A la sombra del mal / Efrén R. Camacho

Preparatoria 7

(En algún lugar de Rusia.)
         Era invierno. Terminaba de hacer mis deberes en la herrería del señor Rakovsky. Con lo que me pagó la inmunda rata de mi jefe apenas pude comprar dos piezas de pan para mi hermana, mi padre y yo. Mi casa quedaba lejos de donde yo trabajaba. Empezó a nevar. Tenía mucho frió, el pan se congeló. Cuando estaba a punto de dejarme morir de frío, vi mi hogar. Rápido corrí con lo poco que me quedaba de fuerza. Entré.
    –¿Trajiste el pan? –me preguntó mi padre.
     –Sí, pero te tendrás que esperar a que se descongele.
    Mi hermana tosía. El médico dijo que sólo era un resfriado, pero yo no lo creía así. Ella tenía la cara amarilla y constantemente tosía, estornudaba o vomitaba.
     Cuando paró de toser, el silencio estremeció la casa. No se oía nada, ni siquiera la ventisca que me azotó al llegar a mi morada. Se escucharon los cascos de los caballos de la condesa Catherine Karkarov.
     Mi padre con prisa nos escondió a mi hermana y a mí en el sótano de nuestra vivienda. Ella y yo nos escondimos detrás de unos leños.
    –Por órdenes de la condesa Catherine Karkarov se le despoja de todo hijo, fue acusado de blasfemar en contra de nuestra señora.
    –Eso es una mentira, un escándalo, además ni siquiera tengo hijos.
    –¿Está usted seguro, señor Polska?
    –Por supuesto que sí.
    –¡Guardias!
    Empezaron a buscar por toda la casa.
    La condesa Karkarov era una despiadada mujer que al saber que alguien tenía niños, se los quitaba, asumiendo calumnias, tonterías, o ponía leyes estúpidas para apartar a los jóvenes de sus padres. Nadie sabe qué hace con aquellos inocentes que suben a su carruaje, sólo se escuchan gritos. Gritos de dolor. Gritos pidiendo auxilio a la impotencia de sus tutores. Aquellos que se resisten son asesinados con la filosa estocada de Drugot, un tarado de dos metros bastante fornido que huele a carne putrefacta.
    Entraron al sótano. Mi hermana se sentía cada vez más mal. Revisaron donde nosotros estábamos. No nos vieron. Pero en un segundo que pareció una eternidad mi enferma hermana estornudó. Drugot en un instante nos localizó. Agarré el azadón y lo destrocé en la cabeza de ese imbécil, pero no ocurrió nada. Peleé con todas mis fuerzas contra el gigante de dos metros, hasta que sacó un cuchillo y me lo puso en la garganta amenazando con cortarla. Mi padre lloraba por nosotros impotente, débil y sin otro recurso que el de suplicar. Mi hermana fue la primera en ser subida al carruaje; le seguí yo.
     Las damas de compañía desnudaban a mi hermana queriendo tener relaciones lésbicas para complacer a la noble. Pateé la cara de una de ellas; la condesa sacó un cuchillo y lo hundió en mi pecho repetidas veces. Sentía cómo cada una me arrebataba la vida. Al final sólo vi a mi hermana llorar.

 

 

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