El gran escape / Alejandro Badillo

Un veinticuatro de junio decidí abandonar a mi esposa por primera vez. No llegué a esa decisión de una manera fortuita. Deliberé y deliberé en secreto, como si fuera el único participante de una conjura. Expuse mis razones y traté de encontrarles una grieta, invalidarlas de alguna forma. Me gusta pensar las cosas que hago, encontrarles una justificación, un contexto. Quizás la niebla tóxica que inunda a la ciudad en las mañanas hace que la gente camine en círculos, mire el aparador de una tienda por largo tiempo o decida, sin una razón clara, abandonar algo importante. Algunos abandonan a sus perros, otros sus esperanzas y otros a su pareja. El caso es que el veinticuatro de junio, en la noche, mientras el calor hacía sudar a la ciudad, decidí abandonar a mi esposa. ¿Cómo llegué a esa certeza? Pues la miré mientras estábamos en la cocina. Ella tenía puesto un vestido rojo y sus zapatos blancos, parecía que iba a salir de fiesta. Yo acababa de regresar de la fábrica. El trabajo de administrador me estaba costando la vida. Muchas presiones, papeles y trámites. No lo dejaba porque era nuestra única fuente de ingresos. Ahora, desde la distancia de las semanas y los meses, creo que todo eso influyó para que esa noche decidiera abandonarla por primera vez. Mi esposa estaba en la cocina preparándose una limonada. El ventilador funcionaba a ratos. Recuerdo que lo llevábamos, de cuarto en cuarto, intentando que refrescara el ambiente. Primero la sala, luego el pasillo, después la recámara. Sin embargo, las olas de aire cálido seguían invadiendo el departamento. A veces llegaba tan cansado que el calor me transmitía un sopor que entumecía mis sentidos rápidamente. Entonces, sólo me quedaba dormir. Algunas noches, en la madrugada, el efecto desaparecía y abría los ojos. Mis ojos se concentraban en el techo y, después, en mi esposa. Ella dormía, muy tranquila, ajena a mis dilemas. El calor me pegaba las sábanas al cuerpo. El ventilador parecía interrogarme con sus aspas perezosas. Entonces tenía la seguridad de que el insomnio era uno de los efectos secundarios del calor. Algún día el termómetro subiría tanto que dejaría sin dormir a todos los vecinos del edificio y a la ciudad completa.

      Quizás pensaba en estas cosas mientras veía a mi esposa sacar hielos del congelador para ponerlos en su vaso. No recuerdo si le dije alguna trivialidad para romper el silencio. La verdad es que últimamente no teníamos muchas cosas que decirnos. Todo eso conjuró para que naciera la idea de abandonarla. Si hablé es probable que me haya quejado del calor y del último incidente en la fábrica. Ella, quizás, respondió con un monosílabo. Y mientras el monosílabo, acaso acompañado por un leve movimiento de cabeza, se fundía con el silencio, pensé que la idea de dejarla no era sólo un capricho, sino una necesidad cada vez más acuciante. Era aún un impulso, es cierto, pero sabía que esa inercia encontraría pronto un sustento más firme. La miraba beber del vaso. Los hielos enfriaban sus labios y diluían las huellas de sus dedos en el cristal. En ese momento, justo cuando dejó el vaso en la pequeña mesa que apenas cabía en la cocina, recordé mi niñez y los intentos imaginarios de abandonar mi casa. En varias ocasiones, harto de los regaños de mis padres, pensé en las posibilidades que tendría si huía con una pequeña mochila con dos o tres mudas de ropa. Imaginé cuánto dinero necesitaría para llegar a alguna ciudad cercana y los peligros que enfrentaría en las calles. Mientras más lo pensaba el escenario parecía real y, sin embargo, casi inalcanzable.
      Mi esposa recargó la espalda en la orilla del fregadero. Sus uñas rojas contrastaban en la escasa luz que proyectaba el foco. Comprendí que el departamento se había convertido en algo ajeno, gobernado por elementos que no alcanzaba a discenir: la cafetera que sólo usaba ella, el refrigerador que apenas tenía comida, las hormigas que trepaban por la pared y se perdían en el marco metálico de una estrecha ventana. Todos eran habitantes de un mundo que se me escapaba día a día. Y a pesar de esa extrañeza, ese trastorno sutil que me agobiaba, ella se veía bastante conforme, bebiendo limonada, como si estuviera a gusto en el ámbito caluroso, en ese edificio que parecía derrumbarse en cualquier momento. Pensé que la actitud displicente era impostada, que había algo artificial. Lo reflexioné mejor y hasta llegué a dudar de que ella fuera mi esposa. Sentí un ligero vaivén en el estómago cuando la miré como si fuera una impostora. Miré sus tobillos blancos, sus cabellos cubiertos por un tinte rojizo que intentaba, sin mucho éxito, disfrazar sus canas. Entonces, incrédulo y curioso, dispuesto a probar esa idea, le hice una pregunta:
      —¿Te acuerdas del viaje a Acapulco? Quizás podríamos ahorrar y volver el próximo año.
      Ella balanceó un poco el torso. Por un momento creí que iba a esquivar mi ataque disfrazado, a contestar con un monosílabo o, peor aún, con otra interrogante. Sin embargo dejó el vaso en el fregadero y, mientras lo lavaba, me dijo:
      —Tendríamos que ahorrar más de un año, mi amor.
      Su respuesta correspondía a su habitual pesimismo. Era ella, sin duda: una mezcla de soledad, aire caliente y tristeza. Su voz, opaca, salida poco a poco de entre los labios, contrastaba con el fulgor de su vestido rojo. ¿Por qué se había vestido así? Quizás le había prometido que saldríamos a algún bar o un salón de baile. Me dio miedo seguir interrogándola porque me podría reclamar algún olvido. Estuve unos segundos explorándola, midiendo en secreto, como un espía, el movimiento de sus manos mientras volvía a dejar el vaso en su lugar. Había algo extraño y conocido en cada uno de sus parpadeos, en la manera en que guardó un trapo en el cajón bajo el fregadero y en sus pasos que se dirigieron a la sala.
      La seguí en silencio. Había paz, en ese momento, mientras se arrellanaba en uno de los sillones que habíamos comprado a plazos. A veces estaba así, callada, mirando las luces de la ciudad a través de la ventana. Parecía repetir, de forma inconsciente, un rito antiguo que la redimía de una pena desconocida, una desgracia que se insinuaba en su espalda encorvada, en las venas endurecidas de sus manos. El calor arreciaba. Era difícil creerlo pero la temperatura aumentaba en las noches. La luna, libre de nubes, muy blanca, bañaba los edificios de la ciudad y caldeaba las calles. Yo calculé la tranquilidad de mi esposa y traté de encontrar un pequeño desajuste, algo que no encajara en ella. Después comenzó a abanicarse el rostro con una revista. Seguramente, pasados unos minutos, iríamos a la recámara y ella prendería la televisión para ver las noticias. Yo trataría de conciliar el sueño mientras ella, concentrada en la pantalla, parpadearía con lentitud, como si la luz de la pantalla interfiriera, de alguna forma, con sus pensamientos.
      Pasó un rato. Yo aproveché para ordenar unos papeles que necesitaba llevar al trabajo. Ella tenía los labios entrecerrados y parecía navegar en la penumbra de la sala. Cuando dieron las once dejó la revista en la mesa de centro y, sin decirme nada, se dirigió a la recámara. Yo acabé de clasificar los documentos y la alcancé justo cuando se ponía un camisón blanco y se quitaba los aretes. Ahí, más por un impulso que por una estrategia largamente pensada, le volví a contar el incidente de la fábrica. Le escenifiqué el regaño de mi jefe y mi fastidio por tener que lidiar con él todos los días. Ella, ante mis quejas, siempre me decía que renunciara y que nos arreglaríamos para solventar nuestros gastos. Entonces yo le contestaba que mi edad
      —casi sesenta y un años cumplidos— era un obstáculo para salir a las calles en busca de un empleo, que lo mío era un mero desahogo pues sabía que no cambiarían las cosas. Era una discusión sin sentido. Ella no había podido encontrar empleo después de haber sido despedida de una escuela de idiomas por recorte de personal. Sin embargo, esta vez dejó que terminara mi perorata y me dijo que no podía dejar el trabajo, que había sido un lapso de mal genio de mi jefe, un incidente motivado por el estrés. Después, serena, como si hubiera esperado mucho para afirmar eso, se acomodó entre las sábanas y tomó el control remoto para encender el televisor. Yo, tratando de disimular el asombro por el cambio en su respuesta habitual, me desvestí y me quedé en calzoncillos. Quizás era la clave que estaba esperando. Ella, con esa respuesta, me indicaba que era el momento adecuado para dejarla. Mientras el conductor del noticiario informaba los detalles de un atentado terrorista en Medio Oriente y del aumento en las tasas de interés, imaginé mi vida sin ella. Podría vagar por las calles después del trabajo, quizás juntar un poco de mi sueldo para viajar a algún lugar que no fuera Acapulco o poner un negocio con el que ella nunca hubiera estado de acuerdo. Era curioso: a pesar de abandonarla, ella seguiría definiendo mis acciones. Tal vez, pasado algún tiempo, regresaría al departamento para saber cómo estaba, si mi huida también la había liberado, si había esperado durante varias noches mi regreso. Nos sentaríamos en los sillones y hablaríamos tranquilamente, como dos viejos amigos que se reencuentran.
      El noticiero nocturno terminó después de los resultados deportivos y ella se durmió sin decir buenas noches. Yo tenía los ojos abiertos. Observaba la ventana, las cortinas blancas que tenían un leve movimiento. Pensé en decenas de huidas y en sus posibles variaciones. Me sudaba la frente. El ventilador estaba encendido pero apenas contrarrestraba el calor. Era momento de actuar. Miré la espalda de ella recorrida por los tirantes del camisón. Quise rozar sus cabellos, recorrer la línea de sus hombros, pero no podía arriesgarme. Me levanté de la cama procurando no despertarla. El ruido del ventilador cubrió el ruido de mis pasos. Salí de la recámara. A manera de despedida la miré unos segundos desde el quicio de la puerta. Quise prolongar el instante pero no podía dejar que los sentimientos vulneraran mi decisión. En la habitación contigua guardábamos una maleta que habíamos llevado a Acapulco. Mi ropa y otras pertenencias estaban en un gran ropero que nos había dejado la antigua dueña de la casa. Ante la imposibilidad de moverlo habíamos optado por no llevarlo a la recámara principal. Comencé a escoger pantalones, playeras y camisas. También metí calcetines, mudas de ropa interior y los zapatos más resistentes que encontré. Me puse un pantalón ligero, tenis y una playera. Iba haciendo una lista mental de lo que podría necesitar en los próximos días. En la sala saqué una caja de cartón en la que guardaba papeles importanes y puse en un fólder mi acta de nacimiento y mi cédula profesional. Miré, sobre la mesa del comedor, los papeles que había ordenado para el trabajo. Sonreí ante la posibilidad de abandonarlos pues, ya entrado en gastos, sería fácil mandar al diablo a mi jefe y a la fábrica. Suspiré y recapacité: no podría, de momento, prescindir de mi sueldo, sobre todo porque pensaba depositarle una cantidad mensual a ella en lo que se acostumbraba a su nueva vida. Quizás mi ausencia acarrearía un golpe de fortuna y alguien contestaría las solicitudes de empleo que mandaba todos los días. Metí los papeles del trabajo y cerré con grandes esfuerzos la maleta. El calor me había agotado, así que me senté en un sillón. Miré las cosas que habíamos reunido a lo largo de muchos años. Algunos objetos tenían mucho tiempo con nosotros. Debajo de la mesa de centro había libros que sólo me interesaban a mí pero que me sería imposible llevar. Miré un póster de un cuadro de Renoir que había enmarcado en mis tiempos de la universidad. Era una lástima dejar todo eso ahí; sin embargo, necesitaba viajar ligero, después de todo no sabía cuál sería mi destino. Quizás mi nuevo hogar sería aún más pequeño que el departamento de cien metros cuadrados cuyos rincones conocía hasta el último detalle. Recorrí por última vez la sala y la cocina. Me despedí de las cosas materiales que, de alguna manera, seguían hablando, evocando tiempos mejores. En el librero miré una foto de ambos y una esfera de cristal en la que navegaba un barco en un mar azul y cristalino. La había comprado por unos pesos en nuestro viaje a Acapulco. Los demás recuerdos se habían perdido o no existían. La esfera seguía ahí, interrogándonos y sobreviviendo a cualquier accidente, a las discusiones que teníamos de vez en cuando, a los cambios de lugar de los muebles, a la limpieza que hacíamos cada semana. Dejé la esfera en su lugar y, sin poder evitar un sentimiento de nostalgia, salí del departamento.
      El pasillo del noveno piso estaba vacío. Arrastré la maleta hasta la puerta del elevador. Pensé que, una vez abajo, tendría que tomar un taxi para no sufrir más con mi carga. Quizás podría ir a un hotel cercano mientras decidía mis próximos pasos. Las puertas se abrieron y entré resoplando. El aire caliente me rodeaba. Sentía latidos apresurados y profundos en todo el cuerpo. Estaba nervioso. Pulsé el botón que me acercaría un poco más a mi nueva vida. Mientras las puertas se cerraban pensé en mi esposa recién abandonada y en aquellos actos apenas visibles, minucias cotidianas, que ya no compartiríamos. Recordé el viaje a Acapulco y me pregunté si, sólo en ese fin de semana, en aquel hotel barato que ni siquiera daba a la playa, habíamos sido felices. Quizás, desde hacía mucho, ella me estaba mandando señales, muy sutiles, para que yo tomara la decisión de huir. La última, aquella respuesta que no esperaba, era un último llamado. En lugar de tristeza tenía una mezcla de tranquilidad y ansias que se diluían cuando me acordaba de la expresión serena de su rostro mientras dormía, su mirada perdida en el televisor o el tintineo de la cuchara en el vaso mientras se hacía su limonada. El elevador llegó al séptimo piso. Me enjugué el sudor de la frente. A una calle del edificio estaba una tienda que abría toda la noche. A veces me quedaba un rato ahí, antes de llegar al departamento, porque tenía un buen aire acondicionado y una máquina automática que servía café. Ahí estaba largos minutos, sentado en una silla de metal, recargado en una estrecha repisa, mirando a través de las ventanas el ir y venir de los autos, los anuncios luminosos de las tiendas, gente caminando a sus casas después de la jornada laboral, algún indigente pidiendo monedas en una esquina. Ahí podría comprar una botella de agua y esperar a que se aclarara mi mente.
      La expectativa de mi escape hizo que el tiempo en el elevador se alargara. Cada movimiento, pesado por el calor que me envolvía, era un paso lento, aunque constante, al exterior del edificio. Me senté en la maleta. El elevador se detuvo en el quinto piso. Entró un hombre joven, de traje oscuro y corbata de rayas azules y negras. Me puse de pie. Me sentí descubierto, como un niño a la mitad de una travesura. Quizás salía por una compra de emergencia. Nunca lo había visto. Me saludó con una sonrisa. Me pregunté cómo podía soportar el traje con el calor que hacía. Iba a examinarlo más detenidamente cuando el elevador llegó al segundo piso, se abrió la puerta y el tipo salió. Pensé que había visitado a algún amigo o que había olvidado algo. Me volví a sentar en la maleta, el elevador cerró sus puertas pero no reanudó el descenso. Hubo un par de sacudidas pero no pasó nada más. Era habitual que el elevador fallara. El edificio era viejo y el administrador, por órdenes del dueño, no invertía en reparaciones costosas. Esperé unos segundos y, un poco harto, oprimí de nuevo el botón de la planta baja. No hubo respuesta. La luz del elevador se mantenía, así que la falla no era por un apagón.
      Pasaron varios minutos. Me invadió la ansiedad. Los latidos, en cada parte de mi cuerpo, se desbocaron acicateados por el calor. Me sentía como un animal enjaulado después de caer en una trampa demasiado burda. El bochorno era parte de esa prisión. Me quité los pantalones y la playera. Ese veinticuatro de junio sería inolvidable. ¿Qué haría si no me rescataban pronto? Quizás el elevador detenido era un indicio de que no debía abandonar a mi mujer. Las señales, ahora, eran bastante confusas. En algún momento alguien se daría cuenta de la falla y avisaría al negocio de mantenimiento para que llegaran al rescate. Quizás algún curioso intentaría hacer algo por su propia cuenta. Podrían pasar unas dos o tres horas antes de hacer contacto con alguien, aunque mientras se acercaba la madrugada era menos probable que un vecino quisiera usar el elevador y, así, descubriera el desperfecto. Sentado en la maleta parecía que me internaba en un mundo con demasiadas posibilidades. No podía hacer otra cosa más que pedir ayuda. Grité y grité pero mi voz era absorbida por las paredes del elevador. Incluso si mi voz hubiera podido franquear esos límites, se habría perdido en la soledad de un pasillo vacío. Iba a seguir gritando cuando pensé que, si alguien salía de algún departamento cercano y me escuchaba, podría identificarme. No hacía amistad con muchos vecinos, pero era inevitable platicar con ellos en las mañanas, antes de salir al trabajo. Recordé que, en el segundo piso, justo en donde estaba atorado, vivía una solterona que a menudo me ofrecía seguros de auto. A pesar de que sabía que no tenía uno, insistía pensando, quizás, en que algún día podría necesitar de sus servicios. Ella me escucharía y, peor aún, sabría de inmediato quién era el dueño de la voz. Seguramente, a pesar de mis súplicas de que no lo hiciera, iría a tocar a mi departamento para avisarle a mi esposa. Ya la podía ver, en camisón, medio dormida, bajando por las escaleras desde el noveno hasta el segundo piso. Cuando al fin se consumara el rescate me iban a encontrar medio deshidratado, sudoroso, en calzoncillos, custodiando una gran maleta y sin una explicación convincente.
      Siguió el paso del tiempo. Los segundos se desgranaban con pereza. No quise mirar mi reloj. Había dejado mi celular en la mesa del comedor para que ella entendiera que mi huida era definitiva, que no podía hablarme. Estaba solo, como un ladrón que, de pronto, se ha quedado sin coartada ni cómplices. Traté de no pensar. Volvieron a mi mente imágenes de mi niñez. Me volví a encontrar en mi recámara, mirando por la ventana un parque solitario, pensando si esa noche podría huir, si atrás de los árboles y las bancas de cemento había un mundo para mí. ¿Qué significaban las luces más lejanas de la ciudad? ¿Quiénes vivían ahí? ¿Hasta dónde podría llegar con mis propios medios? Pensé en otras cosas que ahora no recuerdo. Me comencé a adormecer. El calor me cerraba los párpados lentamente. Recargué la cabeza en la maleta. Los latidos en mi cuerpo se tranquilizaron hasta volverse un siseo cómodo, agradable. Antes de quedarme dormido vi a una cucaracha salir de un rincón e internarse en la orilla de las puertas hasta desaparecer por completo.
      Me despertó el sonido de un golpe metálico. Miré mi reloj: eran unos minutos después de las seis de la mañana. Escuché la voz de un hombre que me decía: «No se preocupe, en un momento lo vamos a sacar. ¿Está bien?». Sólo atiné a decir que sí. Estaba a punto de ponerme de nuevo la ropa cuando las puertas se abrieron poco a poco gracias a la fuerza de un par de ganzúas. Después de unos minutos y no pocos esfuerzos, la luz de la mañana entró al elevador. Me encontré con varios rostros que me examinaban con curiosidad. Luego llegaron los murmullos y las exclamaciones de alivio. Supuse que varios se habían quedado atrapados en el elevador pero ninguno por tanto tiempo. Me dieron palmadas en el hombro. Me sentía como un héroe improvisado. Me preguntaron, una y otra vez, si estaba bien. Luego de vestirme, agradecer la ayuda y asegurar que no estaba herido, me despedí de ellos. El pasillo pronto quedó vacío. Sin pensarlo mucho enfilé a las escaleras y, con grandes esfuerzos, rabiando, comencé a subirlas con mi maleta atrás. Debí haberles pedido ayuda.
      Estuve un buen rato afuera del departamento. Me asombró que mi esposa no hubiera salido ante el alboroto. Tenía hambre y me dolía la espalda. Seguramente, en el afán de rescatarme, habían olvidado avisarle. Después de la noche en el elevador había desaparecido el impulso de huir y, sin embargo, no me sentía con la confianza de retomar mi vida normal. Era como estar inmerso en una película en la cual no tenía un papel claro. Me sentí muy viejo. Mis llaves, al igual que el celular, estaban adentro. Suspiré y llamé a la puerta. Después de un par de minutos la escuché moverse por la sala y atisbar por el ojo de la mirilla. Traté de sonreír pero no pude. Mi maleta estaba a un lado. Quizás pude haberla escondido, pero no quería ocultar nada. En el fondo deseaba que ella me enfrentara, que llorara, que atara cabos hasta llegar a una agria reclamación. Al fin abrió la puerta. Estaba en camisón y con el cabello revuelto. Miró en silencio mi maleta y me dijo «Buenos días, mi amor». Luego entró al departamento y fue a la cocina a preparar el desayuno.
      Ese día apenas hablamos. Estaba tan fatigado que hablé a la fábrica para reportarme enfermo. Pensé, por un momento, que ella me estaba castigando; tal vez esperaba, paciente, una confesión mía, una febril declaración de culpa. Quizás, cuando menos lo esperara, me pediría el divorcio. Conforme fueron avanzando las horas me di cuenta de que su comportamiento era normal, que mi breve abandono no había alterado el curso de su vida ni de nuestro matrimonio. No sé si se había dado cuenta de mi escape aquella noche. Nunca le pregunté y creo que nunca lo haré. Seguimos con nuestra rutina que, al parecer, nos protege contra todo. Cuando llegó la tarde aproveché para terminar algunos asuntos pendientes. Miré de nuevo la esfera de cristal, el póster de Renoir y los libros pendientes por leer. Cuando dieron las once el calor comenzó a arreciar. Ella, después de abanicarse el rostro con una revista, pasó de la sala a la habitación principal y prendió el televisor. La miré, igual que el día anterior, concentrada, casi inmune a mis palabras y a mi presencia. Me pregunté si la podría seguir queriendo. Cuando se durmió me levanté de la cama y volví por mi maleta. Le quité algunas cosas para tener menos dificultades. Entré al elevador, no me importaba que volviera a quedar atrapado. Cuando llegué a la planta baja me quedé de una sola pieza. Lo había hecho. Todo era tan fácil. Era como un animal habituado al cautiverio que, cuando lo dejan en libertad, no sabe qué hacer. Sin saber muy bien por qué, me asomé a la calle y, después de husmear un poco, volví al elevador. Estaba tranquilo. Por esa noche había sido suficiente.
      Pasaron las semanas. El calor disminuyó en la ciudad. Los reportes meteorológicos señalaron cielos nublados y temperaturas más soportables. La lluvia caía en chubascos inesperados que aplacaban el aire tóxico de las calles. La ciudad iba a un ritmo más lento. Ahora, después de varios meses, salgo todas las noches, un poco después de las once. Tengo una mochila pequeña en la que siempre están un par de mudas de ropa y un par de zapatos resistentes. Miro a mi esposa dormir y me despido de ella en silencio. Me muevo por el departamento tratando de no hacer ruido. Me despido, como todas las noches, de los libros, de la esfera de crital, del cuadro de Renoir. Salgo del edificio y voy a la tienda. Después de saludar al empleado, me siento en la silla de metal y bebo un café en un vaso de unicel. Miro los taxis amarillos que se detienen en el semáforo. Pienso en lo que pasará si abordo alguno y le digo al conductor que me lleve lo más lejos que pueda, hasta que se agote el tanque de gasolina y la ciudad sea sólo una referencia en el horizonte. Me froto las manos. Pago mi café y deambulo un rato por las calles. Me interno por el parque que está enfrente del edificio. Paseo entre bancas derruidas, un poco de basura y árboles que empiezan a reverdecer. Miro a las personas que caminan después de sus jornadas de trabajo. Las calles, poco a poco, comienzan a despoblarse. A veces camino un poco más hasta que el edificio comienza a confundirse con el resto de construcciones grises y descarapeladas. Sin embargo, cuando estoy a punto de cruzar una nueva calle, doy media vuelta y me quedo inmóvil. En ocasiones puedo distinguir la luz encendida de nuestro departamento y creo ver la silueta de ella. Entonces me detengo sin importar que estorbe a los otros peatones y miro la ventana iluminada del noveno piso como si fuera un evento sorprendente, único. Después de un rato termino mi escape y enfilo rumbo al edificio. El elevador, por cierto, no ha vuelto a fallar.

 

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