Magia / Zadok Zemach

Los pasos de Ezra Salim fueron volviéndose cada vez más cortos conforme el camino desde los calabacines de Yosef hasta los faláfel Shalom se le iba haciendo cada vez más largo y empinado. Las agarraderas de sus canastas de la compra, forradas de una tela blanca que se había ensuciado y rasgado, ya le cortaban las manos y lo jalaban al piso. El peso de las canastas y la pesadez de sus piernas le recordaban que la vejez ya lo había alcanzado.

     Subió la calle principal del mercado Mahaneh Yehuda a su casa en un callejón de Nahlaot, cargado con las canastas de frutas y verduras que había comprado siguiendo las estrictas órdenes de su esposa Salima. Todas estas órdenes habían sido escritas con letra temblorosa en un pedazo de papel que ella encontró en la cocina y que puso en sus manos, y junto a cada artículo que compraba él iba poniendo una chueca marca con el lápiz que ella le había atado a su bolsillo, para que, Dios no lo quiera, no se confundiera con lo que había comprado y lo que no, y también para que no comprara ningún producto que no se le había pedido que llevara. Al final de cada línea, Salima había añadido el nombre del dueño de cada puesto —por ejemplo: tomates de Shlomo en la esquina, calabacines de Yosef— porque, según su opinión, sólo ahí valía la pena comprar los vegetales en cuestión; y no consignó cantidades ni números, ya que cientos de viernes había enseñado a Ezra a comprar exactamente un kilo de cada fruta y verdura.
     No dio la vuelta para meterse al oscuro callejón de las especias (como lo llamaba Salima), donde los jugadores de backgammon sentados en sus bancos se agachaban para tirar los dados, ya que en esta ocasión no le habían pedido llevar especias, sino que siguió caminando derecho hacia la calle principal, sin pensar en complicaciones de insondable profundidad, sino tan sólo en lo que Salma le diría cuando él regresara a casa del mercado, cómo ella se enfurecería, las berenjenas están aguadas como esponjas, y por qué están podridas las fresas, Ezra, dónde tienes los ojos, lo regañaría, y las hojas del perejil están destrozadas, y por qué la lechuga está llena de hoyos y gusanos. Por suerte, a este hombre silencioso no se le pediría que diera explicación alguna, ya que la propia Salima la daba: todo se debe a que le compraste al gordo del mercado iraquí, adonde te he dicho miles de veces que no vayas, y te dio cosas de la semana pasada. Detente, Salima, ya es suficiente, le rogaría, envolveré la menta en periódico, iré a cambiar las berenjenas en este momento, le quitaré las hojas renegridas a la lechuga y la pondré en agua, pon todo en el refrigerador.
     El pitido de un claxon cortó los pensamientos de Ezra, y él siguió caminando con pasos pesados, como si recién despertara de la siesta, y un nuevo pensamiento reemplazó al anterior: cómo se las arreglaba Salima para que todo cupiera en el refrigerador, una cosa junto a la otra, una encima de la otra, una dentro de la otra, y para recordar qué había puesto dónde y cuándo, y cuánto había de tal vegetal y de esas verduras y ese platillo, y cómo nunca tiraba nada en el bote de basura debajo del fregador. Y otro pensamiento surgió, y era una buena cosa que los pensamientos no tuvieran el poder de interferir con el movimiento de la gente detrás y delante de él, ni con el tráfico de los automotores cercanos a él, entre ellos un brillante auto rojo que iba avanzando detrás de él, despacio como una tortuga, atrapado entre los autos detrás y adelante, cuyos impacientes conductores sacaban las cabezas por las ventanillas esperando a que las luces del semáforo cambiaran y que el auto de adelante se moviera de inmediato, antes de que el de la derecha se metiera, y por qué demonios el tipo de los globos de gas tenía que detenerse precisamente aquí, y por qué la Toyota con las sandías tenía que pararse a descargar precisamente ahora. Y de todos los vehículos el único que valía la pena mirar era el rojo, como lo hacía ahora Ezra Salim, y no eran el brillo del auto ni su modelo aerodinámico lo que interrumpía sus pensamientos, porque Ezra qué iba a saber de automotores, si ni siquiera tenía bicicleta. Era la mujer sentada en el auto que cautivaba su mirada, un vistazo era suficiente para que su belleza se clavara en el espectador con los afilados alfileres de la oportunidad desperdiciada. El cabello negro como carbón cayendo suave como seda hacia los hombros, una frente cincelada arriba de los ojos verdes en forma de almendras con una expresión amable, y debajo de ellos la nariz esculpida por un maestro. Qué podemos decir y qué podemos hacer, también estamos sorprendidos por la belleza de esta mujer que se aparece ante nosotros en medio del mercado.
     Los asuntos de Salim eran los de un hombre viejo. Todo tipo de males hacían su vida gris, su agenda diaria consistía en ir a la clínica hmo y tomar pastillas, y comprar en el mercado, y en las visitas de tres nietos agotadores; él no era libre, como los jugadores de backgammon, de levantar la mirada del tablero y de los dados y quedársele viendo a las mujeres, y para decirlo llanamente: a Ezra Salim no le daban tentación las chicas que veía en la calle, no las notaba, ni siquiera si se le acercaran y le torcieran la punta de la nariz con sus bonitos dedos él lo sentiría, porque la única chica de su vida era su amada Salima.
     Su mirada permanecía en la chica del auto, y él inmediatamente pensó en Salima, qué enojada se pondría cuando descubriera que había comprado la pasta de dientes cara de nuevo, acaso ella no le decía siempre que la comprara en la tienda del yemení junto al puesto de los pepinillos, donde no sólo estaba dos shekels más barata sino que también te daban un pequeño cepillo de dientes de regalo. Basta, basta, Salima, refunfuñaría para sí mismo. Te dije que la normal no se siente bien en mi boca. Y por una vez le hubiera gustado hacerle frente y decir: Cómo es que, Salima, nunca sale nada bueno de tu boca, por ejemplo: Realmente, Ezra, qué bien hiciste en traer esos pepinillos en conserva, un placer de verdad, y los limones que compraste están llenos de jugo. Pero por qué perder nuestro tiempo en la vieja Salima y en los cumplidos que no dice, queremos darnos prisa para ir con la otra mujer, su belleza penetra la delgada piel de nuestra complacencia; una belleza palaciega avanza por las calles de piedra gris de Jerusalén, un manjar que nunca apareció en nuestra pobre mesa, a pesar de que nuestras calles están llenas de chicas lindas, una mezcla de este y oeste le dio vida, quién sabe cómo diablos, bellas como la luna y puras como el sol, pero estas bellezas nuestras no se parecen ni de lejos a la princesa sentada en el automotor rojo, que deja sin sentido a todo aquel que la mira: fija en su silla si está sentada, con pasos lentos si está caminando, como por ejemplo este hombre, Ezra Salim, cuyos ojos también han probado de este licor. Y ahora su carro se aproxima a él, sólo dos metros separan al viejo y a la mujer y por un momento sus ojos se encuentran, y Ezra, si tan sólo se hubiera detenido en seco en su camino opuesto a la belleza de esta mujer, como la señal de alto a cinco metros frente a él. Por una fracción de segundo se tocan, este y oeste, su vida y la de él, encorvado y cargado en su camino a casa desde el mercado y ella de una belleza y una nobleza como las princesas. Qué cruel es el desperdicio del destino que le da generosamente a uno y con tacañería a otro.
     Mientras que los ojos de Ezra están asombrados por los de la mujer en el auto, la mirada de ella se desliza por su descolorida figura, y en su amable rostro no hay señal de repugnancia, ni siquiera indiferencia, a la manera de las bellas mujeres que pasan en el mercado; hay compasión ahí por la criatura envejecida que camina en la acera junto a su auto.
     Bernarda Valucci de Milán se convirtió al judaísmo un mes antes de su matrimonio con Albert Elbaz, un judío devoto cuya familia había emigrado de Rabat, Marruecos, al norte de Italia donde había extendido su negocio de ropa y amasado una fortuna. A lo largo de los años, la familia había donado parte de sus ganancias a los necesitados, familias que habían sufrido calamidades, viudas sin posibilidad de pagar la educación de sus hijos, huérfanos, alcohólicos, nunca habrá escasez de miserables en esta tierra. Sus únicos rivales en la caridad eran los Valucci, descendientes de mecenas de las artes de Venecia, y la competencia entre las familias se convirtió en una guerra abierta, para la buena fortuna de los miserables de la tierra, ya que mientras una donaba una sinagoga a la congregación y contrataba a un batallón de maestros para los niños reprobados de la ciudad, la otra contribuía con millones para la construcción de una nueva sección del hospital. En el curso de una de estas guerras caritativas, Bernarda Valucci conoció a Albert Elbaz. La desconfianza y la hostilidad de sus primeros acercamientos dieron paso a la intimidad y amistad, y al final cayeron el uno en brazos del otro. Bernarda y Albert se casaron en una ceremonia judía, ya que la caritativa Bernarda era una mujer sin religión y no tenía ningún inconveniente en aceptar la religión de su esposo. En la primera primavera de su vida de casados, la pareja vino a Israel a visitar a los familiares de Albert, los vivos y los muertos.
     Ahora que los ojos de ambos se han encontrado, la joven mujer y el hombre viejo, en la estrecha y abarrotada calle, sabemos que tienen nombre, casa y preocupaciones. La preocupación de Bernarda es que tiene que dar un discurso y cortar un listón en el instituto para ciegos, donde su familia donó una nueva sección y una biblioteca, pero debido al embotellamiento, sobre el cual no puede volar, es posible que llegue tarde, y precisamente en viernes cuando todo retraso es peligroso, y cuando su demora, Dios los perdone, puede ser malinterpretada como desdén de ricos y menosprecio de la tradición. Cuando ella es inocente de darse esos aires y cercana en humildad a la gente común, como este hombre con sus canastas de la compra, cuyos pasos son lentos y prudentes y que está impresionado por su belleza y que piensa para sí mismo, Dios en los cielos, cuánto trabajaste en la belleza de una mujer y a cuántas otras abandonaste. Y un dolor apuñaló su alma, ya que a pesar de ser lo suficientemente afortunado por haberse ganado a Salima, cómo le hubiera gustado sentarse, aunque fuera por unos instantes, junto a una mujer como la del auto rojo. Y Ezra no ve hacia delante de él, sino que sacia su sed más y más con la belleza a su izquierda, y cómo verá en la acera ante él el poste de pie frente a él con la señal «Alto» encima. El poste y la señal no tienen boca ni voz para gritar: Alto, Ezra, ten cuidado, Ezra, en un momento chocarás contra mí, y él no despierta a tiempo para volver los ojos hacia adelante, sino que da otro paso y continúa su camino, Ezra, ten cuidado, Ezra, ten cuidado, no hay nadie que grite estas palabras a voz en cuello, y no hay un alma caritativa que lo desvíe de su destino, y se estrella, una frente humana y un poste de metal chocan, y el golpe produce un sonido sordo y su fuerza es como la patada de un caballo salvaje en su frente. Y de repente el estruendo del mercado se va apagando en su cabeza, los gritos se aquietan, los silbidos, las voces, y todo este estrépito se cubre con un oscuro silencio, y el viejo que contemplaba la infinita belleza ante sus ojos cae de bruces al piso, como un árbol derribado en el bosque, y aunque sus ojos están cerrados, las estrellas brillan en su cabeza llena de oscuridad.
     Ezra se desmayó, sus manos soltaron las dos canastas de la compra llenas de buenas cosas en la acera, y todo su contenido se dispersó y se derramó a la calle: tomates cuidadosamente escogidos son aplastados por ásperas llantas, una rueda de bicicleta machuca los calabacines escogidos en los calabacines de Yosef, un hombre robusto de traje escoge caminar entre las berenjenas y un revoltijo de camotes mezclados con perejil, y todos los transeúntes se apresuran, ignorando las frutas y verduras aplastadas de vívidos colores que enfatizan la opacidad de la figura que yace entre ellas.
     Bernarda, la única que sabe la razón del incidente, traga saliva y tiene la boca seca. Le remuerde la conciencia, su corazón late con fuerza, comprende que la mano del destino intervino aquí y que esa mano está empeñada en conectarlos a ambos. Le queda claro que el viejo quedó deslumbrado por el rostro con el que fue bendecida, y que a causa de ella, y sólo a causa de ella, yace él inconsciente, quizá muerto, en la acera, solo y abandonado como un soldado herido en la batalla. Para pedir ayuda algo se necesitaba hacer, pero ella no sabía qué ni cómo. Y como estaba atascada en el embotellamiento y sin posibilidad de dar vuelta a la izquierda o la derecha, o siquiera estacionar el auto a un lado de la calle, se queda quieta en su asiento, inmóvil como una estatua de mármol puesta en su auto. No tenía el poder de salvar al desdichado que ella había derribado con su belleza, no era una doctora calificada, ni siquiera una enfermera, y pensó en que sería mejor continuar su camino como si nada hubiera ocurrido, el hombre tan sólo se había caído y seguramente se levantaría, no lo habían atropellado, sólo había chocado con un poste, pero luego, como la picadura de una ortiga, sintió las palabras de su padre, que algunas veces una mano vacía que ofrece ayuda es mejor que una mano que escribe un cheque.
Y en ese momento, con el que el Dios de los judíos la había confrontado para ponerla a prueba, exagerando en las dificultades que ella acumulaba como siempre, aún no sabía que haría, si saldría de los límites de sus dominios con aire acondicionado directo al calor del mercado y su muchedumbre, u olvidaría la moral y dejaría que los acontecimientos tomaran su curso, ya que ningún testigo ni la más desbordada imaginación la conectarían a ella con el viejo inconsciente, que sin duda pronto se levantaría y se sostendría sobre su propios pie. Piiip, piiip, piiip, los conductores detrás de ella pitaban impacientes, un momento, un momento, un momento, imploraba en silencio, sólo déjenla ver que se recupera, se sienta y se para, pero Ezra no se recuperaba ni se sentaba ni se paraba, seguía tendido inconsciente en la acera. Piiip, piiip, esos malditos cláxones seguían pitando y urgiéndola, Bernarda necesitaba un minuto más para saber qué hacer, pero no había tiempo para reflexionar con el ruido que cada vez se hacía más fuerte a sus espaldas y que la ensordecían, a lo que se sumaban los gritos groseros de los exaltados, quién se creía que era y quién le dio la licencia y por qué no aprendía a manejar y por qué no estaba en la cocina y otros ejemplo de ingenio local.
     La primera lágrima brotó entre sus pestañas, y a través de la película de esa gota vio la cara de Albert, llena de pesar y decepción: hiciste que un viejo judío se cayera, con su kipá en la cabeza, todas sus cosas derramadas en el suelo, y yace ante ti pidiendo ayuda, ¿y tú no escuchas sus ruegos?
     Y con eso bastó. Bajo el escándalo de los pitidos y los gritos y las vulgares groserías, que no podemos transcribir a este papel, Bernarda abandonó sus temores, abrió la puerta del auto, dejó el refugió de lámina con aire acondicionado que la separaba del mercado, ignorando a los conductores y sus cláxones, y se apresuró hacia la figura despatarrada en la sucia acera como si fuera una cama. Ansiosa y perpleja se acercó a Ezra y se arrodilló, inclinó su cabeza hacia su cara, cuya piel estaba surcada de problemas y cuyas arrugas eran una red de pesar, y con los labios apretados le pidió que la perdonara: por distraerlo de su camino, por privarlo de su capacidad de resistencia al final de su vida, por vacilar temerosamente antes de venir en su ayuda. Que respire, rogó, que ella no haya matado a un hombre, Dios no lo quiera, a causa de su belleza.
     Ella pone la mano bajo su cabeza y no la retira de su nuca sudorosa. Atentamente espera tan sólo un respiro, aunque sea débil, hasta que su pecho comienza a elevarse y se detiene un momento como si no se decidiera y se hunde suavemente, y a través del alboroto que la rodea ella percibe un suspiro que se le escapa de la boca, suave como una ligera brisa, y un hilo de aire escapando de la nariz, está vivo, está vivo, se estremece y se le quita un peso del corazón. Y el desconocido, que apenas hace un momento era una figura borrosa en la multitud fuera de la ventana del auto, de repente se convierte en alguien cercano, un querido abuelo. Ella trata de levantar más su cabeza, desliza debajo un pedazo de cartón que encuentra cerca, y reza para que no se haya lastimado, que su cerebro no tenga daño, sus huesos no estén rotos. Todo sucede rápido, pero nosotros escribimos despacio: Ezra Salim yace como un tronco de madera, aislado en su estado inconsciente, y sus ojos se abren solamente cuando Bernarda aviva su mejilla con una suave mano acariciante. Entre sus pestañas que se abren con dificultad Ezra registra un rostro femenino perfecto, y de inmediato baja sus ojos deslumbrados y comprende que ha perdido la razón, que ha caído en un mundo de alucinaciones, ya que no es posible que a la mitad del día, en el corazón del mercado, la Sulamita esté inclinada sobre él y le acaricie la mejilla.
     Toda la gente en la calle también está asombrada por la extraordinaria escena y se detiene a observarla: cómo esta bella y joven mujer está arrodillada e inclinada junto a un viejo que yace en la acera entre residuos de productos agrícolas provenientes de los puestos y todos están maravillados con su elegancia y con su vestido que revela sus bellas piernas en forma, hace un momento daban grandes zancadas apurados a sus asuntos, y ahora tienen todo el tiempo y nada los detiene de contemplar detenidamente a la bella desconocida, y su deseo de seguir mirando se disfraza de consejos médicos gratuitos, sus expresiones tan preocupadas como las de los cirujanos certificados durante una operación fatal. ¿Caballeros, dónde estaban antes de que la bella dama saliera de su auto, cuando el pobre despatarrado yacía aquí abandonado a su suerte? Sin duda, se dicen a sí mismos, tenemos prisa, y por qué esta persona tenía que caerse precisamente ahora, y nuestras vidas también están llenas de preocupaciones. Así que apresúrate a tu casa, sal de esta acera y de esta página, y déjanos con estos dos, pues una cercanía como ésta es rara entre dos completos desconocidos y queremos concentrarnos en ella sin ser molestados.
     Pero no, se quedan pegados como lichis, rehusando marcharse, ávidos de embeberse aún más de la magia de Bernarda Valucci. Una y otra vez examinan su cara y sus piernas dobladas en la acera, y envidian al hombre tan afortunado que disfruta la caricia de su aristocrática mano, y Ezra, Ezra, por Dios, qué desagradable, hemos olvidado por completo a Ezra, sus pestañas aleteando como alas de un pequeño ganso tratando de volar mientras intenta valorar, entre las temblorosas formas atisbadas por sus ojos, lo mal que están las cosas si él yace aquí en esta posición vergonzosa, frente a todos los compradores y vendedores ambulantes y soldados y limosneros y estudiantes y policías y niños en el mercado, y primero y ante todo una mujer cuya belleza lo derrite totalmente. Sus rodillas le tocan sin tocar un lado de su estómago, y la fragancia de un perfume desconocido lo envía a reinos que nunca ha visitado, y su aliento se teje en hilos transparentes hacia su nariz, y su suave mano acaricia su mejilla arrugada, sin afeitar y enjuga una inesperada lágrima. Permite que este momento dure, Ezra reza una oración que no tomó de las ceremonias de la sinagoga, permite que este toque mágico dure, permite que dure, este sueño que nunca podría volverse realidad, y que sin embargo sí se ha vuelto realidad. Y por un momento, tan sólo un momento que dura una eternidad, ella es suya, toda ella, otorgándosele sin ninguna reserva.
     Un sueño hecho realidad, sí lo escuchamos, todo bien, pero eso no aminora la miseria de Ezra, al contrario, ya que mientras yace aquí como un infortunado mendigo los mosquitos de la desgracia ya están rondando su cabeza sedientos de sangre, acercándose y zumbando en grandes enjambres. Es la vergüenza la que lo ataca súbitamente, que le pica cada centímetro de piel expuesta, y sus mejillas se ponen tan rojas como los tomates aplastados en el camino.
     Los automotores, también nos olvidamos de ellos, siguen sonando sus cláxones y el embotellamiento sigue creciendo, no hay manera de entrar ni de salir, la calle principal del mercado está embotellada de principio a fin, todo es pitidos y groserías y acusaciones y consejos, conductores furiosos que salen para saber qué es lo que los detiene, que desahogan su ira unos con otros y con la policía y con todos los demás, que conjeturan que se trata de un suceso terrorista o criminal o de seguridad, objetos sospechosos o graves accidentes, y no tienen ni idea de que la persona que estacionó su auto a media calle y desapareció ahora está rodeada por una pared de transeúntes curiosos. Uno detiene a otro para preguntarle por qué se detuvo, y éste ya le preguntó a otro antes, que le preguntó a otro antes, y el círculo se hace más grande y se derrama de la acera a la calle, y de la calle a la acera de enfrente, y hoy, como ya se mencionó, es viernes, cuando todo Jerusalén tiene prisa. Antes de que pase mucho tiempo, un entrometido sudoroso llegará con su gran panza y su clarín, y lo tocará para recordarles a los ociosos que el Sabbat ya está en la puerta.
Bernarda, pobrecita, sabe que ella causó el tumulto, pero no sabe cómo comportarse con la multitud respirándole en el cuello. Está a punto de volverse loca y tiene poco tiempo, se siente impotente, suavemente limpia de briznas los brazos de Ezra y le susurra, levántese, señor, por favor levántese, lo dice en su propia lengua, en sensual italiano, y todo aquel que le preste oído escuchará una oración, pero Ezra es como un barco hundido bajo el mar, ningún sonido lo alcanza. Sólo las pestañas se mueven débilmente, y cuando se le abren un poquito los ojos ve ante él decenas de pares de ojos que lo miran fijamente y con curiosidad, y toda esa muchedumbre lo cerca y se cierra a su alrededor, y lo único que puede hacer es rezar al Cielo para que una mano fuerte y un brazo extendido se lo lleven de ahí. Y las canastas de la compra, de repente Ezra se acuerda de ellas, qué sucedió con las canastas de la compra, y mira alrededor y no están las canastas, y recuerda a Salima, ay Salima, nos olvidamos de Salima, qué le dirá a ella, y peor, qué le dirá ella a él, por un pecado como éste quizá ella le levante la voz, y recuerda cómo le gritó hace treinta y cinco años cuando se le cayó una cacerola con verduras rellenas en las que ella había trabajado durante horas, en honor de su amado padre. ¿Y ahora cómo se disculpará con ella por la ausencia de las canastas, cómo explicará que chocó con el poste de una señal de tráfico, cómo le confesará la amarga verdad, que se distrajo con una bella mujer desconocida? Y con cada momento que pasa su deseo de estallar en llanto se hace más intenso, para soltarlo todo en un efluvio de lágrimas como un niño pequeño, no en sollozos tímidos y reprimidos sino en un berrido desinhibido, porque esta mujer frente a él, y la gente detrás de ella, y las canastas de la compra perdidas, y también Salima, todos juntos eran una carga muy pesada para sus hombros estrechos. Ezra necesitaba esas lágrimas, pero no podía estallar en llanto, no por cierto cuando la exquisita belleza lo miraba de una manera dolorosa y lo envolvía con su calidez: ella sabía que él sabía quién era ella, y él sabía que ella sabía quién era él. Pero él no sabía el tipo de embotellamiento que se había creado aquí, tampoco que la patrulla de policía y una ambulancia de cuidados intensivos y un camión de bomberos venían en camino con las sirenas ululando, tampoco que su colapso sobre la acera estaba retrasando a una dama con prisa para dar un discurso y cortar el listón en un instituto para ciegos para el que ella había donado una nueva sección y una biblioteca. No tenía ni idea, y ahora sólo sabía esto, que un vergonzoso vínculo los había unido a los dos en un solo paquete y que él era como un bebé que quería llorar pero no lo tenía permitido.
     Bernarda le habla con ternura al viejo asustado, y su acento italiano lanza un hechizo de magia cinematográfica sobre todos los espectadores, señor, se encuentra bien, señor, Ezra no escucha ni una sola palabra, sus oídos todavía le zumban por el golpe que recibió, y con labios temblorosos susurra suavemente, su desdicha obvia para todos: Ezra, soy Ezra, él pensó que ella le preguntaba su nombre, y ella se acerca más a él y él se esfuerza por no desmayarse, en ella la tristeza produce el rostro de una virgen. De nuevo él murmura desmayadamente: Ezra, Ezra, Ezra, y despierta en ella otra ola de compasión cuando intenta señalar con su brazo seco a su alrededor. Las canastas, masculla, las canastas las canastas. La canastas, contesta ella, sí, las canastas, y ella ve que su contenido se desparramó por todo el mercado como el abanico de una cola de pavorreal y comprende que lo que se requiere de ella es acción, no una mirada ni una pregunta sino un acto. Así que se sobrepone a la vergüenza y se para y se arrodilla de nuevo aquí y allá y comienza a recolectar de la acera verdura tras verdura, fruta tras fruta, hoja tras hoja, agachándose entre las piernas de la gente y sus canastas y recolectando los escasos bienes de Ezra, sus rodillas negras a causa de los desperdicios del mercado, sus manos llenas de la suciedad de la acera. Uno por uno ella reúne los productos agrícolas, uno por uno los regresa a sus bolsas, y todo el mercado está sorprendido, cómo es que esta mujer elegante con vestido de diseñador de una tienda cara está recogiendo vegetales dañados de la acera como un mendigo, qué tiene qué ver esta princesa italiana con un viejo que ella no conoce.
     Y a ellos, que a lo largo del tiempo se han ido haciendo indiferentes al destino de sus semejantes, esta mujer les enseña algo que no debe olvidarse. Avergonzados de su indiferencia y apatía se inclinan uno tras otro al pavimento para unirse a la búsqueda de los pobres tesoros de Ezra, ahora un hombre de gorra a cuadros le pasa un pepino a un joven alto de camiseta blanca, y un jabadnik pone dos colinabos en una bolsa, y una mujer mayor con blusa de rayas y bolsa verde pasa una hoja de lechuga a un hombre gordo con un perro, y un estudiante de yeshiva envuelve las cebollas que le dio una muchacha bien formada con un anillo brillante en el ombligo, y un caballero que lleva unos gemelos en una carriola recoge cilantro y dos betabeles de la acera, y un joven con arete entrega una berenjena, y un trabajador rumano añade una sandía, y un árabe con kufiyya añade tres zanahorias, y un propietario de puesto, nos quitamos el sombrero, se autonombra agente de tráfico de vegetales, clasifica los productos agrícolas y pide más canastas, porque ya no hay espacio.
     Bernarda se levanta lentamente de la acera. Su espalda está encorvada y le duele por el esfuerzo y está sorprendida de ver que todos a su alrededor, toda la gente del mercado, sudorosa, golpeada por el sol, de almas grises, todos ellos como si fueran uno se unieron en una cadena de manos que pasan productos agrícolas y canastas, y le viene un pensamiento a la cabeza, realmente una tierra sagrada, ya que sólo aquí, en el país de Albert, en la tierra de los judíos, un pueblo entero aúna fuerzas por el bien de un hombre disminuido, sólo aquí todos se detienen para ayudar a su compatriota y una capa de lágrimas envuelve sus mejillas y se acumula cuando el rostro de su marido se aparece ante ella, enviándoles una sonrisa de orgullo como si le dijera te portaste bien, esposa mía, con el viejo judío. Y se sorprende de ver las canastas multiplicándose, las dos milagrosamente convirtiéndose en tres, que doblan su número y se vuelven seis, y pronto hay diez canastas rebosantes y cinco cajas de cartón llenas hasta el tope, todas alineadas cerca de Ezra, y dos jóvenes musculosos ya le están ayudando a levantar al viejo, y él, que los deja que lo recojan y entiende que todo este equipaje es para él, no sabe si hablar o permanecer callado, gritar o correr por su vida, y sólo el pensamiento de Salima no se lo permitirá: qué enojada estará con él por volver del mercado tan tarde, y cómo fue que le trajo estas sobras desechadas de los puestos equivocados, y ¿qué es lo que le pasa, se volvió loco como para traer productos agrícolas para todo el barrio?
     Él se pone de pie de cara a Bernarda, quien sonríe como una madre orgullosa, y en su corazón hay una plegaria, acurrucarse en el refugio de una de las cajas de cartón, para esconderse ahí en compañía de las cebollas y los calabacines hasta que pase la tormenta, pero esto no sucede, sucede otra cosa: con su mano perfumada Bernarda le toma su mano marchita y tira de él amablemente, y Ezra no tiene la voluntad ni la fuerza para resistirse, así que camina con ella y los dos caminan majestuosamente como una princesa y un presidente. Y van tras de ellos en procesión a toda la gente del mercado que lleva canastas y cajas rebosantes, y desde la calle los choferes los vitorean con una fanfarria de cláxones, y desde la acera opuesta los niños ondean bolsas vacías como si fueran banderas, hurra, hurra, el séquito de la gente del mercado avanza por la alfombra roja de tomates aplastados entre la asombrada multitud y los puestos repletos, y Bernarda se dirige al auto rojo en medio de la calle, el motor todavía prendido y le abre la puerta a la persona más querida del mercado, el señor Ezra Salim, y lo ayuda a sentarse, y los dos fornidos guardaespaldas acomodan sus canastas y cajas en el asiento trasero, y todo el silencioso, fascinado público contiene el aliento y pasa saliva mientras Ezra se sienta como un jeque árabe en el asiente del frente junto a su conductora, la más bella de las mujeres, y ella agita la mano para agradecer a toda la gente del mercado y los dos se alejan como una pareja real en su carruaje, a quién sabe dónde l

Traducción al español de Víctor Ortiz Partida,
a partir de la versión del hebreo al inglés de Dalya Bilu

 

 

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