La cita / Irma Natalia Ramos Salazar

CUENTO / Categoría Luvinaria
Historia del Arte, CU Tonalá / 2015A

Abriste los ojos con el suave ritmo que hay en tus pestañas…
Y ahí estaba yo, con un varón bastante guapo primo de una casi amiga, escuchando esa vieja canción del México de los años cuarenta y viéndote a los ojos. Aprecié la letra de una composición y entre todas las estéticas posibles, había una que se desplomaba con el movimiento de tus párpados.
Me disculpé cuando me preguntaste si te estaba escuchando.
Y aunque de tus labios escuche un te quiero, sé que tú me engañas…
Melodía encantadora, pensé para mis adentros, y mi buen oído notó el buen trabajo vocal de la cantante.
Tus labios… encantadores… lástima que estuvieran hablando de futbol.
No temas que rompa la leyenda frágil de tus amoríos…
Buen pianista también, pensé… ¿cómo será acariciar las manos de un buen músico? Suaves, supuse en el momento…
Rozaste el torso de mis dedos y dijiste que te gustaría ir de vacaciones a Las Vegas… Rompiste la leyenda frágil de ponerle atención a tus manos.
Que al fin tus pesares y tus sinsabores también fueron míos…
Entre espejismos escuché lo divertido que era la falsa ciudad norteamericana, mientras analizaba mi gusto por las canciones viejas, y acusé a mi abuelo, con su aterciopelada y bien timbrada voz de tenor, cantándole siempre a mi madre, y yo, rara avis nacida casi a fines de los ochenta, me recuerdo fascinada escuchando a Joaquín Pardavé en boca del viejito…
Otra vez el futbol. ¡Demonios! ¿Eso gana un futbolista por patear una pelota?
Abrí la boca para intentar objetar semejante barbaridad, y en ese momento sonreíste,  mostrando tus perfectos dientes de perlas, como a la letra dice otra antigua canción mexicana, y expresaste tu sincera y real admiración por el jugador que pelea, suda, se desgarra y sufre por la tenencia de un balón.
No me quedó más remedio que cerrar la boca y evadirme de nuevo hacia la canción que fluía de manera deliciosa…
Nadie puede inspirar lo que tú inspiras…
Los dedos del pianista se deslizaron voluptuosos por las teclas del piano, lo sentí en mi cuerpo a través de las vibraciones del sonido y se me puso la piel de gallina…
Me preguntaste si tenía frío. Sonreí, agradeciendo mentalmente el detalle.
Cambiaste el tema del futbol por el duro, exagerado, potente y brioso ejercicio que hiciste en el gimnasio por la mañana y tu cara se llenó de orgullo.
Nadie puede expresarlo que tú expresas…
Nadie lo podía negar, querido, se notaba a primera vista tu cuerpo hermoso… volé al espacio sideral de nuevo y recordé al David, emocionada. Visualicé la blancura de su piel, las venas de su grande y poderosa mano en tensión, los pliegues de los testículos con el pene sin circuncisión, el torso con los músculos dibujados, la mirada retadora pero sin atisbo de violencia, esperando con paciencia de quinientos años el momento de atacar al filisteo…
Nadie puede mirar como tú miras…
De pronto ¡se hizo la luz!, comenzaste a hablar por fin de un tema interesante y captaste de inmediato mi atención. Equidad de género, las madres solteras… y sin embargo demasiado bello para ser verdad, el milagro terminó prematuramente y el castillo donde colgaste los cables de la luz robada soltó chispas, dejándome a oscuras. Terminaste tu perorata apuntando la culpa de las violaciones sexuales a las impropias vestimentas de algunas mujeres.
En tu cara vi el reflejo de todos los colores que se plantaron en mi rostro, el rojo de la indignación, el verde de la bilis derramada, el blanco porque de pronto se agolpó la sangre en mis pies. Con los dientes apretados me levanté para encaminarme al baño. Te declaré culpable de que se me hubiese perdido la música. Traté de reponerme.
Al regresar, el hombrecito guapo intentó ablandarme con una sonrisa y una caja con un regalo frente a mi lugar en la mesa. Se adelantó ordenando el aperitivo que me ofrecieron nada más sentarme. Dijo “¡Salud!” y antes de que el mesero pudiera alejarse más le chascó los dedos, dejándome con la sensación de estar con un neandertal que se brincó las trancas en el proceso de extinción.
–Oye –le dijo al empleado con tono autoritario–, quita esa pinche música, está bien aburrida, parece velorio. 
Ni nadie besará como tú besas…
Suspiré. Resignada quité la vista de la cajita que tenía forma de CD y que adiviné sería de alguna diva plastificada inmersa en el círculo vicioso del machismo, con su potente aparato de mercadotecnia que la cambiaría por otra muñequita de polímero reforzado para el siguiente año. Me levanté por segunda vez de un asiento incómodo de diseño minimalista, lo miré a los ojos y le dije con toda la honestidad posible, que yo no cuadraba dentro de los parámetros de la mayoría de las jóvenes en el imaginario colectivo, que había nacido en la temporalidad equivocada, que lo posmoderno no era lo mío, que tenía un fuerte conflicto con las ideas misóginas y decimonónicas herencia de Schopenhauer que aún permeaban en la sociedad, que la culpa la tenía mi abuelo, ese ser humano maravilloso que me había criado, enseñado a leer y que para rematar me cantaba con el alma. Finalmente, casi gritando, le dije que estaba enamorada de un tal Agustín…
No me dejaste terminar la frase y preguntaste quién era ese cabrón.
Se me bajó el coraje, sofoqué una carcajada y le respondí que era un viejito de  setenta años, enjuto, con la voz aguardentosa, fumador, que llevaba en el rostro una cicatriz al parecer hecha por una mujer de dudosa reputación en un cabaret, que también tocaba el piano y le cantaba a la prostitutas, pero que lo más importante, es que me hacía el amor de manera maravillosa.
Vi su rostro perplejo, me di la media vuelta, como dice otra canción, y antes de que pudiera hilvanar algún pensamiento inteligente, si acaso el primero de toda la noche, caminé hacia la salida del pequeño restaurante en donde se habían atrevido a tener buenos gustos musicales y me detuve en la puerta. Respiré profundo aspirando el olor de una noche recién llovida.
Me reí con ganas al escuchar de nuevo, antes de salir del lugar, una melodía y una letra conocida.
Abriste los ojos con el suave ritmo que hay en tus pestañas…
Salí por fin con una ventisca húmeda y fresca y me alejé, dejando atrás a un dios griego reencarnado que no cumplió con mis expectativas. Me fui feliz canturreando y rodeando charcos con el suave ritmo de mis pasos, tomada de la mano de un novio septuagenario llamado Agustín Lara.

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