El pan nuestro de cada dí­a / José Luis Rivas

1. El patio de recreo de una escuela de provincia. La chiquilla escapa a la carrera, y una vez que consigue tomar suficiente delantera a sus santurronas persecutoras, vuelve su cabeza y las mira sonriendo cuando le gritan: «¡No huyas, RompeImágenes!».

2. Un camerino, en la misma escuela, situado debajo del campanario de la capilla. Una fuente de piedra murmura en medio del patiecito. Los niños se persiguen unos a otros y espantan sus pasos a las lagartijas que remedaban salpicaduras de verdín encostradas en la barda.
Un rato después, en el camerino a obscuras—. Sobre una repisa las obleas de almidón, que, por algún defecto de hechura o cocimiento, no serán engullidas ya como hostias en la ceremonia de la misa. Obleas imperfectas, recortes de hostias sin consagrar… Un cántaro de barro colorado, para el agua que brilla por su ausencia. En la pared una silueta rechoncha, inconfundible: la de la madre celadora.

3. En Ozuluama, una mocita, la flor más bella del ejido, es subida, a la fuerza y entre sollozos, a una camioneta por dos guardias municipales, también indígenas, que la arrebatan del rancho para llevarla al palacio del sátrapa en turno. La luna resplandece sobre la torre de la iglesia. El reloj no agota todavía su cuota de servidumbre. Y suena.

4. Una habitación de la capilla habilitada como salón de clases. Cuadros piadosos revisten las paredes de color caqui. Hay una tarima pegada al muro, y colgado de éste, una pizarra. La madre Ventura, de pie, espiga de entre los niños que están sentados en rústicos bancos de madera, a una niña rubia y muy tímida. Es huérfana de padre, y su lengua tropieza o se atora con las palabras que la monja insiste, selectivamente, en arrancarle de los labios.
—Carolia, bonita pero tonta. Ve a sentarte y deja de llorar. Que pase ahora la que no para de hablar…

5. El sacristán recorta las sacras obleas para la misa de domingo. Dice que nos dará una de las que quedaron defectuosas a cada uno de los del salón de párvulos. Y, para tal fin, que formemos una fila luego de la clase. Uno sólo tiene que abrir la boca y dejar que él ponga la hostia non sancta en nuestra lengua. Su dedo es grueso y se demora dentro de cada boca. Nos dice entonces: «¡Muérdela!», pero no saca el dedo y grita: «¡Ay!». El dolor le apaga una torva sonrisa que un minuto antes le poseía por entero.

6. Ante la casa del jefe de la «cooperativa» pesquera una muchedumbre armada con palos, tablas y piedras levanta una pancarta exigiendo justicia. La casa tiene las luces apagadas. Los padres esconden a sus hijos violadores en el sótano, como a un tesoro.

7. Unos meses después se ve a aquellos adolescentes, exonerados ya de todo cargo, caminando por la calle principal de la capital del estado, escoltados por sus abuelos, cuyos labios extremadamente delgados y cubiertos sólo por un ralo bigote, se relamen al paso de un chiquillo apuesto que se cruza con ellos por la misma acera y que le sonríe al trío, ignorante de que puede ser empalado y asesinado impunemente en el barranco de algún cerro.

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