El gran dí­a / Juan Alejandro Orozco Vargas

Welcome to the jungle! El salvaje grito de Axl Rose resuena en mi cabeza. Sí, ya amaneció. La alarma, con el timbre de esa estridente y controvertida canción, suena cada vez más fuerte conforme voy despertando. Apago el celular, me levanto, miro la hora: las diez de la mañana del viernes, un día esperado mas no preparado. Me paro frente al espejo y sólo veo un cuerpo sin gracia, un reflejo lúgubre que al mismo tiempo no refleja nada, deplorable y hermoso delirio sobre algunas manifestaciones de mi humanidad, sin siquiera entender qué de humano hay en mi cuerpo. Dejo de lado mis enigmas cotidianos y me preparo para la cita tan esperada. ¿Me preparo? Creo que no, simplemente trato de parecerlo, es tan evidente mi temor a la escena augurada ya por mi mente y sobresaltada por mi ego. «¿Qué haré?», me pregunto. Sin embargo una contestación por parte de mi reflejo jamás llega. Me quedo viendo estúpidamente mi rostro pálido por unos minutos, me desvisto, observo mi obstinada y esbelta pero firme figura en el espejo, me admiro, me idolatro, pero al mismo tiempo siento la emoción y el estupor de mi conciencia que recae en lo que fui y en lo que soy pero no en lo que seré; la magnanimidad de mi pasado deviene en la transgresión de mi presente, que afectará la dicha de mi futuro. ¿Ilógico? Para nada. Entro a la regadera, siento el agua correr por mi cuerpo, estoy relajado, protegido por la acuosidad de mi entorno, el vapor del agua caliente me arrulla, me transporta a un ambiente de tranquilidad absoluta y seguridad infinita, pero eso no significa que me sienta bien conmigo mismo. Estoy triste, no sé por qué, el día es hoy, ya no hay vuelta atrás, no fue ayer, no será mañana sino hoy. Termino de ducharme, regreso a la habitación, vuelvo a ver el espejo, me vuelvo a ver sin siquiera observarme, decido tocarme, pero no siento ni la remota sensación de placer o de dolor en una caricia o en un pellizco, mi cuerpo está en estado vegetal, sin sensaciones físicas, aunque no comprendo por qué mi alma está llorando y sonriendo al mismo tiempo.

Después de ejercer mi ritual de pena y felicidad, decido vestirme, escojo mis mejores ropas, me arreglo, me hago elegante, sufro una metamorfosis física. Curioso y sorprendente, eso me alegra el momento. Paso a la cocina, busco a alguien pero recuerdo que no tengo a nadie, «qué idiota», pienso, y me dejo llevar por mi idiotez. Desayuno algo ligero, paso a la sala y enciendo la televisión. De un segundo a otro una proyección de imágenes raudas y de coloridos estupefacientes aparece en el monitor; no entiendo muy bien lo que ven mis ojos, aunque no es como si en verdad quisiera entenderlo. Pasan los minutos como la mariposa vuela de flor en flor: hermosa, lenta y naturalmente. Dirijo mi mirada al reloj de la pared: las dos de la tarde. Me levanto de mi sillón preferido, mi trono, mi espacio personal, pero al mismo tiempo habitual para las almas que transitan endeblemente cuando yo no las veo pero las siento; deplorable la situación. Después de pensar en tonterías, finalmente salgo de mi casa, camino por la insegura pero conocida calle, los autos pasan, deambulan como almas en pena, almas con sed de libertad que creen ingenuamente que la tienen mientras manejan sus cajas de acero. Llego a la parada del autobús, a esperar mi prisión temporal de acero. Arriba puntual, cual debe ser. Subo, pago, me siento a mitad del bólido de fantasía épica. Minutos después de que comienza mi recorrido, sube una presencia física de hermosas proporciones, no sólo eso, todo es hermosura en ese ser. ¿Impacto? ¿Anonadamiento? ¿Asombro? No encuentro más adjetivos para describir lo que siento al ver tal figura. La observo, la analizo, recorro cada centímetro de su ser con mis ojos, y con mi mente hiperactiva y perversa pienso qué podría ser de esa alma con presencia corpórea que está frente a mí. Camina también hacia la mitad del autobús, me mira, sonríe, sé que mi cuerpo se sonroja, ¿qué otra reacción más podría tener ante tal criatura? Se sienta a mi lado, nuestros hombros y brazos se tocan, mi piel se enchina, mis piernas se crispan, mi cuello se tensa y mis ojos enloquecen, como pelotas de ping-pong se mueven de un lado a otro, hasta que finalmente cruzamos nuestras miradas. ¡Felicidad! No encuentro palabra más eficiente para expresar lo que nuestras miradas confiesan, sus ojos verdes y mis ojos marrones se fusionan y crean una explosión de sentidos, sentimientos que desembocan en sueños de amor, tristeza y melancolía. Mi mente perversa vuelve a trabajar, imaginación conspiradora, gran maldición para mi cerebro, pero hermosa bendición para mi alma. Pienso en las mil y una noches que podría pasar junto a semejante y hermosa persona, en todo lo que le haría, en la pasión desbordante que siento en este momento. Mi corazón se quema, llamas negras de sensualidad intratable, y mi cuerpo sufre el castigo divino de no poder hacer nada ante tal situación. Pasan los minutos como si fueran horas, las calles pasan, me acerco a mi destino, me siento mal por ser yo quien tendrá que romper el trance de hermosa sensualidad y locura pasional que comparto con mi acompañante, suspiro, desvío la mirada un poco hacia la calle y cuando regresa me sorprendo al ver que ella no está, volteo hacia la puerta del autobús y la veo bajando. ¡Mierda, ¿cómo es posible tal desfachatez?! Mi corazón duele, mis ojos sufren al ver tan espléndida figura alejarse sin siquiera mirar atrás, sin mirarme a mí tan siquiera un poco, ni una sonrisa, ni un «adiós».
     Llega mi turno de bajar, salgo de la caja metálica para encontrarme en la ciudad de atormentadores y ensordecedores cláxones y gritos de gente bobalicona, comprendo que lo del autobús sólo fue otro de los tontos episodios de la vida, un amor de pasada, un flechazo de tren o autobús, como deseen llamarle. Sigo caminando por la avenida principal, atiborrada de gente, como siempre; mis brazos llegan a golpearse con otros, olvidando el sensible tacto de mi amor de autobús. Estoy aturdido por los sonidos del día, por la melodía de la vida citadina, veo la plaza principal llena de gente, turistas tomando fotos a la catedral y al palacio de gobierno, pienso «¡Qué estupidez!», pero no encuentro fundamentos para hacerlo, tal vez estoy celoso de que ellos tengan algo más interesante que hacer que yo, celoso de que ellos no tengan «el gran día» y yo sí. Llego a mi destino, un pequeño café-bar del centro, mi favorito desde hace unos años, incontables las veces en las que me he sentado a admirar la estructura del centro, a observar gélidamente a la gente que pasea por aquí, a criticarlos, a celarlos, a mostrar mis delirios ideológicos: pienso que su vida es una mierda pero al mismo tiempo mejor o peor que la mía, dependiendo de mi ánimo, todo ello para concluir con un «estoy amargado». El mesero me recibe, me reconoce, me ofrece la mesa de siempre, vacía como todos los días, como si fuera hecha sólo para mí, como si nadie quisiera tomarla por el miedo a volverse como yo, o peor aún, a engancharse con dicho lugar como yo, sin embargo le digo al mesero: «Hoy es el gran día, hoy dame la mesa que más odio, la mesa de los seres solitarios, pues necesito hablar con él». El mesero me mira sorprendido, sabe que mi petición es fácil de cumplir pero difícil de asimilar; después de unos segundos de incredulidad, se espabila y me lleva a la mesa que pedí, entonces miro a quien no quería mirar, una figura fría, hermosa pero aterradora, sus ojos se centran en los míos, los siguen, yo también, no puedo despegar mi vista de ese ser ni él tampoco puede hacerlo, le es imposible. Experimento incredulidad, él también, nos volvemos a mirar, sabemos lo que va a pasar, mi rabia melancólica crece y amenaza con explotar, pero la sé suprimir y eso provoca frustración en mí; me vuelve a mirar, mi mirada es severa, sé que lo nota, por su semblante deprimido. Me quiere consolar, hacer cambiar de parecer, intenta ablandarme con una sonrisa y una caja con un regalo frente a mi lugar en la mesa. Se adelanta pidiendo el aperitivo que me ofrecen nada más sentarme. Dice «¡Salud!» y engulle la bebida que nos acaban de ofrecer y servir. Mi frustración va en aumento irracional pero explota cuando me doy cuenta de que yo estoy haciendo lo mismo. Instintivamente contesto a sus demandas y bebo también de lo que nos sirvieron. Me siento el ser más estúpido de la tierra pero al mismo tiempo comprendo que es inevitable, y eso me hace disfrutarlo un poco. Miro la cajita de regalo frente a mí, la abro, siento nostalgia cuando veo su contenido, mis lágrimas quieren fluir pero las detengo, no es el momento todavía, mi dignidad ha regresado por un momento, mi felicidad también, cierro la caja, vuelvo a ponerle el moño, la amarro con fuerza y la guardo en uno de mis bolsillos de la chaqueta. Miro a mi acompañante, él hace lo mismo, sé que todo ya está terminado, pido la cuenta, pago, me levanto, voy a la salida, pero a un paso de salir redirijo la mirada hacia la mesa, ya no está, sólo la mesa en una esquina con una silla frente a un espejo empotrado en la pared, mesa hecha para los corazones solitarios que desean hacer un monólogo consigo mismos. Cierro los ojos pensando: «Hoy es el día, ya hiciste lo primordial, ya lo viste y sabes que fue lo mejor». Salgo del café, veo un bote de basura y decido lanzar en él mi regalo, veo cómo desaparece en las sombras de ese contenedor de podredumbre y tinieblas de la misma sociedad. Camino por el centro de la ciudad, regreso a mi casa, vuelvo a tomar el autobús de mis sueños, pero ahora no sube mi amor de tarde.
     Llego a mi casa, son las siete de la noche, me siento en mi sillón, enciendo la televisión, la miro pero no la veo por cerca de una hora, me levanto, me preparo un aperitivo, lo devoro cual animal hambriento, son las nueve ya, hora de dormir, me desvisto, vuelvo a verme en el espejo, ahora sí me observo, mi mano se dirige a mi sexo, me toco, lo disfruto, lo sufro, una pelea entre el orgasmo y el llanto se suscita en mi habitación, pasan los minutos, la temperatura se eleva mientras mi corazón se enfría más y más, termino mi acto, estoy exhausto, me siento mareado, me dejo caer en la cama, pienso: «Ha sido el gran día», y de verdad que lo fue, mis párpados se sienten pesados, los cierro lentamente, mi conciencia comienza a desvanecerse, estoy a punto de quedarme dormido, el día ha llegado a su fin, pero antes de darlo todo por terminado pienso: «Hoy fue un simple día, mañana será grandioso».

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