De preciosos ojos negros y corazones destrozados / Miriam Raquel Valdez Pedroza

CUENTO / Categoría Luvina Joven
Preparatoria de Jalisco / 2015 A

Sin duda alguna, era la niña más hermosa del mundo. No lo decía solo porque era mi hija, sino porque realmente lo creía. Mi pequeña bebé tenía una preciosa piel tostada, unos enormes ojos negros que parecían guardar en su interior los secretos del universo, y unos piecitos delgados, de los cuales uno de ellos tenía una malformación irreparable que le dificultaría correr cuando se hiciera mayor, según los doctores. Pero eso solo me hacía quererla más.
     Desde el día en que nació y pude tenerla arropadita entre mis brazos, adopté la costumbre de mirarla dormir. Quería grabar en mi memoria hasta el último detalle de su rostro, de la simetría de su cuerpo y de la manera en que su pecho descendía y subía suavemente al compás de su respiración; cómo su corazón latía dentro de su pecho al ritmo de una canción desconocida, y la manera en que sus labios se curvaban cuando sentía las tenues caricias de los rayos del sol. También la memoricé durante el día, cuando pese a su corta estatura y edad ponía todo su empeño en realizar los ejercicios que una amiga nos había recomendado para mejorar el problema de su pie; y luego más tarde, después de comer, cuando hacía hasta lo imposible por poder trepar a los juegos en que sus amigos pasaban el rato. Era feliz pese a las dificultades, cosa que quizás yo debí aprender de ella.
     Pero nunca lo hice; menos aún cuando mi corazón, lejos de partirse, se destruyó inminentemente. Todo sucedió un lunes por la mañana. Lo recuerdo muy bien porque sería el primer día de escuela de mi niña y porque en mi cabeza se iban formando un millón de planes que podríamos hacer las dos juntas al terminar la jornada: comer helado de pistache, mirar una película en la cama, jugar en el jardín con la pelota rosada que su padre le habría comprado por su cumpleaños… y la lista continuaba y continuaba. Nos levantamos temprano y preparamos la ropa que se pondría, preparamos el desayuno y dispusimos la mesa mientras su padre intentaba inútilmente una vez más que el auto arrancara. Después de dar el primer bocado a su desayuno, la vi levantarse y aproximarse para darme un beso en la mejilla antes de marcharse al baño. Bebí un trago de mi vaso, por lo que no pude contemplarla mientras se alejaba. Continué comiendo pensando aún en los miles de planes que tenía para la tarde, cuando el aleteo de una mariposa que paseaba afuera de la ventana llamó mi atención. Entonces comprobé que la teoría del efecto mariposa era cierta. Un ruido tremendo provocado por algo pesado que parecía caer, seguido de los gritos y gruñidos más espeluznantes, estremecedores y tristes que jamás nadie podrá siquiera imaginarse en la peor de sus pesadillas y que ni siquiera yo misma soy capaz de describir, me impulsaron como a un resorte de mi silla y salí disparada fuera del comedor con el nombre de mi hija desgarrándome la garganta. Al llegar al recibidor, mis piernas flaquearon y mi corazón pareció latir cada vez más lenta, potente y dolorosamente mientras cierta parte de mí luchaba para prepararme para lo que venía. Pero sé a ciencia cierta que nada en el mundo puede prepararte para aquello. Cristales regados por el piso húmedo, pétalos de flores agregando un toque teatral y un marco de fotografía herido de gravedad enmarcando las escaleras; y a los pies de éstas, mi niña hermosa, recostada en el piso en un ángulo extraño, con la boca entreabierta, un hilillo de sangre saliendo como mal augurio de sus labios, los preciosos ojos negros, los más infinitamente bellos ojos negros que jamás existieron, desvaneciéndose en tinieblas rojas, y una terrible hinchazón que solo presagiaba oscuridad y miedo. No sé si grité cuando mi corazón explotó desgarrándome el alma, la garganta, el presente y el futuro; lo único que recuerdo es haberla tomado con cuidado y volver a sentirme como una niña que necesitaba a su madre a su lado para darle aliento. Comencé a llorar, pero tan solo podía emitir unos gorgoritos y quejidos, el dolor no me permitía hablar. En ese momento entró mi marido, lleno de grasa, y miró la escena, perplejo, como si creyera que todo era una ilusión, un montaje. Pero cuando comprendió la realidad, me quitó a mi pequeña de los brazos, como si yo fuera una loca que de repente aparece en una esquina dispuesta a robarse a cualquier infante que se cruce en su camino, y comenzó a examinar sus ojos, sus preciosos ojos negros, enturbiados ahora por el impacto del golpe. Segundos después, me miró a mí, que no podía parar de llorar y convulsionarme por los espasmos que sentía en mi interior, y me gritó con todo el odio del mundo que fuera a llamar por teléfono una ambulancia, a un doctor, a alguien; no sin antes echarme en cara que todo había sido mi culpa, toda mi culpa. Alertado por los sollozos y gritos, mi cuñado apareció en ese momento y ayudó a mi esposo con nuestra pequeña, susurrando palabras de aliento. Pero todo estaba averiado en esos instantes. Le rogué a mi esposo, entre lágrimas y gorgoritos, que me acompañara a llamar por teléfono, que no era capaz de salir sola a la calle y mucho menos de articular una palabra; él dijo que no. Le rogué por el amor de Dios que me apoyara, que no podía hacerlo sin él, y sólo recibí un “largate ahora” a cambio. De alguna manera me las ingenié para abrir la puerta y caminar hasta la esquina donde se encontraba un destartalado teléfono público. La gente que pasaba por la calle me miraba extrañada, seguramente me tomaban por una loca, despeinada y llorona. Pero qué diablos me importaba lo que pensara, quería regresar con mi hija y decirle que lo sentía, que no debí haberme distraído ni por un segundo y que la quería muchísimo. Marqué el número de emergencias y el sonido del timbre me calcinaba los tímpanos. Durante la espera, pedí no ser tan estúpida y tener la habilidad de regresar el tiempo; pero lo único que recibí fue una voz femenina preguntando “¿qué sucede?”. “Que mi vida se ha destruido, que lo que más quiero en el mundo se está desvaneciendo en estos mismos momentos.” La mujer prometió que la ambulancia llegaría pronto. No recuerdo lo que sucedió a continuación. Sólo pude distinguir luces parpadeantes, más gritos, preguntas, sus preciosos ojos negros destruidos, alguien diciendo que mi niña perdería ambos ojos, otra voz grave comentando algo sobre una columna vertebral y parálisis eterna, la mano de mi niña sujetando con sus últimas fuerzas la mía, más gritos, algo quebrándose y una voz femenina sentenciando que la muerte sería lo mejor. Luego solo silencio y nebulosas, ya nada tuvo sentido.
     Él, mi esposo, me había culpado a gritos, hasta el último segundo, de todo lo que había sucedido, había logrado con sobresaliente su cometido de hacerme sentir más asco por mí misma del que ya sentía, mientras hacía sus maletas y se marchaba en el auto, que al fin había podido reparar. Me dejó sola con esa maldita imagen dentro de mi cabeza, regresando y regresando, obligándome a mantenerme ocupada, y acompañada por la muchedumbre si no quería volverme loca y terminar por…
Rompiéndome debajo de mi disfraz, llena de miedos, todos los días era perseguida por esos malditos miedos inexplicables. Trabajando y trabajando, con un constante dolor en el pecho y pidiéndole disculpas a diario a su foto, susurrándole que la quería tanto y lo mucho que deseaba abrazarla. Recuerdo su último beso en mi mejilla, mientras sigo destrozándome y creyendo que me merecía todo eso. Rota y rogando al cielo regresar el tiempo.

Nunca encontré una máquina del tiempo, tan solo recibí una llamada de alguien que me citaba en un bonito café del centro. Entré y me senté en la mesa más alejada, pero no tuve que esperar mucho tiempo. Me sonrió desde la entrada del local e intentó ablandarme con una sonrisa y una caja con un regalo frente a mi lugar en la mesa. Se adelantó ordenando el aperitivo que me ofrecieron nada más sentarme. Dijo “¡Salud!” y yo no pude responderle. Levantó una ceja y luego se rió diciendo que no hablaría de “eso”. ¡Cómo era siquiera capaz de llamar a nuestra niña “eso”!, retumbó el eco en mi cabeza. Me dispuse a marcharme, pero él me sujetó de la muñeca, haciéndome regresar a mi lugar. Me pidió que siquiera probara el postre. Lo hice mientras a medias lo escuchaba hablar sobre unos papeles que necesitaba firmara; “divorcio” era la palabra exacta. La verdad es que ya lo venía venir, pero antes de poder decir que por mí no había ningún problema, unas náuseas tremendas me impulsaron directamente al baño, donde vomité el poco pastel de chocolate que había logrado ingerir. Regresé a la mesa después de lavarme el rostro y lo vi observarme con detenimiento mientras hacía cuentas con sus dedos.
     –¿Hace cuánto que no tienes tu período? –me preguntó, con una cordialidad inusitada en él desde… bueno, desde aquel entonces.
     –Tú cómo sabes que… –comencé a responderle, pero me callé de inmediato.
     ¡Dios mío! Tan deprimida había estado que no me había dado cuenta de los síntomas. Me puse de pie, dispuesta a ir a la primera farmacia que encontrara en mi camino a comprar una prueba de embarazo. Pero ¿cómo haría para… si ni siquiera había podido…? Mi futuro exesposo me alcanzó y de nuevo comenzó a gritarme, esta vez alegando que cómo era posible que no me hubiera percatado de aquello. En ese momento, reuní la fuerza para enfrentarlo y pedirle que se callara, que no tenía derecho a decir nada, después de haberme abandonado de tal manera y en tales circunstancias, y que yo no era la culpable de todo. Después le pedí que me llamara en cuanto tuviera a punto los papeles del divorcio, y me dispuse a entrar en una pequeña farmacia, dejándolo anonadado por mi atrevimiento. La responsable del lugar envolvió mi prueba en una bolsita negra y me deseó suerte, después de explicarme cómo utilizarla y dedicarme una sonrisa franca, que me ayudó a sentirme un poco más segura.
     A la mañana siguiente, mientras aguardaba el tiempo estipulado en el paquetito rosa de la prueba, me recosté en mi cama. Quizás ese día me enteraría de que de algún modo había logrado conseguir si no una máquina del tiempo, lo más parecido a ella. Cerré los ojos y un hermoso rostro con un par de preciosos ojos negros me sonrió, feliz de que pudiera darle una nueva oportunidad al sol y a las mariposas.

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