Libros / Música de nuestro tiempo: Méjico, de Antonio Ortuño / David Miklos

Todo comienza en 1922, en los albores del golpe militar que llevó a Miguel Primo de Rivera al poder, una primera intentona por detener al comunismo, luego de la Primera Guerra Mundial, durante la cual España se mantuvo como país neutral. Ese todo, sin embargo, ocurre entre las páginas 99 y 105 de Méjico, la quinta novela de Antonio Ortuño (Zapopan, 1976), y con las que acaba el primer apartado de un relato que concluirá, ciento y pico de páginas después, tanto en 1944 como en 2014, es decir, en nuestros días.

De los tres episodios marcados, ninguno sucede en México: el primero tiene lugar en Madrid; los últimos, en Toledo y en París, respectivamente. Sin embargo, el corazón de Méjico es la historia que inicia, turbulenta, en Veracruz en 1946, y se cierra, hasta cierto punto apacible, en Guadalajara en 2014, el poco más de medio siglo que le cuesta a la semilla de los Almansa ver su exilio convertido en franco roble, el árbol genealógico finalmente trasplantado de un continente al otro y de España a México, país que en su voz republicana siempre se pronunciará con el acento del terruño o la «madre patria».

Si ya Ortuño se había dado a la tarea de encarar el quid migrante en La fila india (Océano, 2013), una de las pocas novelas mexicanas que han sabido retratar la tragedia centroamericana en nuestro país desde el punto de vista literario y permanente, opuesto al tratamiento comercial y de ocasión, en Méjico nuestro narrador se aventura a destilar la esencia del ser gatonejo: «Una cosa que nació en un lado pero con los pies en otro y sus patas no se corresponden con sus orejas. Gatonejo: eso, una cruza, un bicho. Se siente raro con unos y otros y es verdad. Eso no se quita pero tampoco tiene importancia. Se acostumbra uno». Pero no sólo eso, sino que también Ortuño se encarga de saldar cuentas con la condición del que en México es extranjero: «Ser mexicano sin serlo del todo y, claro, vivir bajo el reproche de no serlo era el curioso destino de la prole de los migrantes en su país. México, campeón mundial en producción de exiliados, era, al tiempo, un lugar de autoritaria ineptitud para comprender la condición del hijo de migrantes».

Escrita en tiempos que van y vienen, en el flujo y el reflujo del pulso del siglo xx, luego xxi, de los Almansa, Méjico es una novela que demuestra y se preocupa por la historia que se repite y la literatura (o la narrativa) que se cancela para no ser más: si bien el hermano es y será el lobo del hermano (el mundo existe gracias a la paradoja de la perseverancia fratricida de los Caínes), ninguno de ellos será narrado del mismo modo y cada historia particular cancelará a la otra, es decir, no habrá más que un Caín y un Abel, por siempre depositados en el Génesis de la Biblia.

Méjico es, también, una historia de la violencia, acaso narrada al revés: de la violencia histórica a la violencia doméstica, es decir, de las cuentas que se saldan con los eventos que nos someten (el yugo de la guerra), así como con el control que podemos llegar a tener sobre el cauce íntimo de nuestro propio destino. Narrada en tercera persona, la novela de Ortuño contrapone a dos de sus protagonistas: el visible y familiar Omar, nuestro congénere y último de la fila en una persecución de un siglo, y el invisible pero omnipresente León, cabo suelto del árbol genealógico que hace posible la narración.

Así pues, en Méjico Ortuño plantea la dialéctica entre liberar al mundo y preservar a la familia, tensión que se mantiene entre Omar y León, el hombre que todos somos (el hombre familiar) y el hombre que todos querríamos ser (el hombre histórico), uno presa instantánea del olvido, perseverancia aparte, el otro ejecutor de las causas que hacen posible la existencia de una mejor humanidad, protagonista luego involuntario de la historia mayúscula.

A caballo entre la novela distópica y la novela del presente, Ortuño ha construido un corpus narrativo singular y reconocible, alérgico por un lado a la forma por la mera forma, aunque afín a la literatura que se rebela ante el designio comercial y busca trascender el llamado de las sirenas: una rareza, pues, celebrable desde El buscador de cabezas (Joaquín Mortiz, 2006) hasta La fila india, pasando por Recursos humanos (Anagrama, 2007), Ánima (Mondadori, 2011) y desembocando en Méjico, obra de consolidación que nos demuestra que estamos ante un autor sin parangón (para no decir el mejor) en nuestras letras presentes.

 

 Méjico, de Antonio Ortuño. Océano, México, 2015.

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