Precoz / Ariana Harwicz

Me despierto con la boca abierta como el pato cuando le sacan el hígado para el foie gras. Mi cuerpo está acá, mi cabeza más allá, afuera una cosa golpea como una arcada. Todavía de noche, dos pájaros se elevan violentos de mi árbol y al estrellarse se matan entre sí. Miro si me escribió. Había dormido con el ojo abierto y espiaba cada tanto. El fuego tira, metí dos maderas húmedas y ahuecadas y me quedé con la cabeza adentro hasta que prendió. La sala se llenó de humareda. Las fotografías de papá y mamá sobre el fogón. Soñé o sueño con flores de lupino, las flores salen de diferentes espigas blancas, lilas, rosas y después empiezan a aparecer vainas y semillas. Me desperté. Pasos en la escalerita, cuatro patas se tiran en caída libre hasta mis piernas. Me quedo frente a la ventana tapiada y me duermo con la mano abierta sobre el gato. El hijo baja rodando los escalones. Tiene sangre en las rodillas y me llama. Mamá. Mamá. Estoy despierta en la mecedora a dos pasos de la escalera pero con los ojos cerrados. El fuego ya no existe. Tengo que buscar con qué frotarle las rodillas y consolarlo pero no me puedo mover. La imagen de una joven como vacas blancas empujándome detrás de la ventana tapiada haciendo fuerza para entrar con aguijones. Una mujer jabalí rompiendo el cerco para embestirme, esa otra que me deja al borde de los enrejados. Dónde hay alcohol, pregunta el chico, madame, dónde hay alcohol, preguntan asomados los trabajadores ilegales en sus cabinas, está sangrando sobre las piedras, doña. Con el frasco despejo la herida y tomo a mi hijo en brazos. Pero es demasiado largo, demasiado crecido y me sobrepasa. Subo la escalera con sus pies que cuelgan y se balancean y se me cae poco antes de llegar. Ya no puedo cargarte más, pedazo de grandote, tiene el doble de cuerpo que yo. Mientras se viste dándome la espalda miro desde arriba las piedras con pintitas puras entre las piedras blancas. Subimos al auto aplastado y me largo, la aguja subiendo al tope, él con náuseas por la velocidad. La puerta cerrada del liceo, golpeamos y gritamos como dos desadaptados, la guardiana nos mira mal detrás del vidrio, acostumbrada, nos abre, él se evade por los pasillos. Siempre pienso que se ratea por el otro portón.

      No se puede contar un día entero en sus brazos tirándonos munición pesada entre carcajeos y paté de ciervo torturado. Los tiempos radiantes. Un picnic entre arboledas, disfrazados, él con pantalones cortos y tiradores, yo con un vestido de lisonjas mal pintadas. Una tarde con el arco y la ballesta, con los cigarros y las botellas de medio litro. Encendiendo y apagando puros que nos dejan la boca tallada de pardo. Una tarde también en convoy a la feria de la aldea, a apostar en las máquinas de monedas de hierro de los gitanos, a volver a apostar tirando los tarros enteros por la ranura hasta que la máquina empuja en efecto cascada los premios y saltamos entre sus caravanas. Elegimos un rayo láser de la vitrina con precios vistosos. Y después haciendo dibujos sobre el río, el láser en la entrepierna escribimos nuestros nombres en mayúscula y los rodeamos de un corazón, igual al corazón que él dibuja con esperma en mi cara. O sobre el ciempiés volador en el que las parejas aprovechan para babosearse con el toldo encima en la sacudida de la curva. El beso saleroso en la boca con chicle justo antes del envión. El beso líquido en los huecos de los labios. Un día iremos al mar, dice y me alcanza, un día al mar. El beso imposible. Recuperar la edad mental donde todo era alturas abiertas y rocosas. Edad mental de preguntas. Por qué los Alpes dan ganas de morir. Por qué el corazón se mueve y el cerebro no es liso. Edad mental del amor malsano. Por qué comerse con los ojos es aterrador, tener otra vez la edad pura del hijo único. Qué se siente ser veterano, mamá, cuando yo sea grande vos vas a estar más que muerta, cuando yo sea padre, vos ya no serás más madre, no te enojes, y se ríe. Los dos mirando la autopista, imaginando que volcamos bidones de aceite y después nos alejamos lo suficiente para ver los autos patinar, girar como molinetes y volcar.
      Sé que él se fue después de toda la tarde y que yo le dije adiós con la mano por la ventanilla, le sonreí por el retrovisor, los labios descoloridos y su pañuelo de seda en la cabeza. Sé que pasé a buscar a mi hijo por el colegio y que salió con vergüenza entre los compañeros de curso y subió al asiento trasero. Me miro cómo estoy vestida, no veo qué puede ser que tenga. Y me pidió que pusiera música alegre y me preguntó qué haríamos el fin de semana en el puente colgante sobre bancos de arena. Pero después conduje hasta el supermercado y llenamos el carro de latas, veneno para hormigas y embutidos y corrimos entre las góndolas guardando pilas y gillettes descartables, de vez en cuando cambiando de lugar los productos. Estábamos sonriéndonos, cuchicheando acaramelados mientras pasamos la caja, pago, juntamos las bolsas y caminamos como siempre hasta la salida. Él silbando una cantinela, yo mirando hacia afuera las nubes ahorcar las alturas. La fila de carritos moverse sola entre los autos chocados cuando un hombre saca una matrícula y nos pide que lo acompañemos. El menor y yo en el subsuelo, rodeados de cajas, fajos de dinero contados por manos con guantes y agentes de seguridad. Por favor, qué llevan en los bolsillos. Las gillettes y las pilas cayendo. Qué edad tiene el muchacho, ¿es su hijo? ¿Está escolarizado? Queremos hacerle unas preguntas de rutina, y se lo llevan y lo rodean entre algunas agentes de polleras tubos. Pero él me mira sólo a mí. Pero él me ama sólo a mí. Alerta de la guardia local, próxima visita de la asistente social y antecedente en el prontuario judicial. Y nada para depilarnos.
      De regreso delante de nosotros corre sobre el asfalto una coneja con ojos celestes. Le tocamos bocina, le gritamos por fuera de la ventana, mi hijo saca medio cuerpo y el viento lo ayuda a acariciarla pero la coneja corre veloz sin entrar. Le tiramos agua pero no quiere ir a los árboles, no se deja llevar hacia los bosques. La vemos correr, volar, planear delante de nosotros. La observamos retar los autos y salir venciendo la ley del más fuerte. Después atravesamos campos con estuarios y el sonido del latido de un cisne es tan intenso que nos hace llorar.
      El fin de semana nos instalamos en el salón y el jardín helado. Juego al ping-pong con una mesa armada y pintada por él pero no coordino la mano derecha con la izquierda y me putea en cada saque, usá antejos, usá una faja, entrenate, una dulzura. Tomamos la merienda, leche chocolatada rociada con gotas de oporto, galletas de avena y las horas se adelantan lentas, como una seguidilla de ejecuciones. A cada simulacro de escuadrón el terror regresa. Mi hijo se duerme largo en mi regazo, su brazo sobre mis piernas desnudas cubiertas por un chal, por su cabeza pesada me doy cuenta por primera vez de que es un hombre. Yo sueño con un velero, el otro y yo turnándonos para el mando. Uno abajo abriendo la lata de sardinas, cambiando el combustible, limpiando herramientas. Llevamos un turbante. Y un día yo lo miro y lo amo tanto que le pido por favor que me espere en cubierta con los ojos cerrados. Busco en el bolso de aspillera debajo del camastro, la sorpresa, el revólver y le doy un tiro.
      Me asusta despertarme un sábado por la noche y tener a mi hijo encima, dónde están los chicos de tu edad, qué hacen, de qué se ríen los chicos de tu edad, dónde salen, hacen cola en el boliche con pista de madera y bolas de colores, se quedan tocándose detrás de la colina, cómo hablan, con qué se visten, qué marca de cigarros fuman. Ya se le aparecen sarpullidos, ya llegaron las poluciones, pueden tener un ciclomotor, a qué hora les hacen volver sus progenitores. En la puerta de entrada su auto de techo transparente con las luces altas. El foco sobre musarañas que se mordisquean. Me lo saco y queda doblado en la silla. Me paro con calambres pero al salir el auto sale proyectado de la granja. Dentro de mí todo oscurece de tal forma que los pinos son listones apaleándose.
      Pienso en los hombres enterrados a metros de su enemigo. Pienso en los sobrevivientes que fraternizaron la navidad posterior. Esa noche irreal de 1915 en que todos estaban a la mesa frente a sus platos servidos, los puños goteando en los cubiertos. Se me vienen encima los hombres que vivieron en cuevas durante meses y años. Pienso en cómo habrán hecho para eyacular en el barro, en el agua, en medio de cuerpos tullidos, mancos, entre barrigas abiertas, pozas de sangre y lavaderos de piojos. Cómo hicieron las noches de luna naranja sobre los derroteros para beber enteras sus meadas. Yo me hubiera hecho matar las primeras veinticuatro horas.
      El fin de semana no se liquida fácil. Damos la vuelta al perro. Hace tiempo que ya nadie denuncia nada, llevó años hacer entender a la policía que la pintora de la región, Vita, no iba a dejar de abrir tumbas de animales y que cada traslado le costaba en impuestos a la comunidad. Al principio llegaba la patrulla a cualquier hora, la llevaban a tomarle declaración, secuestraban sacos con huesos, y animales pataleando pero después ya no sabían qué hacer con todo y se acumulaban a la entrada del caserío o en los desechos de automóviles y los vecinos volvían a llamar espiando de madrugada. Su casa, la más pequeña construida sobre un armado de vigas, tenía también redomas con fetos. Y así pasaba días enteros, encerrada, morfinómana, pintando la descomposición de los colores de los pescados que iba a buscar a los proveedores del puerto, días enteros bajo efectos para demolerse. Mi hijo mira alrededor la tierra cerrada sobre sí. No más denuncias, la tierra lisa bajo el peso de los árboles frutales, no más huesos dispersos y nadie abriendo nichos ni trayendo sabandijas a la mesa. Parado sobre una grada nos saluda un joven checo con la petaca, pantalón militar y chomba roja. Y el pie en alto para entrenarse en la milicia. Tiene una brocha de pintura blanca, Vita asoma detrás, obesa de embarazada, sonriente como los que van a pasar a la silla eléctrica. La saludamos y nos quedamos mirándola aprovechar el domingo para sacar afuera los frascos. Limpieza, limpieza, grita el checo con la lengua en el paladar y el acento agudo. Orden, grita eufórico a un líder. Nos vamos, la casa blanca y desocupada. Los vecinos quieren santificar al checo que la hizo dejar de pintar. Nadie con quién jugar o boxear en esta comarca, él arma bolas de escarcha y mugre y las tira sobre el frontón con fanatismo pro ruso. Aprovecho una distracción y me escabullo. Avanzo por el camino estrecho y talado, lateral a la casa, arranco y me como algunas ortigas. El hijo no me alegra, el hijo no sacia. Me siento como un pelo dentro de una botella de alcohol, a la deriva viva y muerta. Madame ya podría ser abuela, y para cuándo preguntan en el mercado de aceitunas, frituras y quesos de cabra regionales, sigo caminando y trato de que no me vean escondida entre los puestos, para cuándo el cuello torcido. Una erección, tengo que lograr una erección y me desconecto del lugar, no estoy ahí donde piso, no soy madame la del sombrero ama del adolescente. No avanzo entre yuyos. Los otros en celo no ayudan. Rápido. Cualquier cosa sirve. Una erección para seguir. Una erección como instinto de resistencia, una erección para mantenerme en pie y jugar a las bochas con los otros y hacer de comer. Que algo se alce por encima de las malezas y el musgo seco. Una erección para continuar el camino, el domingo, las compras, los saludos y el supuesto amor a los nietos. Ahora veo, titilan los altos pinos de colores y sus sombras como los mal sepultados en sus domos, como los alistados con errores en las losas de los memoriales, como los soldados de la primera guerra que no figuran. Saldría esta noche a juntar la ceniza de todos los baleados en la cabeza en un pelotón de fusilamiento o degollados en el desierto.
      Cuando volví estaba seco sobre la mesa como un bocal al revés. Despertate que practicamos boxeo, le empujé el hombro, pero no se mosquea. Ya le crecen patillas y pelambre en las orejas, ya tiene un grajo en los sobacos como el de los braceros de enfrente o los deportistas de alto calibre. Ya huele a chivo, el hijo muta. Le doy una patada. Lo sacudo de la camisa del pijama, tiene el reflejo de tirárseme encima y atacar pero al verme, suspende. Lo subo al auto cabeceando, no lo ato con cinturón y salimos de ahí por primera vez en todo el fin de semana. Acelero tanto que huele a motor carbonizado, le erro a los cambios, el pie todo el tiempo en el embrague lo destrozó. Nadie en ningún lado al final del domingo en estos parajes, ni siquiera el que se cuelga de las tapias del coto de caza o se mete con fanales en las catacumbas. Nadie tampoco sobre las vías de hierro a hacer equilibrio en los viaductos ferroviarios entre los cables de alta tensión de treinta mil voltios. Miramos el cielo como una expansión de humareda todo el camino por entre las bodegas privadas y las fábricas de cerveza con granos de cebada. Al frenar abrimos una garrafita con los dientes.
      Por la mañana no voy bien dilapidada en el piso a los pies de su cama. Hace poco dividimos las piezas levantando un muro de yeso y ya no nos miramos desnudos ni acostados ni busca mis tetas riendo. Suena el despertador y en la casa nada está listo. Lo primero que veo en el salón es un vaso dado vuelta y agua derramada sobre la madera, al acostarnos el vaso estaba lleno, el gato está afuera, nunca se entiende esta casa. No hay nada para desayunar, las hormigas y moscones en tropa se comieron los restos, perdón, le digo, perdón, no me acordé de cubrir el pan. No vayas hoy, acompañame, perdón, mañana te llevo al colegio y justo veo a una mujer baja caminar mirando hacia acá. Dale, no seas egoísta, hoy no te vas a perder nada y yo te necesito, qué lección pueden aprender. Y una mano llama a nuestra puerta. Quién es ésa, mi hijo salido del nido. Ni idea, no le respondamos. Y él se viste por mí. Vuelven a tocar. Cómo salimos si está ahí la vieja, y no se va, no se mueve, debe de venir a vender algo, pasa el brazo por el enrejado y abre sola. Metida. Quién es, dice lavándose los dientes. Ni idea. No nos queda otra que enfrentarla. Abro el postigo, apenas se me oye. ¿Sí? Buen día, soy la asistente social, quería conversar un poco con usted de ser posible ahora ya que hice un largo viaje hasta acá. Me costó mucho encontrar la casa, no tiene dirección ni figura un número. Sentada frente a mí oía los ruidos del primer piso, del gato pero después los movimientos de mi hijo. No tengo ni té, puedo darle agua con hojas de menta. ¿Es su hijo, allá arriba? ¿Por qué no está en? Y todo eso de que está enfermo, una gripe y mi hijo se cubrió con las mantas. Que cómo describiría la relación, que si nos adaptamos a vivir en un lugar así, que cómo hacemos para pasar el invierno, que si contamos con ayuda externa, que cómo son los ingresos mensuales y nuestra situación legal y mira el desorden, el polvo sobre las bandejas, la pila de recetas médicas, el aire frío girando sin calefactor. Nos la sacamos de encima con una convulsión y un llamado a las urgencias.
      El auto quieto a la entrada de los viñedos. La suela de sus zapatillas marcadas en los respaldos, la chapa de las ruedas delanteras salida. Las dos puertas abolladas, el limpiaparabrisas cortado. Él no aparece. No está, no ves que no está, volvamos, me pide. Queda poca nafta. Volvamos ahora. Qué hacen ahí esos tipos sin usar la mente más que para atar las ramas a los alambres, cuántas plantas atan por día, dándole la vuelta al enrejado, cuánto cobran por hora yendo y viniendo en forma de cuadrado. Ahí hay varios parados al lado de las estacas. No es ninguno de ésos, pero hay uno alto que los controla desde una torre, nadie debe hablar. Esperá, ahí viene alguien. ¿Es ése de traje, mamá? No. Pero ya va a salir, se queda en la oficina hasta lo último, es adicto al trabajo de la empresa familiar, el padre lo muele si no. El jefe da órdenes a los obreros con términos de jerarca. Esto no se está haciendo bien, y los reúne a todos y se carga a los más viejos, cuarenta temporadas tienen, que qué hacen con un trasto en la mano, que no miren al suelo cuando él habla, que le repitan su nombre, que se aten correctamente los zapatos.
      Se hizo de noche y mi hijo ronca en ayunas. No le compré ni unos saladitos de queso en las máquinas de la estación de servicio ni salió a mear sobre la panorámica. Puede que le esté provocando un retraso. Que haya lesiones severas o moderadas, me dijeron señora, señora, nos escucha, lo dejó caer de alto, desde el cambiador, no desde la sillita, es igual, a esta edad la fontanela no está cerrada. Prometo que en unos minutos si no sale, le hago de cenar. Pero todavía queda una luz, está ahí, yo sé, puedo verlo. Los jornaleros se fueron pidiendo perdón, los viñedos a esta hora son pasadizos verdes. Cómo decir. Cae el rocío. Cómo hacer para decir. No hay algo más narcótico que este cielo.
      Pero la luz se apagó sobre las parras y él subió a su auto y aceleró, rozándome en la curva. Y las cosas no pueden quedar así, corro a mi hijo, lo pongo en el asiento trasero las patas torcidas, tomo el volante y acelero hasta pegarme a su auto. Pero acelera más. Y yo acelero y me le pego, la mano en la bocina. Y entonces frena y lo embisto destrozando el parachoques y la carrocería. Baja. Alrededor no hay nada, dos negocios cerrados y casas quemadas de otro siglo, piedras, rotondas despintadas, algún cartel indicando el próximo municipio. Y ese aire helado y ese soplo pegajoso en dos cuerpos que se desean. Qué mierda te pasa. Nada pasa. Nada pasa, te digo. Y si no pasa nada por qué no me escribiste más. Y me agarra. Quiero pensar. Quiero insultar. Recriminar. Me estás cargando, me estás jodiendo. Me estás provocando. Intento separarlo y conversar pero me saca el oxígeno, me invierte. Me lleva a su auto con aire acondicionado como a una lisiada. En ningún momento me acordé de que había dejado atrás el motor encendido con las luces de ruta. En ningún momento me acordé de que atrás él dormía sin el freno de mano. Y justo después o antes de sacarnos la ropa no sé cómo nos movimos bruscos, sacados y los autos empezaron a recular por la pendiente, de lejos dos aves patinando. Fue él el que salió tropezando con su pantalón y se abalanzó sobre el freno. Él lo salvó. Todavía roja de su barba manejo cargando vida, avergonzada, pero tan ebria que doy gritos y patadas al acelerador y el hijo me mira desmayado en los traqueteos. Los ojos de huevo. Voy en segunda cuando el auto hace un ruido como si se soltara y comienza a irse para los costados, como arrastrando algo, tironeando, de izquierda a derecha el auto anda en cuerda floja. Algunos conejos de doscientos kilos escapan pesados. Al llegar le doy de tomar y comer, el plato hirviendo en la bandeja. Voy a buscar y cargo las maderas, abanico enérgica los carbones y tiro yesca sobre la chispa. Y unas ganas de mear de parada, de saltar por sobre el lomo de los vacunos.

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