Poemas / Richard Blanco

En Maine, cocinando con mamá

Dos años desde que cambié mangos
por estos arces, playas de arena
blanca por montañas nevadas
grabadas en la ventana de mi sala,
le pido a mi madre que me enseñe cómo
hacer mi plato favorito cubano.

Ella llega de Miami en mayo
portando abrigo y con la maleta repleta
de plátanos, chorizos, vino seco,
pero también cebollas, ajo, aceite de oliva
como si no pudiéramos comprar todo esto
en el supermercado de Oxford County.

Trae consigo todas las especias
de mi niñez: laurel, pimentón,
pizcas de recuerdos que ella salpica
en una olla negra de frijoles negros
que hierve a fuego lento cuando me despierto
y me la encuentro ya, trajinando en la cocina.

Con mi libreta y un lápiz, ávido
de tomar notas, le pregunto cuántas
cucharaditas de comino, de orégano,
cuántas tazas de aceite, de vinagre. Ella
añade, pero no me dice por las claras:
Qué se yo —dice—, pero… uno sabe.

Tiene miedo a quedarse sola en la cabaña
de invitados, pero no le teme a la sangre
en sus manos, que dan puñaladas
en la carne cruda para clavarle ajos:
Seis o siete más o menos, tal vez
siete dientes —me dice—, todo depende.

Corta casi todo un pimiento en trocitos,
me cuenta cómo a mi padre también le gustaba
mucho su sazón, mientras llora sobre
una o dos cebollas que corta y fríe
en el sartén chisporroteando aceite de oliva,
haciendo el sofrito para dorar la carne asada.

Insiste en que basta con que atienda a sus manos
revolviendo, mezclando, transportándome de nuevo
a la cocina en que me crié, cena
para seis a las seis en punto cada
día de su vida por treinta años hasta
quedarse sin nadie para quién cocinar.

No pregunto cómo sobrevivió su exilio:
diez años sin su madre, veinte de
viuda. ¿Llegó a gustarle la nieve
esos años en Nueva York antes de irse a Miami?
Y ahora ¿cómo voy a sobrevivir los inviernos
sin su cocina? ¿Llegaré a aprender algún día?

Pero ella contesta todas las preguntas cuando
me pone la cuchara en la boca y me dice:
Prueba, mi’jo, prueba. No hay receta, basta con probar.

 

Las hijas de Chilo me cantan en Cuba

Con manos callosas, ellas doblan y amoldan
cada hoja de plátano, cual flor de papel,
para hacer tamales que rellenan con la masa de
treinta mazorcas de maíz, ralladas a mano. Ayer
ayudaron a Ramón a matar el puerco, y a adobarlo
la noche antes con sal, comino, hojas de laurel.
Acapararon cada grano de arroz silvestre y
cada libra de frijoles negros que pudieron comprar
en la bolsa negra. Vendieron la ración de tres meses
de jabón a cambio de un racimo de ajo, y machacaron
el ajo. Todavía les quedaba aceite de oliva con que
hacer el mojo para la yuca. Arrancaron las yucas
del campo de su padre esta tarde —las lavaron, las
cortaron, las hirvieron— hasta que les floreció el corazón,
tiernas y blancas como una flor. Prepararon
jarras de refresco de sandía y pusieron la mesa
para veinte con platos prestados y vasos de estaño
pero sin servilletas. Ahora, nos sirven su comida, y de
pie a nuestro alrededor, comienzan a cantarme a capela,
contentas de que haya venido a verlas de nuevo, a sentarme
a su mesa, a comer lo que sus manos han preparado,
a escuchar sus canciones. Rosita canta boleros de antaño
para nuestros tíos y tías, enamorados todavía del amor.
Nivia canta danzones en honor a nuestros abuelos
que un día serán enterrados en la misma tierra que
labraron. Delia canta viejas décimas guajiras
de cuando hacían poesía cortando caña.
Y todos cantamos la «Guantanamera», una y otra
vez —«Guantanamera» porque hoy abunda la comida,
porque la tierra sigue dándoles lo que
necesitan —«Guantanamera» porque su letra
exalta a la gente buena de esta patria
donde crece la palma —guajira Guantanamera
porque esta revolución interminable
nunca los cambiará, ni sus historias, ni esta tierra.

Versiones del inglés de Eduardo Aparicio

 

Cooking with Mamá in Maine
Two years since trading mangos / for these maples, the white dunes / of the beach for the White Mountains / etched in my living room window, / I ask my mother to teach me how / to make my favorite Cuban dish. // She arrives from Miami in May / with a parka and plantains packed / in her suitcase, chorizos, vino seco, / but also onions, garlic, olive oil / as if we couldn’t pick these up / at Hannaford’s in Oxford County. // She brings with her all the spices / of my childhood: laurel, pimentón, / dashes of memories she sprinkles / into a black pot of black beans / starting to simmer when I wake up / and meet her busy in the kitchen. // With my pad and pencil eager / to take notes, I ask her how many / teaspoons of cumin, of oregano, / cups of oil, vinegar, she’s adding, / but I can’t get a straight answer: / I don’t know, she says, I just know. // Afraid to stay in the guest cottage, / by herself, but not of the blood / on her hands, she stabs holes / in the raw meat, stuffs in garlic: / Six or seven más o menos, maybe / seven cloves, she says, it all depends. // She dices about one bell pepper, / tells me how much my father loved / her cooking too, as she cries over / about two onions she chops, tosses / into a pan sizzling with olive oil / making sofrito to brown the roast. / She insists I just watch her hands / stirring, folding, whisking me back / to the kitchen I grew up in, dinner / for six of us on the table, six sharp / every day of her life for thirty years / until she had no one left to cook for. // I don’t ask how she survived her exilio: / ten years without her mother, twenty / as a widow. Did she grow to love snow / those years in New York before Miami, / and how will I survive winters here / without her cooking? Will I ever learn? // But she answers every question when / she raises the spoon to my mouth saying, / Taste it, mi’jo, there’s no recipe, just taste.

Chilo’s Daughters Sing for Me in Cuba
They folded and shaped each banana leaf / like a paper flower with their calloused fingers / to make the tamales, filled with thirty ears / of cornmeal ground by hand. They helped / Ramon with the slaughter yesterday, seasoned / the pork overnight with salt, cumin, bay leaves. / They culled through every grain of wild rice / and every pound of black beans they could buy / on the black market. They sold three months / of soap rations for a string of garlic, crushed / the garlic, had enough olive oil to make mojito / for the yuca. They pulled the yuca from the soil / of their father’s field this afternoon—washed it, / cut it, boiled it—until its heart bloomed open, / tender and white as its flower. They prepared / jugs of watermelon refresco and set the table / for twenty with borrowed plates and tin cups— / but no napkins. Now, they serve their dishes, / stand around us, and begin singing a cappella / for me, glad I’ve come to see them again, to sit / at their table, eat what their hands have made, / listen to their songs. Rosita sings old boleros / for our tíos and tías still in love with love. / Nivia sings danzones to honor our grandfathers / who’ll be buried in the same ground they tilled. / Delia sings the old décima verses of guajiros / who made poetry out of cutting sugarcane. / And we all sing Guantanamera, over and over / again—Guantanamera because today the food / is plentiful, the earth continues to give them / what they need—Guantanamera for the lyrics / that praise the good people of this country / where the palms grow—guajira Guantanamera /because the revolution that never ends will / never change them, their stories, this land.

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