Alrededor de la medianoche / Roberto Carlos Pérez

 

Por el contrario, se mantendrá en las casas de internamiento a «los prisioneros cuyo espíritu está enajenado y cuya imbecilidad les hace incapaces de conducirse en el mundo, o cuyos furores los haría allí peligrosos».
      Michel Foucault, Historia de la locura

…porque han de saber que la noche del 18 de febrero de 1927, el poeta Alfonso Cortés perdió la razón y fue posteriormente encadenado a una viga del techo en la casa de Rubén Darío.
      José Mayorga,cronista leonés
        
      a Álvaro Guzmán

Yo no quería destrozar el armario ni el jarrón y mucho menos la lámpara donde los caballeros medievales galopaban en sus briosos corceles por campos llenos de mariposas. En astillas de porcelana quedó convertida y mezclada con las piedrecitas diamantinas del cenicero que de un manotazo también arrojé al piso. La mesita de café donde ambos reposaban está ahora vacía y me cuesta comprender cómo la terrible alimaña que habita en mi corazón pudo dejarla así, tan limpia que ni polvo tiene, después de ensañarse con esos objetos que desde hace mucho tiempo han estado juntos, en plácida convivencia, uno al lado del otro.
      También fueron víctimas de la alimaña las anémonas, los blancos rosales dispuestos alrededor del patio interior y el pequeño abedul que mis hermanas plantaron para que su sombra nos cobijara durante los días de verano. Aún tengo en los dedos las marcas de aquellos pinchazos con que los rosales se defendieron de mí, procurándome un dolor irresistible, aún más profundo cuando me di cuenta de que había sido yo, o más bien ella, quien destruía lo que con tanta satisfacción solíamos contemplar.
      Gran parte de los discretos ingresos que me aportaban mis poemas y algunos de mis artículos periodísticos habían sido invertidos en esos objetos con el propósito de imprimirle a la casa un carácter entrañable. Mis hermanas y yo, e incluso nuestro padre, quien trataba de no involucrarse en los asuntos domésticos, sentíamos que ellos disipaban el aire sombrío que parecía agobiar a la casa cuando por primera vez pusimos los pies en ella.
      Quizás lo que nos impulsaba a adornarla fuera nuestra imaginación, tremendamente afectada por el hecho de que allí hubiera muerto Rubén Darío. O tal vez porque sentíamos que la doliente agonía del poeta seguía impresa en sus paredes y éramos capaces de percibirla como si el tiempo se hubiera detenido para siempre aquel seis de febrero de mil novecientos dieciséis. Por eso cada adorno, planta o libro, por sencillo o trabajosamente adquirido que resultara, no tenía otra intención que la de ir sustituyendo el melancólico aire de la casa con la placidez de un presente que amábamos y nos pertenecía a los vivos.
      Las cadenas que ahora llevo atenazadas a las manos han salvado algunas de esas cosas más queridas. Me entrego a la laceración que le infligen a mis muñecas con el consuelo de saber que no habrá más destrucción en la casa. Pero a veces tal consuelo no me basta. Pues, ¿cómo ha de conformarse y aceptar su destino el prisionero que ahora soy, condenado a vivir en esta alcoba, si hay una parte de mí que no ha hecho nada para merecer tal castigo, mientras la otra, la rabiosa que me ocupa como si yo fuera su habitación y es la verdadera culpable, debería perecer? ¿Cómo hago para aceptar estas gruesas cadenas que privan al culpable de su libertad mientras destruyen al inocente, lacerando su carne y aterrorizando su alma?
      Tal vez nunca vuelva a ver los libros de cuero bellamente empastados en los anaqueles del estudio —del lado izquierdo los libros de literatura medieval y a la derecha la Biblioteca de autores españoles— o las mecedoras en las que mis hermanas se sentaban a tejer por las tardes. Era hermoso ver a María Elsa, María Luisa y Margarita manejar las agujas con sus hábiles manos, obligando a saltar el ovillo en la canastilla al pie de las mecedoras, mientras ante mis ojos surgían preciosos cobertores cuyas mezclas de azules, rojos y lilas hacían juego con los adornos de la casa.
      Hace apenas un mes, a la hora en que las bandadas de gorriones interrumpían con sus trinos el silencio de las tardes, mis hermanas se entretenían tejiendo mientras yo me ocupaba en leer los libros de poemas que me llegaban de Francia. A veces poníamos en el gramófono los nocturnos de Chopin y las danzas húngaras de Brahms para cargar de paz el ambiente hasta en sus más ínfimas partículas. En esos momentos la casa era una bella e ingrávida burbuja donde las transiciones de los violines y las delicadas notas del piano, leves como el rocío, jugaban a perseguirse unas a otras colándose por las rendijas de nuestra salita íntima hasta el baño, el salón de visitas, la cocina y la habitación de huéspedes.
      De vez en cuando también leíamos a los poetas del Siglo de Oro: a Góngora a la hora del té, a Lope y a Quevedo en la merienda. A Rubén lo reservábamos para los domingos en la tarde, cuando se iban las visitas y la casa quedaba en profundo silencio. Poco antes del crepúsculo lo invitábamos a participar de nuestra intimidad, absolutamente convencidos de que el poeta entraba en el patio. Confundido entre las sombras y sereno —quizás como nunca lo había estado en vida—, escuchaba con gusto cuanto decíamos.
      Yo leía sus poemas a la luz de un quinqué que para tal propósito habíamos colocado en la mesa del patio mientras mi audiencia exhalaba suspiros envueltos en el perfume del jazmín. Mi padre, quien rara vez estaba presente en nuestras lecturas, nunca faltaba a la del domingo. Parco y amable por naturaleza, se animaba a hablar a propósito de algún verso, aunque sus hijos bien sabíamos que a través de esos comentarios él rozaba sus propias y más profundas emociones, haciéndolas discretamente visibles ante nosotros. Gracias a Rubén, el hombre callado y diligente que era mi padre se transformaba en una sólida presencia en la que fraternalmente reconocíamos nuestras propias incertidumbres y emociones.
      Aun cuando yo no hubiera cambiado esas horas de lectura por nada en el mundo, mi verdadera pasión era escribir poemas. Algunos ya me habían dado cierta notoriedad que yo sinceramente agradecía pero no sin cierto recelo, pues colocaban en mis hombros una carga que en mis noches más oscuras me atemorizaba. Yo no era Rubén Darío, el escritor cuyo genio se había acrecentado en el desarraigo, la incertidumbre y la tragedia. Carecía de esa fuerza que impulsaba al gran poeta a crecer a expensas del hombre que habitaba. Definitivamente no hubiera soportado el precio de su fama, el punto más alto de esa cuerda floja que tan pronto lo transportaba a tierra firme como lo arrojaba al abismo.
      Sin embargo las palabras vibraban en mí tal como habían palpitado en el corazón de Rubén. La nueva poesía, surgida en el remoto mundo de las metrópolis y cuyos ecos comenzaban a hacerse sentir en nuestra provincia, llevaba el alma más bien en los ojos. Sus imágenes habían abandonado los perfumes y los tactos, también la semipenumbra y los cambios de luces que palpitaban en las cosas y, más que nada, la plétora de sonidos esquivos o rebeldes que Rubén había domesticado. Como él, yo sentía que el verso era una caja de resonancias donde las ondas que emergían del planeta se agigantaban buscando la razón de su propia existencia. Nunca abandonaría tal sensación, aun cuando me hubiera sido posible escribir durante cien años.
      Pero mis versos no tenían la audacia que yo le reconocía a Rubén. Aquí y allá tímidamente me animaba a engalanar con ellos a una mujer, las más de las veces a Maricarmen, quien nos visitaba todos los lunes. Era yo quien, siempre diligente, corría a abrirle la puerta y ofrecerle un pañuelo para que limpiara sus agraciadas manos o absorbiera el casi imperceptible sudor con que la caminata hasta mi casa le había humedecido el gracioso rostro.
      Tampoco me animaba a increpar a Dios, cuyos designios muchas veces no lograba entender y ante los que mi mansa disposición pocas veces se rebelaba. Ni siquiera ahora, justo cuando menos lo entiendo, consigo desafiarlo, aun cuando tampoco dejo triunfar a la alimaña que me habita. Por el contrario, vigilo con intransigencia los versos que construyo, permitiéndoles una que otra queja pero jamás la absoluta disensión ante mi destino.
      A pesar de tan grandes esfuerzos, confieso que mi atontada obediencia al orden del mundo y a las injusticias de sus designios no tiene la generosidad que siempre hubo en los versos de Rubén. Él creía en la redención y en cambio yo, desde un tiempo a esta parte, no hago más que desesperarme.

En las últimas semanas mi espacio ha quedado reducido a la que hasta hace poco fue una espléndida alcoba y que ahora se encuentra vacía por cuanto destrocé. Ya no puedo caminar libremente por la casa que Francisca Sánchez generosamente me otorgó a condición de que reuniera los poemas dispersos de Rubén.
      Vivir confinado a una casa es mala cosa pero ser prisionero en una de sus alcobas es mucho peor. Y justamente en la alcoba donde él se fue quedando dormido con un crucifijo entre las manos, como un niño pequeño cuyo temor a la noche lo impulsara a buscar refugio en un muñeco de trapo.
      Hasta hace un mes ésta era una bella alcoba, la más hermosa de la casa. Nadie la habitaba, puesto que la considerábamos un santuario. Ni siquiera nos habíamos atrevido a alterar la disposición de sus muebles, aunque al poco tiempo de mudarnos mis hermanas tuvieron la audacia de colocar uno de sus famosos edredones sobre la hermosa cama de hierro que había pertenecido a Bernarda Sarmiento, la tía abuela de Rubén. Poco después, satisfechas por lo alegre que lucía el edredón, mis hermanas empezaron a cortar flores del patio y disponerlas en la alcoba.
      Luego siguieron la lámpara y el cenicero, algunos jarrones para las mejores rosas del patio y las azucenas con que perfumábamos la estancia durante la Semana Santa. Después se me ocurrió comprar el sillón cuya caoba tallada en forma de lirios y pájaros presidía la parte superior del mullido respaldo. Fue entonces cuando comprendimos lo que nuestro esmero había hecho, pues, abandonando su costumbre de tristeza, la alcoba surgía ante nuestros ojos ligera como una paloma que agitaba sus alas dispuesta a levantar el vuelo.
      Poco a poco me acostumbré al sillón, a leer en él los poemas que me llegaban de Francia y a descansar la vista contemplando la única ventana de la alcoba, abierta de par en par hacia el breve pasillo que conducía al patio y que recortaba, como si fuera una acuarela, los altos rosales bajo un mínimo pedazo de azul. En esta estancia y quizás frente a la ventana, yo imaginaba al niño Rubén leyéndole poemas a su tía abuela o componiendo sus primeros versos.
      Cuatro años han pasado desde que Francisca Sánchez vino a Nicaragua. Como si la estuviera viendo, recuerdo la sólida constitución de esa mujer, la imponente sencillez de su carácter y el celo con que protegía la memoria de su marido, a quien debió de amar como a nadie. Francisca seguía viviendo para servir al Rubén muerto con la misma pasión con que debió de haberlo hecho cuando ya la enfermedad había atenazado el espíritu del poeta.
      Nunca ella se liberaría de esa cadena que su amor y admiración por él le construyeron cuando lo vio por primera vez. Fue Francisca, terrenal y hasta brusca pero vestida de eterna pasión, quien se acercó a mí en mil novecientos veintitrés para pedirme, como si yo fuera su última esperanza, que recogiera los poemas dispersos de Rubén. La casa no le importaba y con gusto me la ofrecía a cambio de recuperar hasta la mínima huella lírica que éste había dejado a su paso por el mundo.
      Ya no podré cumplir mi promesa. Convertida en una mazmorra, la habitación a la que tanto me aficioné y que era el orgullo de la casa es ahora un espejo que sólo refleja mi abatimiento. Poco me consuelan los pasos de mis hermanas trajinando, el aletear de alguna golondrina que intenta anidar bajo la sección del alero que cubre el pasillo y el recortado ocaso que logra asomarse a la ventana. Ahora, vacía de todo cuanto la depuró de su vieja tristeza, la alcoba sólo me tiene a mí. Y también a las voces que me gritan al oído desde la horrible noche de febrero de este año de desgracias de mil novecientos veintisiete.
      Si la memoria no me traiciona, sé que estamos a finales de marzo. Por las mañanas he contado uno a uno el canto de las alondras y con el metal de las cadenas he grabado treinta marcas en la pared. Un día es un siglo en esta alcoba y un mes se siente como si fueran mil años. Pero el reloj sólo ha medido una mínima parte de tal infinitud desde que tres enfermeros, obedeciendo las órdenes del doctor Abraham Marín, lograron someterme y amarrarme a las gruesas cadenas que con gran eficiencia colgaron en uno de los horcones del alto techo. Después salieron de la alcoba sin tan siquiera mirarme.
      Me es difícil explicar lo que sucedió la primera noche de este horror en que ahora vivo. El día había sido grato aunque un poco agitado. Fatigadas, mis hermanas no quisieron congregarse para rezar el rosario y después de una breve oración se retiraron a dormir. En cambio yo, sin ningún asomo de cansancio, me senté en el sillón de caoba a releer algunos pasajes de la Divina comedia. Entretenida, mi imaginación se admiraba por la falta de compasión con que Dante se dirigía a sus enemigos, encerrados en el Infierno. Fue entonces cuando algo empezó a enturbiar la profunda quietud de la casa.
      Los primeros sonidos me resultaron escasamente perceptibles. Algunos perros ladraban a la distancia pero sus voces eran interrumpidas por sutiles aunque tenaces chasquidos. Traté de concentrarme en la lectura cuando de pronto sentí un martilleo brutal en el cerebro. El corazón empezó a galoparme a un ritmo que yo le desconocía, mientras los chasquidos se hacían cada vez más claros. Cuando los tuve cerca entendí que no eran producto del azar sino iracundas voces humanas increpándome.
      Jamás olvidaré el horror que sentí al escuchar las amenazas y las burlas que me proferían. Sus risas eran como una jauría de enfurecidos mastines. Presa del horror, me volteé buscando el origen de las voces y allí, en el extremo derecho de la alcoba, vi a los cinco hombres. Una oleada de escalofrío me atravesó el cuerpo. Quise gritar y no pude.
      Sé que muchas y excelentísimas personas de León piensan que esa noche mi alma cayó presa del demonio, pero nada podrá convencerme de que los cinco temibles hombres no son de carne y hueso. Sus torvas miradas y detestables figuras están indeleblemente grabadas en mi memoria porque, desde entonces, todas las noches vienen a mí, vestidos de negras levitas, a hablarme de los horrores que me esperan en el infierno, adonde pretenden llevarme.
      A pesar de que intento suavizar su ánimo y convencerlos de que sus acusaciones son injustas, siguen urdiendo el plan de llevarme con ellos. Sus terribles voces me describen inhóspitos parajes en los que me esperan grandes e inimaginables suplicios: lagos hirvientes, lenguas de fuego, temibles verdugos y el implacable sonido de una trompeta que nunca deja de sonar. Ése es el destino que me espera y el que con minuciosos detalles describen, segundo a segundo, mientras dura su visita que, prolongada hasta el amanecer, me deja exhausto.
      El excelente oído que siempre tuve para la música y los ritmos sonoros de la poesía ahora se afina hasta lo indecible buscando la huella de sus voces, que irrumpen en la alcoba como estallidos de guerra. Preferiría ser sordo para no escuchar todo cuanto las anuncia: el croar de las ranas, el aleteo de las mariposas, la lluvia estrellándose gota a gota contra el piso y, sobre todo, el canto de los grillos. Su monótona melodía vibra potentemente en mi cabeza y me aplasta el cerebro justo en el preciso momento en que arrecian las voces. El destino de los grillos me entristece tanto como el mío, pues, con su única y desgarradora nota musical e ignorantes de mi encadenamiento, intentan advertirme de la peligrosa cercanía de mis enemigos.
      Ya han llegado y quiero gritar pero me paralizo. No tengo el valor de enfrentarlos ni agredirlos pues mi naturaleza es amable y callada. No así la de esa alimaña que hace poco nació dentro de mí y a la que tanto temen mis hermanas. En poco menos de un mes se ha hecho grande, fuerte y feroz como el mismo demonio y despierta en cuanto husmea el olor de los cinco visitantes. Sin que yo pueda detenerla salta hacia ellos para defenderme y consigue rasgarles la carne a dentelladas.
      Persistentes e impecablemente vestidos en sus levitas negras, mañana volverán por mí como si esta noche no hubiera sucedido nada. Y de nuevo mi bestia les saldrá al paso mientras yo, acobardado una vez más, me acurrucaré en un rincón de esta alcoba donde murió Rubén, quizás también perseguido por sus propios verdugos.
      Alrededor de la medianoche, mañana volverán mis cinco jinetes a este calabozo repleto de sombras y polvo. Pero ya entonces la bestia que ahora duerme en mi regazo estará dispuesta al combate. De momento la alimento y acaricio, aun a pesar del terror que ella les causa a mis hermanas, quienes han aprendido a olisquearla puesto que no pueden verla.
      Mientras escribo les pido perdón por el caos que produje en la casa, por esa rasgadura del cosmos que se ha apoderado de la alcoba y no tengo la capacidad de restaurar. Para disculparme, a menudo me digo —tal como si estuviera explicándoselo a mis hermanas— que yo soy sólo un hombre extraviado en el vacío estelar y todopoderoso que ahora comprendo menos que nunca.
      No sé si Dios está ausente, me contempla o me exhala de sus poros como si yo fuera el pestilente olor que mis cinco enemigos llevan impregnados en sus levitas. De ser así, he de continuar mi camino, como una estrella en caída libre, seguido para siempre de la bestia que he engendrado. Pero tengo la seguridad de que mañana a la medianoche, cuando la batalla dé comienzo, estaré aquí y cobardemente volveré a acurrucarme mientras ella saca sus colmillos.
      En mi angustia miraré el crucifijo que Rubén tuvo en sus manos y que ahora cuelga de la pared, sin que mis hermanas hayan hecho el esfuerzo de quitarlo ni mi bestia de destruirlo. Sé que las palabras brotarán de mí por su propia voluntad, sin pedirle permiso a nadie, como hilos de aire calcinado.
      Perdóname y perdónala a ella, Señor. Perdónala porque no sabe lo que hace.

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