Libros / Sesgo, de Claudia Berrueto / Gabriela Aguirre

Claudia Berrueto es una poeta. Es una poeta de la sangre, del agua, del bosque, del musgo. Es una poeta del derrumbe, de la excavación y de la ruina. No importa el tema, ella siempre lo trastocará con imágenes que hay que leer varias veces, como tras el temblor las réplicas. Cuando escribe, cuando es piedra y se lanza sobre nosotros, como un corazón pesado que golpea, sucede en nosotros la hecatombe: ¿cómo no ser entonces también piedra y lanzarnos con la furia de las palabras?

Sesgo es un libro hecho con elementos vitales, primitivos: el agua, la sangre, el fuego, la piedra, el cielo, la luz. En muy pocas de sus páginas encontramos la ausencia de la palabra agua, o de ésta en alguna de sus formas: nieve, niebla, nube, lluvia; o de sus presentaciones o asociaciones: mar, náufrago, océano, pantano, lágrima, ola, río. En sus versos «La oscuridad se estanca», «la oscuridad rema», quien habla «duerme enlamada de rabia», se sumerge en «los pantanos de la infancia» y quiere «levantar olas / sacar del mar ballenas para sostenerlas frente a sus ojos». El agua, nos dice Claudia Berrueto, habla en «innumerables idiomas»: ella los descifra todos y los convierte en poesía.

Es también un libro de sangre: la del padre, que se mezcla con la propia al saltar «por alcanzar el desfile del acero» mientras éste se afeita. La de la madre que rema en un «estanque de carbón», la de la niña que, siendo adulta, le confiesa al hermano —y duele— que jamás pudo mirar el mundo con ojos de niña. Un libro de sangre como un universo de venas y arterias transmutados en versos que se dilatan y se contraen y se extienden como si de pronto hiciera falta más espacio, un camino más extenso, un túnel de vida menos estrecho. Por eso vemos aparecer versos largos que desconciertan porque obligan a la longitud de la respiración, a la ruptura de la monotonía del fluir de la sustancia. Sanguinolentas las palabras que vuelven a la poeta un animal que muerde y acecha cuando los «familiares del amor» la «dejan oler su sangre» y alimenta animales que viven en el zoológico de las mentes de quienes alguna vez se amaron.

Y es que un tema sobresaliente en el libro es precisamente el del amor, un amor cosido con el finísimo hilo del anhelo
—palabra que se repite en varias ocasiones a lo largo del poemario—, sostenido por un corazón que se detesta:

 

por darse abasto detesto a mi corazón

por no aterrarse ante los ríos de lava que la ausencia le destina

 

lo detesto por pensar que tiene minutos de oro interminable

y el agua necesaria para matar de sed a otros

que vienen a él

a observarle las venas

y a humedecer su memoria

 

detesto a mi corazón por pasearse

con esa cola de perro por la vida

 

Esta animalidad de la que hablo está presente a lo largo de todo el libro. A nuestra poeta no le basta con ser humana: le hacen falta pezuñas para matar a briosos animales que alguna vez fueron amantes, la respiración de un mamífero acechando a su presa, la dentadura bestial que muerde codos y rodillas, la habitable caverna de sí misma.

Lo autobiográfico aparece para desdoblarse. Entonces el yo lírico es piedra que habla, excavadora que desea hundir su cuchara en la ruina fresca del amante, aretes que miran desde la mesa del insomnio, abeja que se arroja a la ventana cerrada. Así, la autora consigue desprenderse de sí misma sin desprenderse, juega a ser otra sin dejar de ser ella misma. Y en la posibilidad de ser que ofrecen las palabras, el yo empírico se multiplica y a la vez se confirma como uno solo. Hablar de sí mismo siendo otro: gato, hormiga, cuerpo dormido en el fondo de una alberca de sangre. Lo interesante aquí, además, es que, ante tal posibilidad, Berrueto no elige ser el gran personaje de la historia —el protagonista que se adivina inmediatamente—, sino algo mínimo, elemental, como una piedra:

 

en la cresta de la montaña

escucho la aspereza del cielo

que me invita a rodar cuesta abajo

 

contemplo grúas y excavadoras

espero con los ojos desbordados de anhelo

el turbador contacto del metal

 

El imaginario de Claudia Berrueto es tan fascinante como inquietante. En él, el fuego de las hornillas es caramelo azul, los sueños son búfalos que abandonan, el cielo es un animal que nos ama con toda su demencia, y el sueño de alguien reluce como basura a la luz de la lluvia. En él, los amantes no hablan del amor y sus escombros a la luz de la luna, sino «frente a excavadoras». La mirada que atraviesa las cosas —y no al revés— es una mirada casi febril, turbada, de dioses pisando uvas en nuestro estómago, de tigres en que laten órganos con las vibraciones de la algarabía —porque en realidad estos tigres son los tigres de la algarabía de cada quien. Una mirada que hace hablar al invierno «con ruidos pequeños como un venado»; una mirada que da cuenta de un universo donde el árbol de Navidad mira a una mujer como un adorno y no al contrario. Y entonces algo inquieta: ¿no son las cosas miradas por nosotros, sino nosotros mirados por ellas, lo que constituye todo un mundo? ¿Nos mira la pared del patio, el perchero de la sala, la botella de agua en el buró, las cazuelas en la mesa de la cocina?

 

otra vez tus aretes te miran desde la mesa del insomnio

esperan que esos animales que miras en la garganta de la noche

sean el estandarte de un deseo

que de cualquier manera

a nadie importa

 

Es aterrador por cierto. Es aterrador por la verdad hermosa y dolorosa —quizá para muchos— que nos recuerda: no somos el centro del mundo —ni siquiera del nuestro, tal vez—; somos apenas una hormiga aplastada por unos dedos, una pequeña planta del jardín de un dios que se entretiene podando nuestras hojas.

Como dije al principio: Claudia Berrueto es una poeta. Por eso recorre el filo del poema —ese cuchillo de dos caras— y paga la cuota de dolor correspondiente a poder ver y nombrar con la mirada y el discurso poéticos. Por eso le alcanza el lenguaje para decir las cosas: el hueso roto de la casa, las aguas roncas de la madrugada, el padre como una cicatriz que vuelve a latir, la blancura de la nieve como una amorosa arma para atacar al hermano desde la infancia.

Es una poeta y por eso aprendió a derribarse en el patio de la velocidad cuando niña y supo que la única cura, al final de todo, será siempre el mareo, el suelo, el sol cerrándonos los ojos. Es una poeta y por eso sabe el derrumbe, la ruina, la excavación: el lenguaje pasado por agua, reblandecido por la conciencia del mundo, por estar ahí: golpeando con paciencia de gota la superficie de las cosas para inventarlas otra vez, para hacerlas latir de nuevo.

Sí, Claudia Berrueto es poeta… y cada libro suyo lo repite.

 

Sesgo, de Claudia Berrueto. Ediciones Sin Nombre / Instituto Municipal de Cultura de Saltillo, México, 2015.

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