Los latidos / Juan Ramí­rez Biedermann

 

Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma
       es inflamada por el infierno
      Santiago 3:6

Celestes los ojos, claridad marchita, caricia de piedra.
      Irene Sawer carga una piel tan blanca que cualquier cambio de temperatura sería capaz de ruborizar sus mejillas. Es pelirroja. Tiene facciones delicadas. Aunque cierta prominencia marca sus pómulos, sabe atemperarla con una base de tono claro y frío. Aquel lunes de julio, los visitantes conocieron a Irene hundida en el sillón del living, el perfil contra el espaldar, cubierta hasta el cuello con un edredón deshilachado en los bordes. Quieta como una roca, acaso llevaba la tarde sin siquiera pestañear. Lucía tan desgastada, tan frágil, que la doctora Carla Barbosa Seixas pensó que una palabra, algún movimiento, podrían resultar definitivos: el cuerpo de Irene se resquebrajaría, cayendo a pedazos, haciéndose añicos.
      En aquella tarde de soles y aguaceros, los rulos de Irene Sawer fueron confinados a un rodete descuidado, hecho con fuerza en la parte superior de la cabeza. Vestía una camisa verde sin planchar y un pollerón granate que le rozaba los tobillos. Calzaba unas sandalias con flecos marrones. Ningún ornamento adornaba su pálido cuello, sus lóbulos rosados, los dedos con uñas sin pintar, esas muñecas demacradas. Pese a que se trataba de una mujer de contextura importante, semanas de quebranto estaban consumiendo a Irene Sawer. Apenas los labios —carnosos, siempre sensuales— parecían resistir.
      Celestes los ojos, cielo vacío, suavidad reseca.
      Irene aguardó a que las tres personas tomasen asiento para encender un velador, única luz artificial que alumbraría aquel encuentro. Los visitantes se acomodaron en el sofá, casi pegados uno al otro. Afuera, la llovizna crispaba la superficie perlada de la piscina, percutía el cuerpo de madera blanca de la glorieta.
      —Buenas tardes, señora.
      Irene Sawer —mesa ratona de por medio— se deshizo del edredón y encendió un cigarrillo, lanzando una finísima y extensa bocanada. Sobre el alféizar de la ventana que daba a un corredor, clavados en un tazón de porcelana con tierra, titilaban dos palillos de incienso.
      —Señora Sawer, soy la doctora Carla Barbosa Seixas, cardióloga. Fue conmigo con quien estuvo conversando en estos días. Permítame presentarle a mis colegas: el doctor Marcelo Klass, cirujano, principal accionista del Laboratorio Lima Santos de São Paulo, y el doctor Henrique Carneiro, cardiólogo de Belo Horizonte. Los tres somos miembros de la Fundación Lima Santos.
      —Encantada.
      —Como le mencioné… Por cierto, antes que nada le agradecemos una vez más la amabilidad de tomar nuestros llamados y de recibirnos… Le decía, como le he mencionado ayer, luego de la evaluación del tratamiento al que fue sometido Daniel, del seguimiento a su evolución consignada en su historial médico, y del informe arrojado la semana pasada por el equipo médico del Santa Helena, estamos en condiciones de decir que conocemos formal y sobradamente la condición de su hijo.
      —…
      —Por ende, señora Sawer, querríamos manifestar, asegurarle, que estamos aquí para ayudar.
      Carla Barbosa Seixas hablaba un español perfecto, pero no desprovista de los cantos y el tinte del portugués. Rozaba los cuarenta. Tenía el rostro ahuesado, de líneas duras, de mentón extendido. Sin exhibir belleza alguna, era una mujer elegante, con ojos enormes y verdes, celosamente maquillada. Un mechón castaño y lacio caía sobre su frente a cada rato, cubriéndole una ceja. Sosegada, de movimientos cortos y precisos, Carla Barbosa Seixas parecía estar siempre a punto de algo, reservándolo para un mejor momento. La cita había sido concertada la noche anterior, luego de varias negativas por parte de Irene. Desde semanas atrás, el timbre del teléfono de la casa o del celular de alguno de los Sawer representaba para esa familia el único estímulo o señal de vida. Apenas la voz en el tubo se refería a temas ajenos a Dani, la comunicación se cortaba inmediatamente. Jacobo, marido de Irene, llevaba un mes sin trabajar. Aunque su cargo en el banco estaba en vilo, el hombre había resuelto poner un paréntesis al mundo y concentrarse en la suerte de su hijo menor. El ejecutivo impecable, de trajes sofisticados, de elegante calva, deambulaba por las oficinas del Instituto Infantil a espera de esa notificación que nunca llegaba. Por las noches dormía en el pasillo del hospital donde estaba internado el hijo hacía semanas, despatarrado en cualquier butaca, barbudo, la remera blanca con el cuello deformado, una campera de jean gastada, los zapatos sin lustrar.
      Diosnel, con once años, era el hijo del medio. Vivió aquellos días negándose ferozmente a asistir al colegio. Pese al intento de Irene de mantener la rutina del chico, en ocasiones le faltaban fuerzas para doblegar su negativa a todo; hastiada, rendida, dejaba a Diosnel en casa de los abuelos. El chico, al llegar, sin saludar a nadie, corría a encerrarse en la biblioteca sin emitir sonido. A veces, cuando a duras penas iba a clases, se fugaba de las aulas, escondiéndose en el campanario de la iglesia o en los sótanos del seminario. A solicitud de la Dirección, solía ser retirado anticipadamente por la madre, evitando así contratiempos mayores: reacciones violentas contra los compañeros, groserías y gestos desafiantes que repartía entre profesores y curas.
      Candela, la mayor de los hermanos, de veinte años recién cumplidos, mostraba cierta fortaleza ante los padres, procurando convertirse en el último soporte de Irene y Jacobo. No obstante, a solas o en presencia de amigas íntimas, venía desmoronándose de manera incontenible. Candela advertía con horror que los desórdenes alimentarios que padeció en la adolescencia retornaban, maliciosa, traicioneramente: la ansiedad, los atracones, los encierros en el baño para vomitar.
      —Señora Sawer, sabemos que Dani lleva aguardando más de cuarenta días por el corazón que necesita su cuerpo, y que su nombre está tercero en la lista de espera de niños beneficiarios del trasplante, según el listado oficial del Instituto Nacional.
      —…
      —Tenemos copia del expediente administrativo del Instituto, y conocemos los expedientes de los dos niños que le anteceden en la lista. Por supuesto, déjeme decirle que estamos al tanto de las disposiciones legales sobre trasplantes de órganos y tejidos anatómicos humanos, y también conocemos a profundidad el funcionamiento burocrático del Instituto. En síntesis, para ir directo al grano, sabemos que si Dani no recibe el corazón en un par de semanas, a más tardar, tiene pocas probabilidades de sobrevivir.
      —…
      —En este contexto, señora Sawer, de acuerdo a nuestras averiguaciones, a la información que tenemos de buena fuente, es poco probable que ese corazón llegue a tiempo.
      Irene Sawer acabó el cigarrillo, aplastando la colilla en un cenicero de cobre —una hilacha de humo se enredó entre sus dedos, para luego desaparecer. Encendió el siguiente, mirando en todo momento la ventana, distante, desapacible. El viento sur abofeteaba la llovizna. Las hojas del techo de la glorieta escapaban a la calle, sobrevolando las varas en punta del portón.
      —¿Sabe por qué fumo dentro de la casa?
      —…
      —…
      —…
      —Dejé el cigarrillo justamente cuando quedé embarazada de Dani. Imagínese, seis años sin fumar. Desde que mi hijo se enfermó, jamás permití que nadie fumase en esta casa, ni siquiera en el patio, en ningún lugar, no sólo por lo perjudicial del humo para Dani, sino por el odio que le empecé a tener al tabaco, a la nicotina, a toda esa mierda que nos metemos impune, grotescamente, como si nada.
      —…
      —Y ahora prendo uno tras otro… Uno tras otro. A veces ni me doy cuenta de que estoy fumando. Es como si mis manos echasen humo, como si respirase tabaco.
      —Créanos que conocemos perfectamente la situación por la que usted y su familia están pasando. Comprendemos y, sobre todo, dimensionamos lo terrible del dolor que padecen. Precisamente por esa razón, y porque nosotros también somos padres, vinimos junto a usted a…
      —Perdóneme que le interrumpa. Antes que nada, querría aclararles de antemano que le cité aquí porque a esta hora todos están en el hospital…
      —…
      —A ver, déjeme serle lo más sincera y directa posible: doctora, deseo evitar que mi gente siga teniendo esperanzas.
      —…
      —Ya es suficiente con todo lo que pasamos. Basta. Basta de sufrimiento. La situación de Daniel es irreversible. No queda nada más por hacer, únicamente esperar.
      —Señora…
      —Le aseguro que es así, doctora, digan lo que digan, es así.
      —Señora Sawer…
      —Qué clase de madre es usted, me dirá. Sí. Qué clase de mujer no querrá saber nada que tuviera que ver con su hijo. Dónde está el instinto maternal… Dónde quedó su fe… Doctora, ya escuché y ya me dijeron de todo. A lo mejor soy la peor madre del mundo, la peor de todas, la peor mamá de la historia, pero a fin de cuentas sé que mi hijo ya no tiene chances de vivir, y sé a la perfección que ya no aguanto, ya no soporto más que mi gente permanezca en este calvario. Ahora mismo sólo me queda acompañar a mi Dani en su tramo final y proteger a los demás en la medida de lo posible.
      —Señora Sawer, por favor, le pedimos dos minutitos, a ver si nos entiende.
      —¿Ustedes alguna vez han rezado por la muerte de alguien? ¿Ustedes se imaginan las cosas que se le pueden pasar por la cabeza a una cuando le pide a Dios que muera alguien para que se pueda salvar su hijo? Se te pone el mundo patas para arriba, se te cruzan las ideas, los sentimientos, los valores, todo lo que te enseñaron se va al carajo.
      —…
      —Cerrás los ojos antes de dormir, y rogás por un accidente de tránsito, porque alguien se caiga a la pileta o pensás en los niños agonizantes en el Instituto del Cáncer, lo que sea… Les aseguro que es un horror. Empezás a verte como… sonará raro decir esto, pero empezás a verte como una salvaje, como una fiera, un animal… Sos capaz de matar. Empezás a verte menos humana… Ya no sos gente. Sos alguien que está añorando la muerte para escapar de la muerte… En esta situación me encuentro, ¿doctora Costa, me dijo?
      —Barbosa.
      —Doctora Barbosa… Es así, doctora, ya no doy más.
      Irene prendió el tercer cigarrillo. Cruzó las piernas y empezó a acariciarse la nuca, tersamente.
      —Doctora Barbosa, le pido encarecidamente que pare con todo esto que está haciendo. Créame que ya hemos recibido el acompañamiento y la atención de familiares, amigos, profesionales, institutos… De medio mundo. Quizá en su momento sirvió de algo. Pero ahora mismo, le juro que ya.
      —Entiendo, señora, pero…
      —Dani se está muriendo en el hospital, y cuesta un montón conseguir un corazón, y cuando aparezca el bendito corazón, dos nenes figurarán sí o sí antes que el mío en ese listado de mierda. ¿En qué más me podrían ayudar ustedes, doctora? Dígame, ¿qué se puede hacer por mí, por nosotros, en este momento, de acá hasta el final?
      —…
      —Terminé dándoles esta reunión por temor a que ustedes lograsen hablar con mi marido. El pobre Jacobo sigue con su fe intacta, llenando los dormitorios de santos, de cruces, de escapularios, de botellitas con agua bendita. Sigue yendo todas las tardes a la misa de siete, acudiendo a los curas, participando de cuanto evento de la Congregación se le cruce. Los sacerdotes ya no quieren hablar conmigo. La última charla que tuve con el padre Acuña terminó muy mal. Ese hombre salió espantado. Le dije que el amor de una madre era diabólico, porque no podía ser contenido por ninguna fe. Si mi Dani hubiera sido un pecador, un asesino, un violador, ¿saben qué? Me hubiese cagado en el paraíso; hubiese preferido ir al infierno, para estar con él.
      —…
      —No. Basta. Ya no damos más. Dani se está apagando, de a poquito, como una vela, y ninguno de nosotros puede hacer algo para evitar que se nos vaya. No sé si la falta de esperanza aliviará en parte nuestro dolor, pero no se me ocurre nada mejor en este momento.
      —Señora Sawer, un segundo, por favor, sólo le pedimos que nos dé un segundo.
      —…
      —Nuestra Fundación fue creada para asistir a las familias que están en el trance de espera del órgano para el trasplante. Desde sus inicios, la Fundación se abocó a facilitar todo tipo de apoyo y contención: charlas profesionales, explicaciones sobre los conceptos básicos de las patologías, acerca de los tratamientos, mesas redondas con gente que estuvo en el mismo lugar de las familias —es decir, en una lista de espera— y que entiende a la perfección lo que representa para una persona pasar por ese trance. En resumidas cuentas, la Fundación hizo todo lo necesario para que las personas tolerasen de la mejor manera posible la espera.
      —…
      —Luego de un tiempo, y de tantas muertes, tras ver a tanta gente sufrir aguardando lo inevitable, después de comprobar que las leyes, la burocracia, los mecanismos administrativos, las autoridades, pudieran intentar ser justas, convirtiéndose en máquinas de penurias, en sistemas inútiles, en organizaciones sin sentido a la hora de lo primordial, salvar vidas; luego de todo eso, señora Sawer, decidimos ir más allá de nuestros objetivos fundacionales.
      —…
      —Señora Sawer. Mi padre, Lucio Barbosa Seixes, también médico, junto con un grupo de colegas, ha inaugurado recientemente una clínica privada en Lisboa. Gracias a su trayectoria, a sus buenos contactos con el mundo de la medicina, de Europa, Estados Unidos y sobre todo de Asia, tenemos facilidades para todo tipo de apoyo: donaciones en dinero, en equipos, capacitaciones, intercambios, pasantías.
      —Doctora, francamente no sé por qué me cuenta esto. Creo que fui o intenté ser lo bastante clara, y hasta ahora amable, como para que usted y su gente entendieran que no me importa en lo más mínimo lo que quieran decirme.
      —Señora. La Fundación Lima Santos hoy en día tiene metas que van mucho más allá de asistir a los familiares de los pacientes. Actualmente, nuestro objetivo principal es por mucho más relevante, más trascendental. Contamos con los recursos y los mecanismos necesarios para ayudar directamente a los pacientes.
      —¿Ayudar a los pacientes? Ayudar a los pacientes… A ver, ¿qué están haciendo ahora desde la Fundación? ¿Leen cuentitos junto a sus camas?, ¿les cambian el suero?, ¿les traen la chata?, ¿les compran pañales? Supongo que son ustedes los que les dan las caricias en la cabeza y les repiten las mentiras de que todo va a salir bien, de que no se preocupen; los que se quedan a mirarles mientras duermen entubados, mientras se lamentan cuando se les cambia las sondas. ¿Ahora ustedes se encargan de todo eso?
      Hablaba casi sin mirarlos, como dirigiéndose a pensamientos lejanos, a personas que ya no estaban, a siluetas que ya no le causaban miedo, sino un profundo asco. Tenía la voz ronca, algo desapacible. No podía quitarse de la cabeza que el embarazo de Dani había sido inesperado, bastante curioso, ya que Irene se jactaba de ser sumamente metódica con los anticonceptivos. Recordaba las frases de aquella época: es un regalo de Dios, es un milagro hermoso, no te vas a arrepentir nunca. ¿Qué tipo de regalo le había enviado Dios?, ¿qué tipo de milagro?, ¿estaba arrepentida?, ¿le estaba permitido arrepentirse? Seis años y al borde de la muerte, y arrastrando a todos, desgarrando a todos. Y ella que había traído al mundo a alguien para que se muriese de a poco, sin que nadie pudiera ayudar o salvar, mucho menos ella, su madre.
      Celestes los ojos, espejo de agua, luna sin fondo.
      —Señora Sawer. Gracias a nuestros contactos, la Fundación está en condiciones de asistir de la manera más enérgica posible a Dani.
      —Por favor, les ruego que me dejen sola. Me está viniendo un dolor de cabeza espantoso.
      —La Fundación está en condiciones de ir directo al meollo de este asunto, señora Sawer. Saltar las disposiciones legales, las trabas burocráticas, las decisiones administrativas, cuanto sea necesario para salvar la vida de Dani.
      Irene Sawer miró por primera vez a los ojos de la doctora. Una corriente, una especie de espasmo, recorrió su cuerpo. Carla Barbosa Seixes se quitó el flequillo de la frente, miró a los dos colegas que tenía a sus costados, y prosiguió elevando apenas el tono de voz.
      —Estamos en condiciones de comunicarle que, luego de una serie de tratativas, de confirmaciones, de las gestiones pertinentes, nuestra búsqueda ha tenido un resultado favorable.
      —Qué está queriendo decirme, doctora.
      —Tenemos ya diseñado lo que llamamos el Plan de Acción. Los conductos, los mecanismos, los sujetos responsables, todo está puesto en marcha para salvar la vida de Dani.
      —Qué me está diciendo, doctora.
      —Señora Sawer. Nuestra Fundación tiene acceso a todas las esferas necesarias para que el procedimiento al que será sometido Dani quede en el más absoluto sigilo. En los registros figurará como un procedimiento quirúrgico de urgencia que, al contrario de los pronósticos y del diagnóstico del paciente, alcanzó resultados sorprendentemente favorables.
      —Mi Dios, doctora.
      —Sí, señora Sawer. Sí. Irene, estoy, estamos diciéndole que tenemos un corazón para Dani. Usted irá a la sede de la Fundación Lima Santos en Asunción, solicitará la asistencia convencional para su hijo, no comentará esto con absolutamente nadie. El resto nos lo deja a nuestro cargo.
      Esa noche, los Sawer tuvieron una cena íntima y emotiva. Encendieron todas las luces de la casa. Irene compró camarones, langostinos, mejillones y pulpo de los coreanos del Mercado 4, y cocinó una paella de mariscos imperdible. Jacobó tomó whisky y escuchó discos de Lucio Dalla hasta el cansancio, tarareando desafinada y alegremente sus canciones. Hubo chistes, anécdotas de Dani. Mariel propuso un viaje en camioneta a Florianópolis, previo paso por las cataratas, o una excursión al sur, a las ruinas jesuíticas, había que conocer el tour guiado nocturno. Un resplandor vibrante encendía el ánimo de los Sawer, un destello que trataban de ocultar a toda costa: en el marco de su intervención, la Fundación había exigido un hermetismo absoluto. La menor transigencia al sigilo solicitado podría derivar en la imposibilidad de obtener el corazón para Dani y, eventualmente, para futuros beneficiarios. El órgano había sido prometido para el domingo, cinco días después de la reunión. Según las instrucciones de los miembros de la Fundación, el lunes al amanecer se practicaría la operación en el mismo hospital donde el chico estaba internado.
      Ese domingo, pasadas las diez de la noche, el silencio volvió a perturbar a los Sawer. Los nervios hacían mella en el buen ánimo, y el ambiente volvía a ensombrecerse. En el primer minuto posterior a la medianoche, Irene entró en pánico. El teléfono permanecía mudo. Jacobo, desde el hospital, confirmaba que ningún doctor ni enfermera estaba enterado sobre algún procedimiento a ser practicado a Dani. Fue una velada espantosa. Irene se pasó llamando al número que le dejó la doctora Barbosa Seixes, sin suerte: el celular daba apagado. La confusión lentamente iba cediendo ante la rabia, ante la impotencia. Al amanecer, los Sawer sucumbieron. El corazón jamás llegó y se hacía evidente que no llegaría. Mariel fue a la Fundación, desesperada, y a los llantos preguntó por la doctora Carla Barbosa Seixes. Le informaron que nadie conocía a esa doctora, ni a las otras dos personas que Irene mencionaba. Pensaron en ir a la Policía, en contactar con la prensa, en publicar algo en las redes sociales: no tenía sentido. Dani falleció a los veinticinco días del encuentro en el living de los Sawer.
      Inquietos, polvorientos, los nubarrones se pasean por el cielo de aquel atardecer, mientras la serena voz de un sacerdote pronuncia la liturgia funeral. Los asistentes al entierro rodean el pequeño panteón de la familia Sawer, escuchando atentamente el rezo, mojándose con una garúa tersa y monótona. Crujen las ramas de los limoneros, de algún chivato desnudo. Silban los vientos en su aturdido paseo por los corredores del cementerio judío. Jacobo habla ante los presentes, refiriéndose al hijo, asegurando que a esa altura de la tarde ya estará en algún juego con los ángeles, alegrando el cielo. Irene, fumando sin pausa, se mantiene al margen de la ceremonia, sentada en uno de los peldaños que conduce al sepulcro de la familia Golmand —a su espalda, una escultura recrea la parábola de las vírgenes necias y de las vírgenes prudentes, destacando el candelabro de siete brazos. Al culminar el entierro, algunos familiares se acercan a darle los pésames. Impenetrable, áspera, Irene agradece en silencio, con un semblante casi agresivo. El odio parece superior a la pérdida. La furia se impone incluso al dolor. No logra quitar de su mente el rostro de la doctora Barbosa Seixes, como si éste no sólo representase el culpable de aquella crueldad, sino las facciones o la identidad de algo superior, que excede a cualquier horror concebible, que parecería ser inagotable y necesario. Aún cree apreciar los ojos enormes y verdes de la doctora en todas partes, mirándola, comprobando su desgracia. Las palabras que en algún momento representaron la vida de Dani, retumban en la cabeza de la señora Sawer, y ahora se enredan con una sensación de vacío y asco. Irene jamás olvidará la ternura que le infundió Carla Barbosa Seixes al levantarse del sofá, al acariciarle la mano, al sonreírle sincera y afectuosamente, al despedirse con un beso en la mejilla.

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