Esplendor de Afrodita / Agustí­n Zavalza Garcí­a

CUCSH, 2014 B

Con mi asombrosa y afinada observación en la naturaleza humana, pude, fácilmente, descifrar su ingenua intención de verme acorralado. Sentía lástima por ella, lo confieso. Por lo pronto, fingiría no saber nada. Me propuse guardar una distancia, pero sin dejar de verme en sus ojos delatores. Y, cuando estuviésemos los dos, ahí, haciendo como si habláramos, me manejaría compasivo hacia ella, no haciéndola sentir detestable. ¿Por qué hacer uso de una crueldad innecesaria? Pronto vendrían un momento y un sitio indicados para ese determinante encuentro donde le pondría todo en claro procurando no hacerle algún daño.
     Fue en una fiesta junto al mar, un lugar común con la música de siempre y las aburridas conversaciones de todos los días. De pronto la vi, bailaba y reía con sus disparatadas amigas; yo escuchaba de mis acompañantes bromas mediocres y carcajadas disonantes, a lo que mi ánimo respondía con un gesto como dibujado por la malcriada mano de un chiquillo con crayones.
     Me fui difuminando en el grupo sin que nadie lo notara y caminé hasta la playa. Era una noche tranquila en que las olas casi dormían como abandonando su escandalera. Pero entonces la escuché. Se acercaba diciendo mi nombre, cada vez más cerca. Y, atacado por mi propio nombre, reaccioné. Volteé. Vi su maldito esplendor de Afrodita por el que salía su voz invadiéndome todo. Quise destruirlas de inmediato, a su sonrisa astuta y a sus necias ganas de quererme. Entonces, decidido, a esa soberbia esencia divina me arrojé, con un contento despiadado, como lo haría satanás en una batalla final entre el infierno y la gloria. Así, así busqué en su piel y en todo su delicado cuerpo debilidades rotas, y encontré tantas que apenas las gemía todas. Le besé y acaricié con implacable y prolongada violencia. Al final, detoné toda la furia que me quedaba. En ese momento, el rey más poderoso hubiese abdicado a mi favor.
     Sin embargo, nos miramos de frente. No podía creer lo que acontecía: su sonrisa intacta, su mirada viva, su cuerpo sudado que proyectaba la luz del cielo. Entonces, casi al desfallecer, pasé débilmente mi mano por su rostro como pidiendo misericordia. Pronuncié un te quiero involuntario, y me fui cayendo, y me fui muriendo, y morí. Morí esa noche en una regocijante hoguera.

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