El Hombre Sándwich / Sofí­a Sauri

 

Me aferré a un clavo ardiente.
César Aira

¿Qué es un Hombre Sándwich? Un Hombre Sándwich, dicen, lleva dos tablas de plástico con publicidad y descuentos de temporada, una en el pecho y una en la espalda, a modo de peto taekwondoín (en el año 1999 los hombres sándwich alrededor del mundo, en una confabulación catártica sin precedentes, rara, anunciaron el Armagedón venidero, el fin de cierta parte de la humanidad; pero nada sucedió entonces: los sepultureros esperaron la resurrección de los muertos junto a zarzas de zopilotes y viudas veteranas, en fin, etcétera).
     Hernández fue el primer Hombre Sándwich en su familia (todos los demás miembros eran empleados del gobierno o contraalmirantes navales de trajes turgentes y estrellas esmeriladas). Pero los días como Hombre Sándwich de Hernández habían quedado en el pasado: su jefa, madame Partícula, la segunda vidente más famosa de la ciudad, lloró cuando supo sobre la decisión de renunciar de su protegido: ni la baraja tibetana ni los caracoles le auguraron semejante pérdida irreparable: lloró bastante, lágrimas reales o falsas, da lo mismo.
     —De todas formas, te veo un buen futuro en el rubro de la salud —le dijo la mujer, antes de despedirse, plantándole un beso en la mejilla con aquella boca de recto arrugado, apestosa a perfume de señora anciana.
     A la semana siguiente (coincidencia o no), Hernández consiguió un trabajo de medio tiempo en una farmacia céntrica como botarga (había pasado de Hombre Sándwich a galeno Simi en cosa de siete u ocho días: todo un hito para su carrera personal de fracasos). Lo vistieron con un traje entre tres empleados panzones (le pasaron por la cabeza una bata con tamaño de Sábana Santa y una máscara de felpa con bigote de cepillo que despedía olores extraños, añejos, de personas sudorosas). Ese día, Hernández repartió volantes a lo largo de la cuadra y bailó ocho o nueve canciones de cumbia regiomontana; en la tarde caminó por las calles empedradas y empinadas de la capital, ante la mirada de los niños malintencionados, sus dedos viscosos y el dolor de juanetes que palpitaba, en lo que, dicen algunos, es la frontera última del cuerpo: los pies.
     (Después de salir del trabajo ese primer día, Hernández olvidó retirarse el disfraz y dejarlo en su lugar correspondiente, pero aquel descuido no le incomodó ni un ápice, aunque tuvo complicaciones para realizar la micción de forma tradicional, minutos más tarde, al llegar a su departamento medio herrumbroso).

*

El cuarto parecía haber sido construido por albañiles liliputienses afectos a la humedad, como casi todas las construcciones de la capital.
     —¿A cuánto asciende tu nuevo salario? —le pregunta Moroni, compañero de la pensión; el cuarto tiene paredes rugosas, como las manos extrañas de una gitana, una hermana, tal vez, de la vidente madame Partícula, quien derramara lágrimas recientes por la renuncia del galeno.
     El cuarto exhibe un tufo raro, incluso parece más chico debido a la botarga de galeno Simi que usa Hernández para sobrevivir (y tal vez para encontrar algo más, no sabe qué).
     —No lo hago por el dinero. Lo hago por algo más —dice el ex Hombre Sándwich, en posición supina sobre la cama, el ecuador de la panza dilatado en respiración aeróbica y anaeróbica.
     —¿Por qué lo haces entonces, cabrón? Nunca dices la verdad. Es lo único que he aprendido en estos años de conocerte.
     —Lo hago para verle la cara a algunas personas —contesta Hernández, las manos sobre la cintura de ula-ula en expasión.
     Moroni dice que hablar de manera cifrada es muy propio de Hernández y continúa leyendo un artículo en la computadora sobre cierta red ilegal sudamericana que depila monos y los hace pasar por velludos neonatos, una empresa, contra todos los pronósticos, algo rentable.
     —Más que un ex Hombre Sándwich, me recuerdas a un Hombre Sincrético o a un Hombre Cebolla —dice Moroni minutos después, cuando se ha aburrido de leer—.      ¿No tuviste tu etapa de taumaturgo, tu etapa de luchador rudo, tu etapa de programador informático?
     Hernández asiente sobándose la panza, los ojos de botón clavados en el techo bajo del cuarto. Alan Turing era su Cruz del Norte, su único pastor: matemático, lógico, científico de la computación, criptógrafo, filósofo, maratonista y corredor de ultradistancia británico. Hace años, el ex Hombre Sándwich quiso ser programador informático, soñó con escribir código fuente para cimbrar los paradigmas del sistema binario, soñó con derrocar a Bill Gates o Steve Jobs; el resultado fue un fiasco furibundo que lo llevó a una depresión draconiana (en fin, etcétera); por fortuna nadie se enteró del terrible traspié, ni su familia ni sus pocos amigos o amantes (la fama, de cualquier forma, le caía como una bomba en el estómago: desde entonces decidió que el ocultamiento era preferible sobre todas las cosas, desaparecer en el aire de la ciudad capital, ser invisible, diminuto, un poco como madame Partícula, su antigua empleadora, una mujer, por cierto, bastante enana incluso para estándares connacionales. Ser un galeno Simi y no existe nada más).
     ¿Qué era, por otro lado, lo que Hernández le había dicho a Moroni, eso de verle la cara a algunas personas? ¿Debía aquella frase ser interpretada en sentido literal, o en un sentido más metafórico, por ejemplo: burlar las facultades intelectuales de un individuo, ponerle orejas de asno a la inteligencia de terceras personas, o a la propia? (Antes de quedarse dormido —aunque con aquel traje era difícil saber si Hernández dormía o sólo pretendía que flotaba por páramos oníricos—, el ex Hombre Sándwich le confesó a Moroni que su vida era una sucesión de fracasos sin fin; le pidió que, por salud mental, se mudara con su tía abuela y se alejara de su presencia apestada).
     (Moroni no contestó: estuvo todavía un rato borrando correos electrónicos escritos en polaco sobre métodos para alargamiento del pene y rascándose con desesperación lo que, seguramente, era pie de atleta). Hernández durmió dentro de aquella botarga narcolépticamente cómoda, y tal vez soñó con pastizales de odaliscas desnudas, aunque en la mañana no se despertó con una erección escandalosa (o si lo hizo no lo notó por el espacioso traje).

*

Tiempo después de empezar a trabajar en la farmacia (de acostumbrarse al disfraz, de no quitárselo ni para realizar las necesidades básicas del ser humano, de estar, en pocas palabras, comprometido de forma espartana con su nuevo trabajo, algo infrecuente en su nación), el ex Hombre Sándwich conoció a una mujer, una antropóloga pulcra que olía a suavizante de ropa, cosa rara en el gremio de los antropólogos, según se sabe. Fue en una fiesta de la universidad pública del estado. La tipa se llamaba Maluna, nombre indio donde los haya. Maluna y Hernández compartieron bebidas, confesiones musicales y salivación microbiana; la libertad de la botarga y la alcoholemia del ex Hombre Sándwich hicieron que Hernández revelara su identidad secreta, después de no pocos tragos.
     La tal Maluna abrió la boca al escuchar la confesión, mostrando una muela más amarilla que el resto, por lo tanto real, perfecta para ciertos hombres:
—No te creo para nada —dijo la antropóloga.
—Es verdad, pero no se lo puedes decir a nadie. En especial a tus colegas o a la gente que baila alrededor de nosotros. No quiero que vengan.
—¿Qué es lo no le puedo decir a nadie?
—Lo que te acabo de confesar debido a mi estado etílico. Ya ves cuántos errores cometo borracho.
—¿En serio eres el galeno Simi del centro? ¿El tipo que baila salsa y merengue dominicano, y saluda, entre volantes y todo lo demás?
—Sí.
—¿Cuál de los dos eres? ¿El de la mañana o el de la tarde?
—El de la mañana. Por la noche hago cosas distintas. Meditación trascendental, ocupaciones inefables.
—Eres famoso. ¿Sabías que eres famoso? ¿Qué haces después del trabajo?
—Oficios secretos, más que nada. Vida aburrida, tanto que hasta rima espantosamente.
—Nunca había conocido a una botarga como tú —confesó la antropóloga pulcra—. Una botarga famosa.
—Es que todos los galenos somos diferentes. No hay una universidad de botargas Simi, hasta ahora. Tal vez no falte mucho para que inauguren una, pero hasta el momento somos únicos, porque los empresarios no se han dado cuenta de la necesidad imperante en el mundo de hacer botargas y repartirlas.
—Pensé que eras un pendejo cualquiera, que sólo buscabas impresionar con el disfraz inmenso y el bigote ése de padrote. Por cierto, acá tienes cerveza.
Madame Partícula dice que mi ascendente es leonino, que tengo un setenta y uno por ciento de posibilidades de triunfar en la vida, aunque soy escéptico respecto a los números primos.
—¿Quién es madame Partícula?
—Una amiga diminuta que tira las cartas en un café cubano de la zona centro. No creo que te caiga bien. Es demasiado aprehensiva cuando trata con mujeres.
     Maluna le acercó un vasito de plástico con brebaje espumoso. Bailaron un rato más y platicaron con gente mucho más borracha que ellos, cabezas tambaleantes, miradas náufragas ante las luces estroboscópicas. Maluna le sonrió con todo su cuerpo, le mostró las encías púrpuras: más tarde esa misma noche, el ex Hombre Sándwich retozó con la antropóloga bajo un edredón de los Guerreros de la Comarca Lagunera, edredón tieso y con manchas un tanto raras, bajo la mirada de una colección de troles hostiles que los miraban desde una repisa.
     ¿Qué habría pensado Maluna cuando Hernández se despojó de la botarga? ¿Qué habría visto además de un pene erguido y asimétrico, herencia de aquellos mariscales navales, y almirantes?

*

El ex Hombre Sándwich se rasuraba la barba en el baño de la pensión (el vapor flotaba fantasmal, el espejo estaba cubierto por una membrana finísima que reproducía formas indefinidas, incluidas, claro, las de la botarga sinuosa de Hernández).
—¿Fuiste programador? —preguntó una voz, proveniente acaso de la imaginación, o tal vez de un vecino de la cuartería que hablara demasiado alto por el teléfono celular, cuestión no poco infrecuente.
(Si se trataba de una broma de Moroni, Hernández no reconoció su voz).
—Sí, fui programador —contestó Hernández. Porque podía y quería responder, aunque era claro que le desagradaba ser cuestionado por seres incorpóreos, voces del más allá.
—¿Ya no eres programador informático?
—A veces me da por programar pero en la cabeza. O si escribo código lo hago de manera secreta. Mientras nadie me ve. Es la mejor manera de moverse entre carriles.
—¿Y qué puedes decir sobre, digamos, el tedioso trabajo de eso que, dices, es escribir código fuente?
—¿A qué cosa se refiere usted con esa cuestión de tedioso?
—Escribir líneas de código, que puedas luego vender como programas informáticos o aplicaciones multimillonarias, a cambio de tus desvelos, de tu salud deplorable, minada por la mediocridad, por ocultarte y, ahora, por haber ganado esa obesidad.
—Escribir código fuente es una necedad, me parece. No, no es una necedad, es una necesidad que hay que extirpar como un diente cariado —contestó el ex Hombre Sándwich mientras se aplicaba desodorante de aerosol en las axilas y reflexionaba sin demasiado ahínco, más bien de manera abúlica, sobre estas cuestiones tan intrincadas para su capacidad craneal.
—¿Por qué es una necedad eso que haces, o dices hacer o dices haber hecho en el pasado?
—A nadie le gusta tener algo ahí infectado en la boca. Una muela, en este caso. El dolor es del reverendo carajo. No sé si le ha pasado a usted sentir un dolor tan grande, y tener que guardarlo, para que nadie se entere de que la caries te está doliendo como una puñalada.
—Sí, pero ¿qué tiene que ver una muela con toda esta plática de baño?
—Nada, o muy poco.
—¿Y qué opinas de nuestros programadores famosos, los que conoces de sobra, sobre los que has fantaseado?
—Les faltaron guerras. No hay nada más pernicioso que tener la panza llena de fritangas, aunque suene un poco romántico, aunque tal vez no puede sonar romántico, porque estamos en el baño, y me dieron ganas de eructar.
La voz misteriosa carraspeó. Las partículas de agua pierden la fuerza de condensación y se disipan lentamente.
—Ahora que mencionamos a programadores informáticos ¿puedes deletrearme, sin titubear, el apellido de Charles Babbage?
El ex Hombre Sándiwch contesta con una negativa rotunda.
—Mejor dedíquese a otra cosa, medítelo —le sugiere la voz—. Todavía tiene tiempo de trillar otros caminos. No puede andar por la vida programando pendejadas; luego va a querer ser jazzista o artista plástico o escritor del submundo local.
(Como ex Hombre Sándwich, sabía que aquel consejo era digno de consideración y dejó de mover el rastrillo: escribir código fuente durante cinco o seis años, o escribir cualquier cosa, no le había dejado mucho tiempo de pensar en cuestiones de trascendencia cardinal: como ya se le había hecho tarde empezó a meterse en la botarga, no sin cierta dificultad, no sin antes agradecer los consejos de la voz misteriosa de las alturas).

*

La madre del ex Hombre Sándwich era una señora cincuentona con halitosis que no tiene injerencia en esta historia, con excepción del diálogo siguiente, el cual se desarrolló, digamos, en la tarde-noche:
—¿Todavía andas metido en esa cosa de ser Hombre Sándwich, o ya eres algo más importante? —preguntó por el auricular, de modo que Hernández no pudo percibir el mencionado olor pestilente.
—Ya no soy Hombre Sándwich, pero todavía no sé qué soy —contestó Hernández sin mencionarle a su señora madre aquella faceta secreta de antaño como programador informático, por mero pudor, porque su padre (quien escapara al norte en un vagón de tren, con una maleta enorme llena de electrodomésticos para vender) había sido programador (en fin, etcétera).
—¿E hijos? ¿Has pensado en tener hijos? ¿En una pareja guapa de pechos lácteos que amamante sin límites?
—No, nada de esto —dijo el ex Hombre Sándwich, mirándose en un espejito que usaba Moroni para pintarse las canas.
(Hernández vio reflejada la cara rolliza de la botarga, mirándolo con aquellos ojos impasibles, de raciocinio autónomo, ligeramente siniestro).
—¿Sigues en tu etapa de oscurantismo? —le preguntó la voz gallinácea de su madre por el auricular.
—¿Qué etapa de oscurantismo?
—¿La de programar páginas web para casas de citas?
—No programaba páginas web para casas de citas —contestó Hernández. Escribí un programa para predecir eventos meteorológicos en la ciudad.
—¿Y todavía haces cosas tan aburridas?
Hubo un silencio de medio minuto en la línea telefónica. Moroni estaba en la computadora, leyendo una noticia sobre un duende en el nevado de Huancayo (Perú) y reía por lo bajo, y su papada (que tenía, y no poca) se agitaba con cada línea de aquella historia increíble.
—Te llamo la próxima semana —dijo la señora y colgó el teléfono, sin esperar que Hernández contestara.
Moroni y Hernández fueron a la azotea de la cuartería aquella hecha por pigmeos. Hernández se vio en apuros para salir del cuarto, cruzar el pasillo y subir la escalera de caracol. Se sentaron en el quicio de un tercer piso húmedo por la lluvia fina. Estaba muy callado, la negrura parecía ocultar el cielo sobre sus cabezas y las bombillas de luz hepática flotaban inmóviles sobre una línea de árboles caducifolios. Compartieron un cigarro (no de marihuana) y alguna que otra confidencia (no demasiado importante). Después de unas caladas, Hernández se cansó del sabor a tabaco y se lo regresó a su compañero, sin ningún mohín en el rostro.
—Has cambiado —dijo Moroni—. Antes de ser Doctor Simi fuiste Hombre Sándwich, y antes de eso escribiste ese programa para predecir los huracanes. ¿Eran huracanes o tormentas eléctricas?
—Tormentas, nada más. Lluvias, y un poco de granizo, chipi-chipi, como le llaman por estos lugares.
—Que no tuvo mucho éxito, por cierto.
—No, afortunadamente no tuvo mucho éxito.
—Es que eres un poco moreno —dijo Moroni, después de una pausa de meditación trascendental—. Ningún programador moreno triunfa en este país de cochinada. En otros sí, pero acá la cosa está bastante rara. Hay que tener apellidos bonitos para lograr algo relevante, no un nombre tan burdo como Gómez o Díaz o Hernández.
En la calle de las caducifolias un taxi pasó a máxima velocidad, evocando a una presa mecánica que huye de un depredador invisible, o cuando menos produciendo un sonido similar. A Hernández se le veía decaído, tal vez por la llamada materna: Hernández volteó al cielo y distinguió las estrellas de Orión (la única constelación que conocía, la única sobre la que podía alardear con Moroni). Se le ocurrió una idea un tanto bizarra: alguien, algún pasajero, había escupido desde un vuelo comercial, y la baba se precipitaba, a toda velocidad, hacia la Tierra, hacia su cabeza, y su bigote, y sus ojos como discos de acetato.
—Tal vez si fueras maricón —dijo Moroni— podrías triunfar en el arte o en la vida. ¿Te has dado cuenta de que casi todos los maricones son muy buenos en lo que hacen?
—Sí, Alan Turing era homosexual. Nunca se lo perdonaron. También Freddie Mercury. Quiero ser algo, pero maricón no está en mi catálogo. Demasiado exhibicionismo.
—Además, otra ventaja de ser maricón es que te libras de las mujeres —dijo Moroni, el cigarro apretado en las comisuras de la boca—. ¿Ya no has visto a tu amiga ésa, Maluna?
—¿Quién es Maluna?
—La antropóloga de la fiesta. La tipa pulcra de, creo, Coahuila, cuyas sábanas, según tu reporte minucioso al día siguiente, estaban atestadas del semen ajeno de otro primate.
—No sé nada de ella. Prefiero mantener cierto anonimato, cierta asepsia en las relaciones.
—¿Qué anonimato?
—Un anonimato cualquiera, sin demasiados adjetivos o pretensiones.
El humo del cigarro volaba en la impermanencia del momento, los árboles caducifolios seguían siendo árboles caducifolios, en la calle, allá abajo.
—¿En serio ya no vas a programar? Creí que eras medio bueno para eso. Es lo que decían, lo que me dijiste en cierta ocasión. ¿Estabas tomado o mintiendo como siempre?
—Tal vez programo pero tú no sabes. Tal vez quiero ser como los superhéroes: tener doble vida o triple o cuádruple, como los perros.
—Los perros no tienen cuatro vidas. Ésos son los gatos. ¿Qué superhéroe quieres ser?
—Bruce Wayne, Diana Prince o el mismo Santo.
—¿Quién carajo es Diana Prince?
—La Mujer Maravilla.
Hernández se acomodó la corbata de la botarga y se puso de pie, con bastante trabajo, como si cargara con toda una manada de paquidermos africanos: «Y dices que no eres maricón», exclamó Moroni antes de bajar por las escaleras de caracol, hasta que sus pasos dejaron de oírse en el metal oxidado. Hernández miró hacia las alturas, con cierta decepción: estaba muy oscuro pero esa noche ningún pasajero le escupió desde el Olimpo de un 737. Bajó minutos más tarde (estuvo a punto de perder el equilibrio) y dejó la puerta sobrepuesta: esa noche no se retiró la botarga (ni tampoco las siguientes). A los pocos minutos ya estaba roncando y quizá soñando con formas undosas y alegres, es un misterio.

*

Al siguiente día, el ex Hombre Sándwich bailaba en el centro, como todos los otros días de rutina. Entre la multitud de cuerpos veloces reconoció a madame Partícula. (Hernández la vio salir del supermercado cargando varias bolsas de compras, con aquel paso de rinoceronte, de mujer robusta con propensión a la diabetes).
     Se veía bastante desmejorada, con un aire patibulario rondándole la cara como un enjambre de moscas. Madame Partícula cruzó la calle sin verificar la coloración del semáforo. No hubo accidente pero madame Partícula estuvo a punto de ser embestida por una combi que transitaba a una velocidad más o menos moderada. (Hernández no percibió nada en cámara lenta, como dicen algunos que se perciben ciertas tragedias de la vida diaria, y se sintió bastante decepcionado: a la vidente le falló su precognición, se llevó las manos al pecho de senos caídos, sola entre la grey desinteresada ante el percance).
     El ex Hombre Sándwich no asistió a madame Partícula: lo detuvo la visión de las bolsas y el contenido rodando en la acera, sin control: no encontró nada interesante en el contenido desparramado, nada que comprobara los poderes místicos de la pitonisa: vio talco para combatir el pie de atleta, lo que parecían ser medicinas para controlar la presión, otros artículos irrelevantes que no supo identificar. Hernández recordó los ojos extasiados de madame Partícula cuando, bajo la bombilla eléctrica, le echaba las cartas a un crédulo de la cartomancia, y presagiaba éxito rotundo en los negocios, sexo de emir árabe, una amante rubia nalgona, un nuevo perro chihuahueño. Deseó comunicarse con Alan Turing, el héroe insuperable que se había suicidado comiendo una manzana con cianuro, después de someterse a una castración química mediante un tratamiento hormonal. No hubo contacto.
     Hernández siguió bailando pero sin mucho ahínco (si fuera pretzel, su cabeza estaría así de enredada, pero no era un pretzel: era un ex Hombre Sándwich). Cualquier observador diría que aquella cosa bailando salsa era una simple carcasa y no un ser humano de carne y huesos (pero ningún observador hizo tal comentario). Un pordiosero le picó las lonjas minutos más tarde, pero la cólera de Hernández no salió a flote; un perro estuvo olfateándolo un rato, aunque tampoco se decidió a orinarlo. Al terminar su jornada laboral, Hernández caminó hacia su cuarto, bajo un cielo color jabón que lo deprimió enormidades. Llegó después de perderse media docena de veces en el fraccionamiento (ese que, supuestamente, conocía como la palma de su gorda mano), cuando ya era de noche, y el tránsito había disminuido de forma considerable, y la gente se preparaba para ver futbol, repantigada frente a sus televisores colosales, rezando, de manera un tanto laica, por un nuevo día (en fin, etcétera).
     Tal vez Hernández debería regresar a ser un Hombre Sándwich común y corriente, y conseguirse de nuevo aquel letrero que presagiaba el Armagedón venidero o simplemente ser Hernández y confundirse con la masa inmensa de ciudadanos, cómoda y callada, hasta secarse como las manos de madame Partícula, todo era bastante incierto. Lo único que tenía claro es que no estaría con Maluna, la antropóloga pulcra; que el azar, de así decretarlo, los pondría frente a frente, aunque aquella idea sonara bastante a ciencia ficción: ni siquiera contaba con su número (ni tenía tiempo) y mañana sin saberlo, y en un giro laboral inesperado, a Hernández le iban a aumentar la jornada laboral para que bailara y repartiera una cantidad apabullante de volantes.

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