Días de radio: el cine en el aire / Hugo Hernández Valdivia

Si el video mató a la estrella de radio, como sugiere la canción de The Buggles, el cine no ha dejado de contribuir a mantener viva a la radio: ambos, cine y radio, siguen prestándose favores recíprocos, y dialogan con frecuencia en más de una frecuencia. Así, si son abundantes las películas que tienen alguna emisión radial como fondo o superficie, algún conductor como protagonista, o programas radiales que de plano (en plano) van marcando la narrativa de la película, también son numerosas las emisiones radiales que tienen al cine como su tema y pretexto, que llenan su tiempo con soundtracks, con programas donde se comentan los estrenos, se recuerdan viejas glorias y se rifan películas. Pero mientras la radio se afana en la actualidad (la cartelera comercial es un asunto profusamente comentado), el cine a menudo ha convocado a la radio con ánimo nostálgico: puestos a contar, tal vez las cintas nostálgicas en esta materia no sean mayoría; no obstante, ha sido una veta provechosa… y memorable. No faltan títulos para ilustrar tal aseveración. Oportuno sería traer a cuento Lili Marleen (1981) de Rainer Werner Fassbinder, en la que la tropa alemana se congrega alrededor de la radio para escuchar las notas de la canción epónima, que se convirtió en un símbolo de paz durante la Segunda Guerra Mundial, o Tune in Tomorrow (1990) de Jon Amiel, que traslada de Lima a Nueva Orleans la acción de la novela de Mario Vargas Llosa La tía Julia y el escribidor, y que regresa a los años cincuenta para dar cuenta del esplendor de la radionovela. No obstante, un par de cintas me parecen más propicias: la norteamericana Días de radio (Radio Days, 1987) de Woody Allen, y la mexicana En el aire (1995) de Juan Carlos de Llaca.
    En Días de radio, Allen concibe un homenaje en primera persona a la radio: si bien es cierto que no interpreta a personaje alguno, es pertinente recordar que además del guión y la realización, por su cuenta corre la narración (en off) de lo que acontece. En imágenes y sonidos ofrece un desfile de las personalidades y los programas que llenaron su niñez de entretenimiento y alimentaron la imaginación del futuro cineasta. Como base para tal propósito sirve la cotidianidad de una familia neoyorquina, acaso una familia de tantas, pero evidentemente se (re)trata (a) de  la del propio Allen. La acción transcurre entre finales de los años treinta y mediados de los cuarenta, cuando la guerra era principalmente, al menos para ellos, un evento radial. En el aparato de radio todos los miembros de la familia encuentran el material para evadir la hostilidad ambiente y llenar las horas del día: se disipan y entretienen con programas que lo mismo relatan aventuras de héroes audibles pero invisibles, hacen eco de los chismes que generan las celebridades (de cine, de radio), proezas deportivas y sesiones musicales. Incluso hay lugar para la célebre transmisión de La guerra de los mundos, que el 30 de octubre de 1938 lanzó al aire Orson Welles y que causó el pánico de una masa de crédulos escuchas.
    Días de radio destila nostalgia: registra un tiempo que se fue para no volver, pues pocos años después de los que cubre la historia, los norteamericanos (y luego el mundo entero) desviaron su atención a la televisión. Y con la visión, como machaconamente cantan The Buggles, las estrellas de radio se fueron apagando… y padeció la imaginación.
    En el aire es la ópera prima del chilango Juan Carlos de Llaca, quien a la fecha sólo ha filmado un largometraje más (Por la libre). La cinta congrega un puñado de celebridades (o futuras celebridades) detrás y frente a la cámara. La fotografía es cortesía de Claudio Rocha (quien luego emigró a Estados Unidos) y la edición de Carlos Bolado; en el reparto aparecen, entre otros, Daniel Giménez Cacho, Plutarco Haza, Dolores Heredia, Alberto Estrella y Angélica Aragón. La historia sigue la huella de Alberto (Giménez Cacho), conductor de un programa que transmite música que pretende regresar al auditorio «a la prepa» con canciones de, entre otros, Jimi Hendrix, Traffic y La Revolución de Emiliano Zapata.
    La programación es puntuada por añorantes comentarios de Alberto, que se rehúsa a ajustarse a los nuevos tiempos: es un hippie empedernido que no está dispuesto a renunciar a la época en la que la utopía no parecía utópica, la vida era llevadera dentro de una comuna y se podía inhalar otra realidad a través de un cigarro de marihuana. La cinta enfatiza, además, los nexos que existen entre radio y literatura: Alberto encuentra en la escritura de guiones para la radio la vía alterna a su frustrado futuro de músico, y la verborrea que lanza al aire se convierte en un texto apreciado por una audiencia fiel. Por otra parte, por ondas hertzianas Alberto intenta recuperar a la fugaz mujer amada, a la que manda un mensaje en una botella que navega por el aire. No está de más comentar que En el aire tiende un puente con las crónicas de Tiempo transcurrido de Juan Villoro, que si bien es cierto que son imaginarias y no pretenden ser un fresco histórico, son habitadas por personajes similares a los que transitan por En el aire —personajes que no son menos imaginarios, no está de más abundar.
    El cine le da a la radio aquello de lo que carece: imagen. Hace posible, desde la ficción y montaje mediante, la yuxtaposición de la emisión y la recepción, hace visible y posible la retroalimentación que sólo parcialmente puede tenerse «en la vida real». La radio ayuda a sacar al cine de la sala oscura y lo hace presente a personas que probablemente no verán aquello de lo que se habla: el cine como un medio meramente auditivo. Ambos son útiles como acompañantes para el insomnio, sólo que el cine, él sí, debe subirse al enemigo radial por antonomasia: la televisión.

 

 

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