El túnel de las promesas (con salida a la posteridad) / Leopoldo Tablante

Cuando estaba en tercer año de educación media, en la clase de Física, escuché por primera vez aquella idea de que el movimiento es relativo. Yo, que nunca fui muy brillante ni en ciencias naturales ni exactas, me quedé durante días cavilando en el enigma. Hasta que el rompecabezas se armó más tarde gracias al soplo de la distracción. Claro, el movimiento de un objeto es relativo porque siempre se verifica gracias al punto de referencia de otro objeto que se desplaza más lentamente en el espacio. Porque incluso el coloso de piedra que es el volcán Popocatépetl se mueve gracias a los movimientos de rotación y traslación del planeta en el que se afinca.

 

Después de explicarme el misterio, me quedaba sin embargo el reverso de la moneda. ¿Y qué del tiempo? ¿Qué punto de referencia permite afirmar la existencia del tiempo? Porque, hasta donde sé, nadie se ha atrevido a proponer un indicador que permita despejar su realidad, por la sencilla razón de que el tiempo, como abstracción, no lo puede contener. ¿Cómo describe un reloj el paso o el flujo del tiempo, si acaso ambas metáforas tuvieran sentido aplicadas a una intuición intangible? En su esfera la máquina se limita a graficar la rotación de la Tierra y el efecto que sobre ella ejercen los astros que la rodean sirviéndose de los mínimos puntos de referencia espaciales descritos por una aguja rápida (el segundero), otra lenta (el minutero) y otra más lenta (la manecilla de las horas).

Conclusión: llamamos tiempo a una intuición de eternidad, que siempre conduce a la muerte física, a la que no sabemos qué forma darle y a la que no nos queda más remedio que figurarnos como un viaje con escalas ilusorias que imitan los movimientos de los astros en el universo y que, en última instancia, puede plantearse como un conteo progresivo o regresivo entre dimensiones de frecuencia variable. Por extensión, cualquier aspecto mutable de la vida —nuestro cuerpo, que envejece y se degrada; una antigua fotografía amarilleada…— puede servir como evidencia de la marcha del tiempo.

No hay dispositivo técnico que mejor describa la idea de tiempo que el cine. La mecánica del dispositivo cinematográfico organiza en secuencia veinticuatro fotogramas por segundo, cada fotograma conteniendo la información específica de una imagen fija que, remplazada por la próxima, crea la ilusión de articular gestos completos. La velocidad con que el proyector pone a circular la película nos impide reparar visualmente en el paso de un fotograma a otro, y por medio de esa inhibición nuestro cerebro sintetiza el desfile de imágenes fijas como movimiento. En la medida en que los fotogramas se turnan a lo largo del túnel inmutable de la duración, da la impresión de que la vida se anima frente a nuestros ojos.

En nuestros tiempos de impostura orientalista, no hay quien no esté familiarizado con la vieja consigna de que «el tiempo no existe». Hay también muchos iniciados que afirman comprender las implicaciones de la conseja y se empeñan en vivir con la indolencia de un desprendimiento terrenal que raya en una especie de egoísmo místicamente justificado. Sin quererlo, esos iluminados tienen razón. Porque nadie —ni físicos, ni astrónomos, ni místicos— puede darle al tiempo la inteligibilidad que la palabra rechaza de plano. Nuestro único consuelo es tratar de separar los puntos de referencia que nos permiten darle forma a la idea de tiempo para hacerla funcional en nuestros pensamientos, en nuestros actos y, sobre todo, en nuestros compromisos.

Estoy en la playa, donde los turistas venimos a menudo para, justamente, atomizar la tiranía del tiempo. Acompaño a un joven de dieciséis años, tan displicente como una pared recién encalada. El único gesto que me permite apreciar que el adolescente respira es la concentración con que fija su energía vital en la pantalla de su smartphone. Seguramente su adminículo le muestra, en la esquina superior derecha, la hora exacta de su huso horario. Pero al muchacho no le sobra ni aprecio por la vida ni mucha curiosidad que digamos. Apenas anuncia que su corazón late cediendo a una pregunta innecesaria.

«¿Qué hora es?».

Su padre tiene sesenta años y, por si fuera poco, es especialista en informática, uno de esos individuos para quienes la realidad del tiempo no se presta a dudas. Con la inteligencia esculpida por la costumbre de aventurarse en estimaciones, el veterano mira al cielo y, porque sus lentes de sol le permiten convertir el astro en eclipse, dispara un número.

«Como la una y dieciséis».

Hora precisa calculada a ojo de buen cubero. Para el informático maduro, eso lo supe más tarde, las estimaciones apenas son un misterio. Es de esos individuos que, en 1975, garabateaban algoritmos a mano alzada para programar máquinas que requerían tarjetas perforadas, almacenes enteros y compresores de aire acondicionado central. Por escepticismo y nada mejor que hacer, me apresuro a mirar la pantalla de mi smartphone para corroborar la información.

La una y dieciséis.

«La intuición del hombre maduro es una ciencia exacta», me consuelo pensando en la prospectiva de mi perfectibilidad, pero enseguida otro participante en mi grupo de playeros encandilados pone el punto sobre la i.

«¿Queréis pedir algo de comer?».

Para el hambriento el tiempo es relativo a las necesidades del cuerpo.

Si acaso hiciera falta algo de contexto, el compañero turista habla de «vosotros», gallego para más señas, y por lo tanto menos proclive a convenir que el tiempo es una intuición elástica. No olvido que el tiempo es también un constructo cultural cuyo grado de rigidez es correlativo a la latitud de quien lo asimila. Con respecto a este punto, el sociólogo puertorriqueño Ángel G. Quintero Rivera, en su libro Salsa, sabor y control. Sociología de la música popular, ha puesto el dedo en la llaga y nos ha pasado la mano por la cabeza para reconciliarnos con nuestra informalidad tropical: los latinoamericanos del Caribe mezclamos la nostalgia por un pasado mítico al que deseamos volver —«libre» de la administración y de los escrúpulos cronométricos heredados del racionalismo europeo— y la languidez de un presente húmedo y caluroso, el mismo que nos arrebata la voluntad para pronunciar las eses finales de las palabras y nos impele a relativizar los cronogramas, como si la lasitud y el aturdimiento de nuestra confusión fueran derecho de ciudadanía y acepción de eternidad.

Para mi amigo gallego, el tiempo es la escala de los ritos diarios, separados en un horario en renglones más bien regulares: el desayuno a las nueve, el almuerzo a las dos, la merienda a las cuatro y media o cinco, la cena a las ocho. El resto, turistas tropicales que dejamos perderse el día en nuestra soleada pesadez, admitimos también nuestro apetito. No queremos herir sensibilidades ajenas. Porque, además, las divisiones del día de nuestro amigo tampoco es que sean un exabrupto. Sin embargo, «los otros» nos sabemos con una ventaja: la de vivir la exigencia de los horarios dejándonos correr por el cauce del imponderable, el «más o menos» o el «por ahí» que tanto irritan la unidad de compás del Occidente canónico.

En En busca del tiempo perdido, Marcel Proust despacha en siete tomos la idea del tiempo transformado en obra de arte abandonándose a un riguroso ejercicio de recuerdo existencial que contó —en el momento en que la experiencia era experiencia y no literatura— con esas cenas burguesas en casa de madame de Verdurin, madame de Guermantes, madame de Sainte-Euverte o madame de Villeparisis. Entre aperitivos, cena completa y postre, en esas reuniones semanales se hablaba de bellas artes, literatura, música, política o teatro sin descuidar, por supuesto, la crítica al arribismo social y la calidad moral de los invitados o, aun, aspectos más nimios de su personalidad tales como su gusto o mal gusto a la hora de vestir. El metrónomo de ese relato colosal, en el que la vida se desgasta entre las idealizaciones amorosas de Marcel (a Albertina Simonet, a Gilberta Saint-Loup) y sus acerbas observaciones sobre la progresiva desaparición de su propia clase social, son las ocasiones en las que la vieja burguesía se congrega para comer, compartir, chismear y, sobre todo, fiscalizarse. La memoria «del tiempo perdido» cuenta entonces con la garantía de los hábitos que la anclan, a pesar de que el relato pueda parecer a menudo un mar abierto hacia un pasado inconmensurable para el que el lector de hoy —con la paciencia intervenida por la simultaneidad de planos temporales del bombardeo multimedia— necesitaría ansiólitico, gps y contador de millas náuticas.

Después de todo, casi nadie en este mundo de precisiones superpuestas está dispuesto a hacerle caso a la Clarice Lispector de Un soplo de vida, cuya última ambición en su trance de muerte era dar con un lector ideal que, como ella, «también trabaje con los soliloquios de la oscuridad irracional». Literatura sin intriga, sin estructura, sin los puntos culminantes de una «buena historia», incluso sin ritos. Sólo pura expresión lírica. ¿Y a qué otra cosa hemos resuelto llamar buena historia sino a los libros que inquietan porque juegan con las expectativas del lector por medio de la manipulación del tiempo narrativo, los que imponen un electrocardiograma interno cuyas oscilaciones son el ritmo al que pasamos las páginas para llegar al final? Al fin de cuentas, el final, mediando el entretenimiento, es la recompensa última de un lector que escatima su tiempo, de suspenso en intriga, en excitación, la tan sobrevaluada «tensión» de la que Lispector abomina sin cortapisas: «Si este libro saliese a la luz alguna vez», dice, «que de él se aparten los profanos. Pues escribir es recinto sagrado en el que no tienen entrada los infieles. Es estar haciendo a propósito un libro muy malo para apartar a los profanos que quieran “entretenerse”». Es decir, Jonathan Franzen, Dashiell Hammett, Ernest Hemingway, Georges Simenon, Raymond Carver, Stephen King, Thomas Pynchon o Bret Easton Ellis, esos grandes dibujantes de mapas, manipuladores del tiempo, no serían para Clarice —a pesar de su reflejo autocrítico— más que una panda de estafadores impresionistas.

Un soplo de vida es el libro póstumo de Clarice Lispector y, por ello mismo, su reflexión inconclusa, pero más profunda y entregada, sobre su tiempo terrenal. Es un libro sin más expectativas que la de alcanzar conciencia del tiempo, una ambición para la que hace falta el riesgo de quien no tiene nada que perder. En medio del perpetuo presente que, en tiempo real, nos llega en expectativas preclasificadas desde un gran servidor de California o del estado de Washington, la autora brasileña nos advierte sobre la fragilidad de la vida y haciéndolo nos agua la fiesta del gregarismo virtual. En la costumbre de la interactividad, la interferencia y el aturdimiento, frases como la siguiente se perfilan como un innegable desaire: «El tiempo para mí significa disgregación de la materia. La putrefacción de lo orgánico, como si el tiempo fuese un gusano dentro de un fruto y le robase al fruto toda su pulpa. El tiempo no existe. Lo que llamamos tiempo es el movimiento de evolución de las cosas, pero el tiempo en sí no existe. O existe inmutable y en él nos trasladamos».

El túnel del tiempo, un infinito en el que todas las voluntades y resistencias se degradan, a pesar de que, por redes sociales, nos ocupemos en exhibir la actualidad de nuestra más jovial, inmortal y mejor persona.

Hace casi veinticuatro horas que era la una y dieciséis calculada por el veterano informático a quien me referí antes. Camino por playa Bonfil, la que se extiende hacia el sector Diamante de Acapulco. El horizonte es liso, duro y largo, tanto como para creer que la palabra tiempo es una formalidad innecesaria. Veo el despegue de aviones del aeropuerto aledaño, la abrumadora mayoría de ellos pequeños Lear Jets o Bombardiers, lo que hace pensar en la celebración de una clandestina cumbre mundial de cuyo objeto más vale no darse por enterado. ¿Para qué perder el tiempo especulando? Camino y camino, el sol asándome como huachinango al chingadazo, sin que nada ni nadie distraiga la monotonía de mi ocio. Pienso en la célebre frase con que Albert Einstein le explicaba a los ignaros como yo el concepto de relatividad: «cuando pasas una hora sentado con una linda chica, piensas que apenas es un minuto; pero cuando te sientas sobre una estufa un minuto, piensas que son dos horas». No camino con linda chica al lado —hélas !—y el sol me dora sólo lo suficiente como para inducirme una agradable indolencia. Ninguna ansiedad me mortifica: esta indiferencia insolada debe de ser la felicidad.

Alguien me ha dicho que a mi vera, al lado derecho de mi trayectoria, se alza la mansión de playa que el baladista Luis Miguel hizo construir en los tiempos en que su sol estaba en lo más alto del cénit. Trato de canturrearme alguno de sus superéxitos, pero la gravedad de la Lispector me mete pronto en cintura. Llego por fin: un palacio imperial, con frontón de piedras, techo de tejas y ventanas panorámicas, de ajadas cortinas drapeadas, a la izquierda, con su alberca respectiva; en el centro, un palacete festivo, rematado con palapas deshechas en las que anidan zopilotes, expuesto al Pacífico, alberca en forma de voluta, que asumo como casa-club; del lado derecho, la construcción más modesta, otra casa de fachada panorámica, también con alberca, que doy como residencia de huéspedes. Todo el conjunto abandonado, de hierba crecida sin control y estructura derruida, como si de los mejores tiempos tan sólo quedaran los adefesios oxidados del olvido.

Recuerdo que en registro melodramático (el que corresponde a la balada romántica, a Luis Miguel), «olvido» es equivalente a «abandono», «desamparo», «desamor»… ¿Y qué otra cosa son todas esas palabras sino una herida infligida a las cosas o a las personas, evidente por medio del contraste entre su presente y el recuerdo de un pasado, triste o feliz, en el que, independientemente de las circunstancias, la vida todavía latía? Contemplo la decadencia y otras me llegan a la mente: la legendaria hacienda Nápoles de Pablo Escobar Gaviria en Antioquia, Colombia; la mansión de Whitney Houston en Mendham Township, New Jersey; el famoso bungalow del socio de Escobar, Carlos Lehder, en Norman’s Cay, en las islas Bahamas. Poco importa el registro popular del vestigio. Cualquier ejemplo culto produciría igual efecto.

El presente, bueno o malo, marca su diferencia con el recuerdo del pasado, bueno o malo, y en ese sentido el tiempo apenas es el camino de las transformaciones, para bien o para mal. Demasiado crédito le daba al tiempo Charlie Chaplin, al que el actor se figuraba como un autor que siempre encuentra un final perfecto. Porque el tiempo no sabe de nadie, no tiene cómo imaginar procesos ni intenciones, no se da cuenta de nada, sólo nos devora en su infinitud, como en la alegoría clásica pintada por Francisco de Goya. Es un arbitrario impertérrito y amnésico, una no-entidad que, para consolarnos y creer en la fortaleza e importancia de la voluntad e inteligencia humanas, asociamos con un viaje circular, con un viaje rectilíneo, con un conteo progresivo o regresivo en el que todo converge, al que todo se somete.

Y puesto que le damos demasiada importancia a ese vacío, no nos queda más que enmarcarlo en hoja de oro: para contemplar la perspectiva infinita de un viaje hacia quién sabe dónde, si acaso para tener fe en el recuerdo que dejaremos sobre la tierra o en el veredicto futuro de una merecida vida eterna: en el limbo, en el cielo o en el infierno.

 

 

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