Chirinos: el poeta y la persona / José Miguel Oviedo

Eduardo Chirinos † In memoriam

 

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Me es muy difícil escribir ahora sobre Eduardo Chirinos, pues su reciente muerte me ha producido una conmoción de la cual aún no salgo. Muchos, dentro y fuera del país, sienten el pesar de haber perdido tempranamente a un notable poeta, pero yo, además, siento que he perdido a un verdadero amigo, a un ser humano que valía tanto como su obra literaria. De lo último podemos todos consolarnos visitando y releyendo sus libros, sobre todo los poéticos, pero lo que no tiene remedio es la ausencia de un ser humano en verdad excepcional. Nuestra amistad comenzó cuando lo conocí en un recital poético realizado en el Center for Inter-American Relations, de Nueva York, en el que participó al lado de otros poetas peruanos y en el que leyó textos de un libro que yo no conocía, titulado El equilibrista de Bayard Street (Lima, 1998).
     Esos textos daban testimonio de su inserción en el mundo angloamericano y me impresionaron por la sencillez de su tono y su aguda percepción de las diferencias entre esa cultura y la nuestra. Al final del acto, conversamos un rato, me regaló ese libro e intercambiamos nuestros respectivos datos personales.
     No recuerdo dónde y cuándo volvimos a encontrarnos, pero sus libros empezaron a llegarme con regularidad a Filadelfia, donde yo enseñaba, en la Universidad de Pensilvania, desde mediados de 1988. Uno de esos libros era su recopilación de veinte años de poesía, Naufragio de los días, 1978-1998 (Sevilla, 1999), pero creo que fue Abecedario del agua (Pre-Textos, Valencia, 2000) el que realmente llamó mi atención por el salto que representaba hacia un período de indudable madurez. Por esos días yo estaba concluyendo la ardua redacción de mi Historia de la literatura hispanoamericana (Madrid, 2001); al cerrar el volumen 4 lo hice citando el nombre de Chirinos y su Abecedario…, que —afirmaba yo— «contiene textos notables que lo convierten, quizá, en el mejor poeta de su generación». Lo que vino después justificó con creces esa afirmación. En broma, yo le decía que, si mi pronóstico fallaba, el capítulo final de mi trabajo quedaría arruinado y sería por su culpa.
     Eduardo se doctoró en Estados Unidos y empezó a buscar trabajo en universidades de ese país. Mientras conseguía algo estable, pasó por mi Departamento, donde se desempeñó por un semestre como lecturer. Ambos abrigábamos la esperanza de que consiguiera un puesto vacante allí mismo, con el que pudiese alcanzar luego la permanencia. Desgraciadamente no fue así: mis colegas prefirieron a otro candidato que luego, con el tiempo, abandonaría la carrera para dedicarse a la música.
Durante esos meses nos vimos con frecuencia, compartimos salidas al cine, restaurantes y reuniones a cenar en su departamento cerca del Museo de Arte de Filadelfia, donde éramos Martha y yo acogidos cálidamente por él y su esposa Jannine. En esas reuniones Eduardo exhibía su gran simpatía personal, su cordialidad, su fino sentido del humor y su gran pasión por la poesía, que era el indudable centro de su actividad intelectual, pues también hacía crítica, preparaba antologías, libros para niños (en broma él decía que en ese género él era un verdadero best-seller) y una larga varia que lo mantenía siempre ocupado y planteándose nuevos retos.
Producía sus libros con una especie de tranquila intensidad, como siguiendo un programa u orden interior que se regulaba según experiencias personales que lo marcaban de forma especial, pero sobre todo por sus lecturas y otras experiencias estéticas que lo influían de manera tan misteriosa como profunda. Varios de sus libros poéticos son reacciones a ciertas composiciones musicales, a obras plásticas o textos científicos, filosóficos o místicos muy poco conocidos.

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Los que quieran tener una idea de cómo evolucionó, en su fase madura, la poesía de Eduardo Chirinos, deberían consultar al menos tres de sus libros: Abecedario del agua (2000), Breve historia de la música (2001) y No tengo ruiseñores en el dedo (2006), que corresponden a su obra escrita en Estados Unidos. En el segundo libro mencionado, los poemas se construyen como reelaboraciones o ecos de composiciones del repertorio clásico cuya modulación evoca la atmósfera del modelo musical que lo inspira. Humo de incendios lejanos (Aldus / Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, 2009) confirma aquel rasgo y, en cierta manera, lo agudiza.
     La organización del libro es muy rigurosa y significativa. Los trece textos que contiene llevan numeración, además de sus respectivos títulos; cada uno tiene una estructura fija de diez partes. Esta precisa disposición recuerda un poco la de otra colección de Chirinos: Catorce formas de melancolía (Raccoon Press, Missoula, 2007), pues presenta otras tantas variantes sobre el motivo del título. Aunque es evidente que en la intención del autor cada uno de los textos de Humo… ha sido concebido como un poema (en algún caso lo indica explícitamente: el texto 1 se titula «Poema de amor con rostro oscuro»), pueden también ser leídos de otra forma: como si fuesen una serie de diez pequeños poemas que giran alrededor de un tema; es decir, como variaciones o suites (en el sentido musical del término). Ese efecto está subrayado por el hecho de que el ritmo de los versos tiende a ser constante, con un limitado registro de tonos y timbres, pero sobre todo por tener una inflexión narrativa: nos cuentan una historia —siempre fragmentaria o elíptica—, una fábula que ya fue contada en otro tiempo o lugar, pero reinterpretada por él.
Esas historias están contadas, sin embargo, de un modo ambiguo, misterioso o incierto. Eso se debe a que los textos permiten múltiples posibilidades de lectura: como carecen de signos de puntuación (salvo los de interrogación), la exacta secuencia verbal sólo queda establecida tras ir y volver por la misma línea hasta que el ritmo dé sentido a la frase. Véase, por ejemplo, este pasaje del segundo texto de «4. El Libro de la Vida o mis conversaciones con Teresa de Jesús»: «el sonido es anterior a la palabra dibuja entonces / palabra el sonido llega con la palabra llega con la música no entiendo / toma un poco de algodón y haz una oveja pinta / los ojos me decía pinta el miedo la cola las orejas…». Como se ve, la construcción «flotante» crea un continuo desplazamiento y recomposición de los textos; en este caso, además, le permite moverse simultáneamente entre el plano místico y el de su propio quehacer poético y tratarlos como si fuesen uno.
     Las secuencias que nos narran las historias son como distintas fases de una reflexión sobre una experiencia personal, estética o cultural que puede ser muy alejada de la realidad inmediata. Algunos textos hacen referencia a obras o personajes asociados con la mística o la ciencia esotérica —de Santa Teresa o Atanasio Kircher (éste invocado por Octavio Paz como posible fuente de Sor Juana), a temas bíblicos o del arte (la pintora Berthe Morisot, cuñada de Manet)—, pero predominan los temas de la poesía moderna y contemporánea; y aun dedica el tercer poema a dos figuras del cómic (Popeye y Batman). Aunque, al final, Chirinos incluye detalladas notas (que califica de «prescindibles»), el libro no tiene el tono erudito que esas referencias podrían tener en un Borges: su voz posee la virtud de acercar a un plano íntimo asuntos poco frecuentados o peregrinos, y de incorporarlos al mundo del lector, haciéndole sentir que comparten una dramática —a veces angustiosa— meditación sobre cuestiones a las cuales nadie puede ser ajeno. Esas cuestiones suelen plantearse como pares dilemáticos o complementarios: belleza y verdad, revelación y misterio, sonido y sentido, memoria y olvido, vida y arte, sueño y realidad, a los que subyace el tema amoroso. En la circularidad que absorbe y envuelve todo en un flujo continuo, el poeta evoca los títulos de algunos de sus propios libros («equilibrista en Bayard Street, el alfabeto del agua, triste canción de ruiseñores», en «9. Trece inviernos con nieve») y en el poema 1 se apropia de la famosa frase («ahora arribo a la parte más difícil del relato») de «El Aleph» borgiano. Los mencionados dilemas se alternan y conjugan de modo recurrente en este libro y en el resto de su obra, lo que profundiza su carácter circular: todo vuelve, todo se transforma en otra cosa y mantiene el sistema siempre abierto, amenazado por la disolución. Chirinos escribe sabiendo que a cada paso «el sueño del lenguaje se desploma» («10. Ejercicios para borrar la lluvia»). Concibe la poesía como un acto de conocimiento que no elabora certezas porque es una mera proposición que tiene tantas interpretaciones como lecturas: es un saber de la imaginación en pugna por vencer los límites del lenguaje. Sin usar palabras rebuscadas, ya sea que se inspire en el poeta Seferis o en personajes del cómic, hable de sí mismo o de algo muy remoto, su poesía tiene una gran hondura, el inconfundible acento de la autenticidad y una visión muy coherente por estar organizada como una cadena de series cuyos motivos crean un seductor juego de despliegues y repliegues, de reiteraciones y reformulaciones. En el primer poema del libro hay una hermosa imagen: «sueño morir en tu sueño», que parece contener (igual que sus distintas versiones) la paradójica clave del arte de este creador: su enigmática transparencia.

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En cierta medida, puede decirse que toda su obra poética se configura como una especie de memoria o autobiografía espiritual, en la que la persona real y la poética se conectan mediante un sistema de vasos comunicantes: lo vivido y lo imaginado se alimentan mutuamente. Un buen ejemplo de eso es Anuario mínimo (Barcelona, 2012), serie con la que celebró sus cincuenta años de vida escribiendo un poema por cada uno de esos años. Repasando varios de sus libros, el lector atento descubrirá que hay cierto número de textos cuyo motivo central es la enfermedad y el estado melancólico que ese estado crea. El autor me reveló que, cuando tenía muy pocos años de edad, sufrió una dolencia que pudo tener muy graves consecuencias, y cuya curación le dejó como secuela una pérdida parcial de la audición en uno de sus oídos; quizá por eso el placer de la música —incluyendo la de la poesía misma— era para él tan importante. Hablaba de estos asuntos con una especie de equilibrada autoironía que estimulaba la comprensión de su interlocutor. Cuando Eduardo y Jannine consiguieron un doble contrato para enseñar en la Universidad de Montana, nuestros contactos se volvieron sobre todo telefónicos. Así me enteraba de cómo iban organizando sus vidas en la remota y fría ciudad de Missoula, que yo nunca había pisado; los detalles del ambiente académico, y especialmente los avances en su quehacer poético, eran los temas frecuentes en nuestras conversaciones.
     Debo revelar aquí algo que nadie conoce y que demuestra la generosidad con la que dispensaba su tiempo. Se dio el trabajo de revisar todo el original de mi antología La poesía del siglo xx en el Perú (Visor, Madrid, 2009), en la que él por supuesto figuraba, proponiendo cambios y cortes en las selecciones poéticas de los otros autores allí incluidos. Cuando llegaban las vacaciones de medio año nos reuníamos en Lima para hablar de lo de siempre: poesía, viajes, planes de nuevos libros a los que él agregaba toques de buen humor que yo apreciaba tanto.
     Cuando lo llamé a Lima, pensando que estaba aprovechando sus vacaciones para pasarlas allí, no obtuve respuesta. Luego descubrí que sus planes habían sido alterados por un motivo que me dejó helado: los médicos descubrieron que tenía un tumor maligno que lo obligó a someterse en marzo de 2012 a una cirugía radical en el estómago, que implicaba su extirpación casi completa. Me lo contó él mismo sin omitir frases irónicas de quien enfrentaba el difícil futuro sin gestos de autocompasión. Me decía que ahora el médico, para hacerlo ganar peso, le recomendaba que comiese lo que a la gente le estaba prohibido: carnes grasas, salsas condimentadas, postres muy dulces. Tuvo que acostumbrarse a comer de a poco y varias veces al día. En esas condiciones hizo algo que me pareció imposible: realizó el largo viaje de Montana a Málaga para recibir el Premio Generación del 27, por su libro Mientras el lobo está (Visor, Madrid, 2010).
     Las dos últimas veces que lo vi en persona fue en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en 2013 y 2014. Lo noté más delgado, pero con buen semblante pese a que seguía recibiendo quimioterapia. Por eso mismo, la súbita noticia que recibí en Lima de que había fallecido me hundió en una profunda tristeza. Aunque en un primer momento pensé que no sería capaz de escribir una línea sobre él, me he forzado a hacerlo porque evocando estos recuerdos he imaginado que estoy otra vez junto a él, leyendo su poesía y riéndonos a carcajadas de la vida y de la muerte. Deja tras él varias colecciones poéticas listas o casi listas para ser publicadas, lo que confirma su enorme voluntad y tenacidad creadoras.

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