Breve apunte sobre el vacío en la literatura/ Víctor Barrera Enderle

Los primeros tratados occidentales de importancia sobre literatura (las quejas e inquisiciones socráticas, las censuras platónicas, las clasificaciones aristotélicas y la preceptiva horaciana) no hacían referencia al vacío como elemento en la composición (como parte de la tecné poética), pero sí se centraban en su opuesto: la creación, ya fuera para cuestionarla o para explicarla. Se hablaba de la relación entre poesía y realidad, pero no de la literatura como ordenación de esa realidad. La relación vicaria, dependiente entre las letras y el mundo, que hacía de las primeras un reflejo del segundo, impedía la reflexión al interior de las obras, dejando intacto el misterio de la creación. La negación volvía aún más invisible al término (en la perspectiva clásica, el vacío es la ausencia de contenido, la falta de sustancia, la no materia, el espacio inexistente). El mundo y la realidad (y sus formas de aprehenderla, entre ellas la estética) sólo podían ser representados como manifestaciones de totalidad (cada texto obedecía a una lógica de representación, de proporción y, en última instancia, de proyección modélica: los personajes no solamente deberían parecer y actuar como personas reales sino debían, además, servir de ejemplos morales y políticos).
    Escritura versus vacío. Esta dualidad ha funcionado a lo largo de dos milenios. La mimesis era una acción que denotaba escritura y movimiento, plenitud. El silencio, la página en blanco, los intervalos entre las palabras, correspondían a la ausencia, al vacío. No es una confrontación tan descabellada: la connotación clásica de inspiración remitía a la acción de inhalar aire y de llenar el cuerpo con el espíritu de los dioses, de las musas. Cuando ella no aparecía, cuando no estábamos inspirados, el cuerpo quedaba deshabitado, vacío.
    Si trasladamos esta división al terreno de la filosofía contemporánea (o, mejor dicho, de la semiótica), diríamos que, durante la antigüedad y hasta los años crepusculares de la modernidad, el vacío remitía a la ausencia de significación. Lo no dicho equivalía a lo no existente. Vida y muerte. Expresión y silencio. Esta dualidad jerárquica sustentó el discurso filosófico occidental, al menos hasta el arribo de la deconstrucción derridana. Sin embargo, no es asunto de estas líneas el devenir filosófico sino la circunstancia del vacío en la literatura (no del vacío como tema, eso daría pie para otras páginas). Imposible trazar un camino definitivo: este aspecto es casi desconocido y ni siquiera ha sido intuido con asiduidad. Este ensayo es apenas una intuición, una mirada a la oscuridad elocuente de lo no dicho que sin embargo dice.

Durante la antigüedad clásica, una de las principales formas de clasificación consistía en la concepción de la obra como un todo dividido en partes (partes que podían, asimismo, representar una forma de totalidad). Entre una multitud de tratados, tomo el fragmento de uno. Dice Demetrio, en su famoso escrito Sobre el estilo: «Así como la poesía está dividida en versos, como, por ejemplo, los versos cortos, los hexámetros y los otros, así también la prosa está dividida y diferenciada en los llamados “miembros”, que, por así decirlo, conceden reposo al que habla y al tema mismo; ponen límites en muchos lugares a lo que se dice, pues de otra manera el discurso sería largo e ilimitado y dejaría simplemente sin respiración al orador». El vacío era una pausa, el enlace (y también la división) entre tiempo y espacio. El muro de silencio que rodeaba a las palabras, a las oraciones, a los libros.
    La antigua retórica veía al texto como un cuerpo y su discurso descriptivo y clasificatorio adoptaba más bien la forma de un tratado de corte anatómico: la perfección (la salud) radicaba en la armoniosa distribución de las partes. Longino, por ejemplo, se quejaba de las frases sincopadas (aquellas que por su brevedad se acercaban al precipicio de la oquedad, del vacío): «También la expresión excesivamente sincopada puede dar como resultado la disminución de lo sublime, pues la grandeza se mutila cuando se le abrevia demasiado». El vacío era un obstáculo por vencer. La grandeza —lo sublime del arte— consistía en poblar el espacio ficcional con la mayor cantidad posible de objetos y personajes. La creación verbal era la manera en que los poetas ensayaban el oficio de los dioses.
    Dentro de ese cuerpo bien proporcionado que eran —o deberían ser— las obras en la antigüedad, los silencios (los espacios en blanco) ocupaban, en la lectura tradicional, funciones de conexión, de encabalgamiento. Son «abismos» que unen —y por lo tanto también desunen— frases, ideas, capítulos (una mirada actual incorporaría, a la biblioteca clásica conocida, la lectura de los libros y fragmentos perdidos. Porque si Aristóteles escribió sobre la tragedia y ponderó sus virtudes morales, sus páginas desconocidas sobre la comedia actúan como contrapeso. El vacío es ahora la posibilidad de experimentar la significación inagotable de los textos clásicos). De una obra a otra, la unión y la separación posibles. El vacío como tiempo y espacio, como clasificación y argumento, como lectura.
    Conforme la literatura gane en autonomía, el vacío cobrará una significación mayor: menos palabras, mayor precisión en la descripción y aumento en la incertidumbre de la significación. La palabra dice lo que mienta, pero también lo que calla, lo que oculta. En el espacio vacío (en el tiempo sin tiempo) se escribieron (y se escriben) los evangelios apócrifos, el libro que lee en escena Hamlet, la «novelita inglesa» que Ana Karenina intenta leer en el tren hacia San Petersburgo, las aventuras del plagiado Caballero de la Triste Figura de Avellaneda, y el Quijote de Pierre Menard.
    El rebuscamiento del barroco, la sobriedad censuradora del neoclásico, el desbordamiento romántico. A partir de aquí los contrastes adquirieron hegemonía. La realidad ya no fue blanca o negra, sino de un tono claroscuro. Los opuestos comenzaron a convivir en el arte, en la literatura. Los héroes de las novelas (el género más contradictorio) dejaron de serlo y se transformaron en villanos o en locos. Nunca más serían planos, nunca más serían héroes. El sentido de lo trágico se desvaneció y, de improviso, todo se volvió parodia. La razón principió a ser vencida por la locura. ¿Cuál era el sentido del mundo? La respuesta ya no estaba en las alturas sino en la tierra, en sus criaturas. La realidad se transformó en ficción y los límites se borraron peligrosamente. Las clasificaciones clásicas para definir —y delimitar— al arte, a la literatura, perdieron vigencia: las unidades de tiempo y acción (que sólo fueron «perfeccionadas» y obedecidas en la escuela neoclásica) dejaron de otorgar a las creaciones un sentido de realidad, cambiando de manera radical la dinámica literaria. La literatura empezó a basarse en la propia literatura para alimentar sus creaciones. Los personajes leían libros (leían sus propias historias).
    Victor Hugo se quejaba de que el arte antiguo «imitaba» parcialmente a la Naturaleza (el discrimen, basado en lo bello ideal, era, para él, una forma de elitismo). El nuevo arte, explicaba en su famoso prólogo a Cromwell, «comprenderá que en la creación no todo es humanamente bello, lo deforme cerca de lo gracioso, lo grotesco en el reverso de lo sublime, el mal con el bien, la sombra con la luz».    Comprenderá, en suma, que junto con las palabras va el silencio; al lado de la creación, el vacío.
    El nuevo arte, o, de manera más específica, la literatura moderna, no pretendió ser reflejo sino inquisición: crear cuestionando, hacer de la escritura indagación (y no ya respuesta). Esa búsqueda era dual, hacia el exterior como confrontación con la llamada realidad, y hacia el interior en una reflexión de su propia condición de objeto estético y artefacto verbal. Tal toma de conciencia se concretó en la conquista de autonomía (autonomía relativa y, en muchas ocasiones, precaria). La literatura había alcanzado su libertad, ahora debía ocuparse de sus contradicciones, de aquello que permanecía entre líneas. Y muy pronto se percató de que la obtención de la belleza (como único fin de la creación) no la dejaba satisfecha. El final feliz era un mito.
    Las vanguardias irrumpieron como la nota disonante, como la amenaza que haría trizas la utópica República de las Letras. Rechazo a la comodidad burguesa del arte por el arte. La negación dadaísta y la exploración subjetiva del surrealismo (apoyada en la cartografía del inconsciente esbozada por Freud) exploraron las regiones ignotas del sujeto moderno, lo mostraron fragmentario, divisible, esquizoide. Aparecieron sus miedos, sus sueños, sus silencios. La llamada «decadencia de Occidente» de la primera mitad del siglo xx anunció las crisis existenciales del sujeto moderno e hizo del vacío la sustancia invisible de la modernidad. Una sustancia que la fue corroyendo hasta hacerla aparecer desnuda en sus contradicciones. La época de la negación y el silenciamiento del vacío había terminado.
    La reconfortante ilusión de que existía un contenido, una esencia al interior de las palabras (la verdad soñada y perseguida por tantas generaciones) inició prontamente su desvanecimiento. La certidumbre de las «verdades universales» se esfumó y en su lugar aparecieron la duda, la sinrazón y la presencia de la ausencia, del vacío. La denuncia del logocentrismo como estrategia para «llenar» los huecos de los discursos fundadores, hecha por los postestructuralistas en la segunda mitad del siglo pasado, haría de la ausencia, del vacío (de Dios, de la verdad, del progreso) el estigma —la huella— casi imborrable de los tiempos que corren. El concepto de signo (la idea de que un signo no podía remitir sino a otro signo y nunca a un referente fuera del lenguaje, en un juego infinito de significaciones) hacía estremecer a la metafísica de la presencia (signo-significante-significado). Un ejemplo fundamental para ellos, y con el cual Derrida inauguró su crítica demoledora al pensamiento occidental: la etnología. Esa «ciencia» que otrora había colocado a Europa y al Hombre occidental en el centro del universo, se había convertido ahora, vía la lectura a contrapelo de los deconstruccionistas, en objeto de la principal crítica contra el etnocentrismo, es decir, se había vuelto el argumento de la rebelión contra la metafísica. Y la metafísica era, en cierta forma, la certidumbre, la creencia ciega en la inexistencia del vacío. Repentinamente, detrás de todos los argumentos que legitimaban el devenir del Hombre, aparecía la nada.
    Se trataba de denunciar una relación crítica con el lenguaje de las ciencias humanas, y de promover una responsabilidad crítica del discurso. A partir de entonces quedaba claro que el lenguaje llevaba en sí mismo la necesidad de su propia crítica: la deconstrucción; de-construir los discursos y mostrar sus contradicciones y oposiciones jerárquicas. Esto propiciaría una no-totalidad del juego de las significaciones: la naturaleza del campo del lenguaje excluye la totalización. El juego se mostró como sustituciones infinitas en la clausura de un conjunto finito, o supuestamente finito (la llamada suplementaridad). El anhelo de un mundo ideal, utópico, se trueca por la desconfianza, la sospecha, por la imposibilidad de llegar a la verdad última. El vacío, según los filósofos postmodernos, comenzaba a atraparnos.
    De manera súbita, los espacios descubiertos por la literatura (Shakespeare, Cervantes, Borges) aparecen en los llamados discursos objetivos (la filosofía, la ciencia). El relativismo postmoderno hizo del vacío una suerte de destino manifiesto, un laberinto sin salida posible.     Las personas ya no podían apostar por su propia capacidad de acción (de reflexión) porque las palabras ya no remitían sino a las palabras (las milenarias acusaciones platónicas a la literatura —ser una doble y desgastada imitación, un lenguaje que imitaba a otro pero que nada aportaba sobre el conocimiento de la realidad— caían sobre el lenguaje en general). Los símbolos nos atrapaban y el vacío se llenaba de significaciones infinitas. Ahora, cuando se hablaba de totalidad, de esencia, se mentaba también a su opuesto, al vacío, pues la existencia de una implicaba la «presencia» del otro. La totalidad, o mejor dicho, la plenitud, dejaba de ostentar, como concepto, una connotación positiva y se convertía en una proyección ideológica, en una manifestación discursiva de poder. Ante los errores del progreso, ante las estrategias de homogeneización del moderno Estado-nación, aparece el relativismo desenfrenado del anti-humanismo postmoderno.     La escritura se transforma en palimpsesto, y el vacío, en posible lugar de enunciación (tal vez en ese indefinido espacio «de en medio» con el que han soñado algunos teóricos postcoloniales). Porque en él, en el vacío, serían menos evidentes las marcas y el determinismo del lenguaje, del orden simbólico. Y así, de manera repentina, las figuras emblemáticas de la literatura moderna, el autor y la obra, «murieron» y fueron sustituidos por una infinita red de textos. Este universo simbólico e infinito hacía del vacío un elemento externo que nos envolvía paulatinamente, despojándonos de nuestra condición de sujetos. He aquí mi principal desencuentro con el relativismo postmoderno. El vacío no elimina al sujeto, lo fortalece, lo hace dudar de lo que parece cierto, y lo ayuda a encontrar la trascendencia (en el sentido estético e intelectual) en las manifestaciones más «pequeñas» del arte y de la vida.

Durante los últimos cuarenta años, la connotación tácita e indefinible (ni moral, ni política, ni estética) del vacío ha hecho del concepto una estrategia de denuncia, de confrontación (especie de mayéutica postmoderna), pero, hasta ahora, tal concepto no ha sido reconocido como una forma vital de la composición literaria, como una parte activa de los discursos, los múltiples discursos de la creación verbal. El vacío opera en la literatura como manifestación de posibilidad, como presencia latente del silencio que alimenta las creaciones. Es allí donde su función se vuelve concreta, tangible.
    Decía el poeta checo Vladimir Holan que para poder hablar era preciso que nuestra soledad conociera el silencio. Es sólo ante la presencia (la no presencia) de la nada que podemos intuir la experiencia de la totalidad (del ser, del arte). La vacuidad es uno de los primeros síntomas de la conciencia, y sólo en la medida en que seamos capaces de vislumbrar el vacío, sólo en esa circunstancia poseeremos la capacidad de comprender una buena parte de la contradictoria índole humana.

 

 

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