad de México concebida como una mezcla entre paraíso perdido (leamos juventud pasada) e infierno (conciencia de la madurez): «Siempre a la sombra del bar El Paraíso, / que arrasarán las obras de rescate del Gran Templo Mayor / —indígena revancha—, / devorábamos pichones en su jugo, / los mejores de la Gran Tenochtitlan» (p. 175). La sangre corre en este libro como en los ritos del México precolombino. Entrelazada con el alcohol de las cantinas es elíxir indispensable, vía de purificación, así como sangre envenenada por la catástrofe: sangre del origen y del fin de los tiempos.
    Dentro del bestiario de Lizalde, jaguar o tigre juegan el papel del lobo occidental, símbolo de castigo. El tigre es el sol, la luz, el que da vida, «El tigre real, el amo, el solo, el sol» (p. 165). Sin embargo, el astro posee la ambivalencia de devorar y ser devorado; el sol es devorado a su vez por otro tigre, el mayor, el tiempo: la muerte. Este sol devorador y devorado por el gran animal es próximo al Cronos griego, símbolo de la inestabilidad del tiempo destructor. El tigre acechador contiene en su naturaleza intrínseca la vida y la muerte.
    A pesar del caos y la traslación de las coordenadas tradicionales de tiempo y espacio, hay en la obra del poeta la ley interior de la coherencia, especie de fuerza molecular que une en el caos el lenguaje nuevo. Se trata de una fuerza narrativa cuya exaltación llega a la base de la vida misma. Hay impaciencia en los seres de Lizalde, pues están dotados de un impulso de valor inaugural pero con tono apocalíptico: se adelantan, quieren poblar el principio y el final del universo, necesitan nacer y morir simultáneamente. Los textos fundan un reino nuevo pero al mismo tiempo anticipan su evolución paradoxal; de ahí su naturaleza de apariciones rápidas, de segmentos incompletos que interfieren en el curso normal de los propios poemas: «Tienen sus cuatro patas / bien puestas en la tierra, las cosas: / mesas, garzas o serpientes, / y dan su flor cuando alguien / las reconoce en el coto cerrado y expansivo / del lenguaje, / premonición de un huerto / donde el agudo olfato distinguiría / los frutos de injertos posteriores» (p. 27).
    En la medida en que el poeta decide nombrar, da inicio este mundo grotesco, desbordado, en el que los límites no existen y florecen seres dislocados, engendros, deidades, jardines y gatos fuera del orden habitual, en un espacio virgen pero agónico. El poeta funda una nueva Babel donde lo extranjero se acopla entre sí para formar significados nuevos, intensos aunque efímeros. El poema deviene un jardín de púas donde esta fauna trepa como enredadera frente a la propia mismidad. Es el intento de ir hacia lo otro para resguardar lo íntimo y verdadero.
    El poema puede llegar a ser un grito, el inicio de lo apocalíptico que cambia el orden del mundo, lo destruye pero funda otro: el reino del nombre. El grito desbarajusta lo establecido para conducir a las cosas al caos completo. A partir del grito los límites entre seres y objetos se borran y comienza a sucederse lo extraordinario, lo extremo e incomprensible. Una vez acuñado el poema cesa el caos, el poema inaugura una lógica diferente con riendas más atrevidas y anclas más hondas. El nombre empieza en el punto en que todo se desteje, en la orilla del ser de la cosa, en el instante de su desaparición. El nombre sobrevive al sismo y reconstruye, esculpe, llena los vacíos e imprime a las cosas un viaje permanente donde todo deja de ser para volver a significar: narración y delirio que al tiempo de describirlo lo engendra: «El nombre como el muelle debe clavar amarras de / una seda feroz / al barco de la cosa que, por más pequeña, / ha de arrancar postes, andenes, / tirando con su cuello colosal de microbio; / ha de arrancar costas, ciudades, corbatas, continentes, / con su lomo de Atlántida» (p. 41).
    El hecho de que el Supremo ponga fin a la vida diseccionando con una espada cada ser, nos da la pauta de una configuración ordenada del mundo; es el término de algo confuso que da paso al esplendor, al orden. En el mundo anterior los seres son híbridos y opacos; en este dividir en partículas iguales se conforma un reino simétrico, de átomos; un mundo razonable. Allí donde los tiempos se confunden como protoplasma, surge un reino celular y geométrico: «la espada hecha de filos como la rosa hecha de aromas, / darán su rojo y liso la, para entonar el baile. / Este es el fin»(p. 161).
    El tigre de Eduardo Lizalde concentra, en suma, una obra que surge en el fin de la modernidad, y posee —como lo apunta Octavio Paz en Los hijos del limo— una aceleración que disuelve el futuro convirtiéndolo instantáneamente en pasado, contiene cambios tan rápidos que producen la sensación de inmovilidad. La obra —más bien— edifica una presencia que se contempla. Es —concluye Paz— conciencia de la historicidad humana y de su consecuente condenación a la finitud.

 

 

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