Non Serviam / Martí­n Garcí­a López

CUENTO / Categoría Luvinaria
Lestras Hispánicas, CUCSH / 2015A

Llevaba apenas unos días alejado del yugo familiar cuando Ganimedes marcó. Se mostró indignado de mi decisión. Dejar a tu padre, ¿acaso estás loco? ¡Está que se muere en la mansión! Ya oía la voz de mi padre por encima de los reclamos de Ganimedes. No estoy que muero, es Ganimedes quien agoniza tu partida todos los días. Te fuiste, y si bien dejaste la herencia y eso no te crea culpa, dejaste a tu amante, y eso, querido hijo, sí te pesa. Le quise decir a mi padre, aunque nunca pude, por su temperamento colérico y su orgullo, que el Ganimedes que compartimos, yo en mi primera infancia (Ganimedes como niñero) y él al raptarlo (Ganimedes como copero) eran dos otredades. Aunque era cierto, extrañaba los mimos del niñero más que los reclamos de mi padre ¿Y si nos vemos?
     Me fui de la casa por la misma razón por la que Ganimedes llegó: mi padre. Cuando él apareció en la mansión era un adolescente al que le habían encargado servir el vino a los invitados. No tenía más de quince y yo apenas unos cinco cuando nos encontramos en la cava de padre. Yo escondido, Ganimedes por el vino. Al igual que él, yo no debía encontrarme en esa mansión. Padre me había llevado porque su esposa insistió. Él tenía muchos hijos. Su poder. Hijos políticos, hijos atletas, hijos no herederos, me repetían las amistades de mi padre en esas fiestas, con la copa en alto y Ganimedes levemente encorvado sirviendo. La esposa de padre no le había dado un descendiente y, según los invitados, para él, no tener un sucesor era peor que ser castrado.
     Me reuní con el copero en el Restaurante Parnaso, lugar donde mi padre solía celebrar mis cumpleaños, aquellos años en que Ganimedes aparecía con el pastel en turno. Él determinó el lugar, yo la hora. Aun así, llegué tarde. Pregunté por Ganimedes en recepción, pero como una de esas películas que solíamos ver en mi infancia, él ya me esperaba en el pasillo. De la adolescencia robada por mi padre, sólo le quedó el cabello ondulado y los ojos brillantes. La piel era opaca como la vejez y la sonrisa ya había marcado unas líneas en su piel. Yo respondí al gesto de su boca con la frente arrugada y sin pedir disculpas por mi demora. Dijo ¡hola!, como si no pudiera decir nada más o nada más se le hubiera ocurrida. Teníamos días sin vernos y sólo había dicho ¡hola!. Yo respondí al sonido de su voz con un gemido que más bien era un gruñido. Intentó ablandarme con una sonrisa y una caja con un regalo frente a mi lugar en la mesa. Se adelantó ordenando el aperitivo que me ofrecieron nada más sentarme. Dijo ¡salud! y tomó mi mano, justo de los dedos. Era un niño.
     Conocí a mis hermanos mayores. Padre nunca negó la existencia de ellos ni de sus amantes. Cada uno consiguió su propia leyenda. Si bien eran sus hijos, los logros que tenían eran suyos. La fuerza, el valor y la inteligencia los habían desarrollado al lado de sus madres. En cambio, yo no. Para mí un destino más grande estaba trazado. Uno de mis hermanos, el más veloz, me dijo: “Tu destino es darle muerte a nuestro padre”. Así como padre lo había hecho con el abuelo y el abuelo con el bisabuelo, yo debía despojar a padre de su trono. Entonces mis hermanos vivirían en la mansión con sus mujeres y conmigo. Venían una vez al mes. Mis tíos, tías, mis hermanos y hermanas. Se reunían en el salón del todopoderoso y los infantes debíamos aguardar en el jardín de atrás. Fue esa vez cuando mi hermano, el más fuerte, me golpeó. Me repitió con cada puño que su nombre opacaría al mío. Decía que vestiría con piel de león y que ni las serpientes podrían herirlo. Una patada, un grito, el héroe. Nuestro padre bebe su vino. El niño se comprime, no grita, no llora. Nuestro padre alza la copa, busca vino. Un insulto, ningún pretexto, cólera desenfrenada. Nuestro padre bebe vino. La piel se torna morada, la ropa se pinta de sangre. Nuestro padre no bebe su vino. Ganimedes lo detiene. Me carga y con su mano estrecha mis dedos.
     Pide una botella de Quío. La abre con la experiencia de los años y la agita un poco, lo necesario para que la ola del vino se sirva en mi copa. No me gusta el vino, le digo después de beberlo, y su única protesta es por qué me he ido. No me sentía a gusto. Estabas a unos días de heredar. Por eso mismo, no quiero esa herencia. ¿Por qué te fuiste sin mí? No hagas esas preguntas. ¿Por qué no? Eres tan curioso, Ganimedes. ¿Por qué no? Porque me hacen preocuparme como si fuera un niño y este un berrinche y es todo; no es un berrinche, es muy en serio, no volveré con padre. Mejor abre el regalo que te he traído. El paquete es rectangular y pequeño, cabe en mi mano. Lo abro jalando el cordón, que se parece a la corbata de Ganimedes. Deshago los dobleces del papel y lo abro como su camisa. Una pluma de águila. Para que firmes desde ahora. ¿Firmar qué? Algo tendrás que firmar. Tomo su mano ahora. Subo la manga de su saco y la camisa. Su antebrazo de marfil.      Escribo sobre su piel: Ζαγρεύς.
     La esposa de mi padre fumaba cuando estaba molesta. Se recargaba en el balcón y consumía cajetilla tras cajetilla que Ganimedes le traía. Barría las colillas cerca de los pies desnudos de ella. Ni la ceniza ni el polvo debían ensuciar sus dedos, si eso sucedía, ella le clavaba el talón sobre el cuerpo y lo dejaba inclinado mientras seguían lloviendo cenizas y granizaban colillas. ¿Qué ves, bastardo? Dice que mi madre era mi hermana. Que nací del incesto. Que imaginé a una niña siendo violada por padre mientras éste le confiesa su único amor, y luego es regalada a un tío mío. Yo sólo pensé en Ganimedes postrado a sus pies. ¿Quieres usar el juguete de tu padre? Le quita el talón de encima, sigue fumando.
     La voz de mi padre se alza sobre la mía y la de Ganimedes. Rodea la mesa y postrándose detrás de mí acaricia mis hombros. Siento su barba en mi nuca. ¿Por qué los años no acaban con la imagen de mi padre? Mira a Ganimedes. Da un masaje en los hombros. Extiende con un de sus manos una hoja. El copero toma nuevamente la botella y nos sirve a ambos. No creerás que él está aquí por ti, ¿o sí? ¿Pasa algo?, pregunta Ganimedes. No me gusta el vino, le repito. Debes aprender a comprenderlo. Siéntelo. Toma su copa. Todo está en el peso y el olor. Padre arrastra una silla y se sienta a mi lado. No quita su mano de mi hombro. Toma mi copa y bebe de ella. Buena elección, Ganimedes. Gracias, señor. ¿Firmas? Padre extiende su copa hacia el copero y él le sirve.
     La razón de por qué Ganimedes llegó a la mansión es una palabra que suelo bloquear. Aun con los años, conmigo creciendo y Ganimedes más correoso, no la usé a su lado. No la empleé en la cava, en la recámara, en el baño, en la cama. Un niño que sostiene del cuello a un adolescente y le pide que lo cargue. Obedecía a mis caprichos en el día, pero en las noches se escurría a la habitación de padre. Yo lo seguía de puntillas y así como me asomaba por el balcón, veía a Ganimedes en la misma posición. Veía al águila pasar por él. Extender las alas para amortiguar la caída y las garras extendida en un abrazo. Los hombros de Ganimedes sujetados, la curvatura de su espalda, su gemido de dolor, el graznido del águila.
     Firmo con otro nombre el contrato de padre. Vas a ver que con esto tu destino está asegurado. Me levanto de la mesa, salgo de Parnaso. Camino unos minutos por la noche y veo a los hombres de mi padre esperarme en la esquina. Titanes. Volteo. Ganimedes me sigue. A la distancia es el mismo adolescente que conocía. Me alejo de él y avanzo hacia ellos.

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