La huella sonora de Eduardo Chirinos (1960-2016) / Silvia Eugenia Castillero

Eduardo Chirinos † In memoriam

Nunca supe cómo Eduardo Chirinos sabía tantas cosas ni me dijo nunca cómo las transformaba en poesía.

Uno de sus últimos libros, Medicinas para quebrantamientos del halcón (2014) —escrito durante el padecimiento de la enfermedad—, contiene una sabiduría mayor, saber despedirse de sí mismo. O, visto desde otra perspectiva, una manera de crear un libro-objeto para conjurar la enfermedad y alejar a la muerte. En cualquiera de los dos casos hay en el libro un volcarse hacia sí mismo y sostenerse como interlocutor.
     En sus libros anteriores, Cuadernos de Horacio Morell (1981), Crónicas de un ocioso (1983), Breve historia de la música (2001), Humo de incendios lejanos (2009), Mientras el lobo está (2010), por mencionar sólo algunos de los muchos títulos que publicó, hay en todos (aparte la originalidad peculiar de cada uno) un diálogo con los demás, desdoblamiento de sus saberes para hacerlos llegar a los otros. En este libro Eduardo escribe para sí mismo, para contarse el mundo porque ahora ya no lo ve ni lo percibe igual. La muerte acecha, no hay lectores en el horizonte, está él frente a sí, su sentir y su emoción como único faro que le permite dilucidar la vida y lo que hay en derredor a ella.
     El libro comienza con la imagen de Cristo en un domingo de Pascua: «Anoche tuve un sueño / Cristo me preguntó si podía reemplazarlo / en la cruz porque estaba cansado…». Entonces la vida, Eduardo, «trata de asuntos domésticos, de insertarse en el / frío. Como tú, como yo, como el muchacho / que recoge las monedas y se marcha con / su disfraz de Cristo».
     Chirinos encabalga los versos a manera de quejido, de nota musical que busca ser más grave. Hay un afán fónico de atravesar la vida viniendo desde la muerte inminente. Desde la opacidad del hospital. Un tren es la imagen que Eduardo elige para lograr decirse que una aguja le perfora la arteria, como «el tren perfora la quietud». Desde el tren, entonces se ven las ubres de las vacas, «del soporte del fierro cuelgan bolsas / como ubres. Están conectadas a mi cuerpo y mi / cuerpo, callado, las recibe…».
     La enfermera entra y te pide el boleto. Estás en la estación de los desamparados, porque las vacas, además de pastar en los Andes, volaron a Madrid, y ahí estás, en la Puerta de Atocha.
     Después es Lima y tu infancia. Enseguida ese viaje al abismo que vislumbras a través de imágenes entrecruzadas: los gitanos suben al tren y huelen mal, tu madre que te habla, «el destino se aleja a la velocidad / del tren, se adentra en la noche, se hunde sin / piedad en la pupila del lobo. Me aferro a los barrotes de la cama…».
Los encabalgamientos de los versos se suceden abruptos como el tren que desgaja la montaña o la aguja que cruza la arteria.
     El tiempo es el verdadero protagonista de Medicinas para quebrantamientos del halcón. Y como en toda la obra de Eduardo Chirinos, asistimos a una reflexión sobre el lenguaje. El lenguaje sabiéndose lenguaje en el desarrollo del libro. El lenguaje, un Palacio, «tiene 453 habitaciones, / 460 si contamos el índice, los corredores de / respeto. Aquí toda flor es desmesura, cálices / sintácticos, estambres de fiesta. Polen verbal / esparciéndose entre sombras…». Cavilaciones con trenes, con túneles, cavidades sonoras, movimiento de vísceras, de nervios, música venida del eco de la vida.
     Los libros de Chirinos tienen un tono ecuménico y un lenguaje que vincula todo. Porque las palabras unen las sombras con la claridad y van hacia la vida desde la amenaza del fin, la tocan, la miran, la escuchan, pero siempre desde el lenguaje, desde la trinchera de imágenes verbales, de artilugios de la metáfora. Por eso, Eduardo, pudiste regalarte un diccionario de espinas y un cactus de palabras. Sólo ahí «La palabra mariposa cae sobre la palabra gasfitero» y «La palabra sagitario / se hunde en la palabra vasija, las demás palabras / ríen sin parar…».
     Después —lo sabemos— encontraste el vacío, ahí mismo en el Palacio del lenguaje. Es así que Cristo aparece y vuelve a aparecer. Cristo y los profetas, y la historia judía y los romanos. El incendio en el templo de Jerusalén, Eliot, Napoleón tercero. Días. Años. Lustros. La historia que pasa ¿en tu mente? Pasa y se transforma, en un movimiento que exalta la vida, un movimiento que arrastra todo y todo lo transfigura, ¿no es eso la poesía, Eduardo?
     Entre los sueños y las metáforas te encontraste con tu padre muerto. Y te invitó a pasar. En el umbral, desde ahí, «Se empieza por ver mal, luego aparece la pátina / verdosa. Los objetos empiezan a distorsionarse, / a despedirse lentamente de los nombres … Lo oscuro absorbe y llena el aire. Se trata del / siguiente paso. Hay humareda y hay ceniza, / voces que murmuran sin alas ni respiraciones…».
     Tu muerte la dibujas, como la ballena que me dibujaste en mi libreta, la bosquejas bocabajo, sin lugar para los libros, pero con memoria, y las páginas que recuerdas te tranquilizan, sientes la curvatura de las letras. No puedes levantar la cabeza ni escuchar. Sólo el recuerdo. En las páginas del libro los demás ya no están.
No obstante, el mar sigue contigo: «Me acostumbro a este mirar / hondo y marino. Las tumbas son veleros…». El agua va mediando esa distancia entre nosotros y tú. Ordena el delirio de los huesos y el agua. El recuerdo entonces no es más que palabras, «Versos que escarban / un lugar en la memoria…».
El mar de la muerte es glorioso, incesante, de una cercanía que sólo los dioses son capaces de soportar. La música que arde es su eco. Eduardo, lo dices cantando, porque los muertos que no cantan te aburren y los desdeñas. No alcanzan la divinidad.
     Tú supiste abrirle la puerta al cuervo, «Dijo llamarse Olvido en / sánscrito y me aseguró que no era ningún / sueño…». Tomaste la pluma que dejó sobre el mueble, negra, era el enigma, «como un delirio hueco y transmutado».
     En sus poemarios, Chirinos nos deja en claro que la poesía es fruto del silencio, pero de un silencio trabajado como conquista del pensamiento y la memoria; en el cruce y el decantamiento de ambos, la poesía brota como silencio cincelado. Un canto nacido de la indefensión como estado del alma y del cuerpo. Indefensión en el sentido que la poesía parte del vacío de las formas, de la intemperie: falta de ruido es levedad —nos dices— y falta de sombra es siempre pausa, falta de vértigo es pureza. El oído es lo que queda, y el canto. Un canto vacío de formas, tan intenso como una luz en la que no hay sombras.
     Hacia el final de Medicinas para quebrantamientos del halcón, la poética de Eduardo se altera, su voz se resuelve en peldaños, va andando y cayendo; descubre, imagina, vuelve a descubrir. Y cada vez se acerca más al signo de la verdad. ¿Y qué es la verdad, Eduardo? La muerte. «Cuestión de sabiduría y de memoria. Las / dos traicionan, lo sé. Pero hay que dejarse / traicionar. Si pierdes el estómago aprendes / a comer, es el trazo negro. Si no aprendes / recobras imágenes perdidas, es la raya / blanca… Memoria: olvidar el / futuro. Sabiduría: inventar el pasado».
     Después supiste irte, sabías que el Karkinos perfora cualquier órgano y avanza, que Onkos significa tumor, sangre blanca, rayos x, una flecha certera.
     Si en sus libros anteriores la música que se desprende de los poemas es inquieta, a veces altisonante, vacilante, o se resquebraja en ciertos pasajes, en Medicinas para quebrantamientos del halcón Chirinos utiliza uno o dos estribillos que se van repitiendo a lo largo de cada poema, como reducto de su respiración. Prevalece y permanece el oído, al tiempo que va hollando una huella indeleble. Ritmo e imagen unidos logran esa huella sonora. Como si se tratara de su último aliento, de un asidero. Las palabras se van aclarando hasta lograr cierta quietud, una música sutil canta la cadencia del último sol de la tarde, del oleaje que se aleja, de lo que va quedando de nuestro cuerpo, y que se acerca al silencio. Ese silencio que en su libro La morada del silencio (1998) define como la compleja experiencia del poema.

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