La musa fiel / John le Carré

Hubo una época cuando, al terminar una novela, podía arrancar a toda marcha. Y sabía que si seguía avanzando y no me preocupaba por todas esas tonterías pesarosas de la edición y la publicación, podría escribir un nuevo libro en la mitad de tiempo que me tomó el anterior. Quizá hasta podría haber tenido razón. Pero no en esta ocasión. En esta ocasión arranqué vacilante. Soy como un preso después de una larga condena: mal preparado para la vida, receloso de la separación, nostálgico por los camaradas con los que estuve encerrado, y ansioso por volver a esa prisión donde me siento seguro. Más extraño aún, tengo asuntos pendientes. Tengo la sensación de haber escrito la novela de alguien más.

     La novela en cuestión se llama El jardinero fiel. Cuenta la historia de un diplomático británico de mediana edad que busca a los asesinos de Tessa, su joven esposa. Justin, se llama el diplomático, un diligente burócrata en la Alta Comisión Británica en Nairobi. La historia comienza con la muerte de Tessa en la costa del lago Turkana, al norte de Kenia; muere apuñalada y al chofer de su jeep le cortan la cabeza. Su compañero y presunto amante, un doctor africano, aparentemente escapó. Ahí arranca la historia.
     ¿Dónde y cuándo inició la novela? Siempre me hago esa pregunta idiota, y siempre eludo la respuesta, porque en realidad no la hay. Pero en esta ocasión, para mi sorpresa, creo tener algunos indicios.
     Una tarde de verano hace veinte años, un ciclista de barba negra y con beret entró al bar en Basel donde yo tomaba un trago, estacionó su bicicleta junto a mi mesa y me llenó la cabeza con las pendencias de las multis, como él las llamaba —las gigantescas multinacionales farmacéuticas que han construido sus sombríos castillos en la ribera del Alto Rin. Su bicicleta era blanca. En aquellos tiempos, las bicicletas blancas eran símbolos de revuelta, algo así como las camisas blancas fueron después un símbolo de protesta contra Noriega en Panamá. El ciclista me contó que había trabajado como químico pero que ahora era anarquista porque se negaba a formar parte del envenenamiento de la humanidad. Olvidé el resto de lo que me contó, si acaso logré entender algo. Al no ser científico, me interesaba más su anarquismo que su trabajo como químico. Pero, como escritor, en secreto sentí uno de esos escalofríos anticipatorios: Algún día encontraré la manera de escribir sobre ti y tus multis, pensé. Pues bien: hoy, veinte años después, lo hice. En la novela dejé fuera su barba y su bicicleta y eché un poco de agua fría sobre su anarquismo. Pero conservé sus multis y su furia y las trasladé a África. Y mi objetivo sigue siendo el suyo: las malvadas compañías farmacéuticas que, contrarias a sus hermanos y hermanas con conciencia moral en la industria, envenenarían al planeta si eso significara un alza en sus acciones.
     Y tal vez unos cinco años más tarde estaba sentado en un pequeño restaurante en Londres cuando un elegante caballero inglés, enfundado en traje gris y perteneciente a la clase bebedora, caminaba tímidamente de mesa en mesa entregando flores recién cortadas a cada grupo de comensales, hombres o mujeres, jóvenes o viejos: alverjillas, anémonas y claveles. Cuando se trataba de parejas, era muy cuidadoso de dirigirse al hombre: «Para su dama, caballero, si me lo permite», murmuraba con un acento de Oxbridge que bien podría haber sido el de un festivo mayordomo Jeeves. Nadie le ofreció dinero y él no lo solicitó. No era del tipo que mendigaba. A nuestra mesa le tocó alverjillas. Recuerdo todavía su aroma. La dueña recibió claveles, y a cambio a él le tocó una copa de vino y un beso. «Lo llamamos el jardinero loco», dijo, mientras él se despedía tímidamente, con una mano en la canasta y otra en la jamba de la puerta.
     Tal vez fue contador, o abogado, creía ella. Tenía una casa amplia con jardín. Sufrió una pérdida. Regalar las flores lo reconfortaba. Escribí el título «El jardinero loco» en una tarjeta y lo clavé en mi pizarrón de corcho. Escribí una primera página de un primer capítulo. Un caballero inglés, enlutado y excéntrico, con un sombrero de paja, se muda a vivir en Marruecos. En las tardes camina por los cafés y los bares ofreciendo flores a los parroquianos.

Llegó en el vapor matutino del lunes —fuera de temporada, como solían hacerlo— otro estúpido inglés avejentado y asoleado con un sucio saco blanco y una corbata a rayas, además de un sombrero Panamá con los colores que quizá hayan sido de su regimiento. Al día siguiente ya está deambulando por la costera como si fuera suya, estirando el brazo a cualquier árabe que medio le sonriera, quitándose el sombrero ante las turistas montadas sobre camellos. Se hospedó en el Oasis, no el Metropole —el Oasis, con su fachada francesa descascarada, su pésima comida y sus chirriantes ventiladores de madera en el comedor, era el tipo de cosas que los nostálgicos del imperio buscaban. Y el Metropole, todo metal pulido y puertas eléctricas, era el tipo de cosas de las que querían escapar.
     Su nombre, si a alguien le importa, era Clapham. «Como la estación Clapham Junction, viejo. Siguiente parada, Battersea. Me ha ido demasiado bien», confesaría con una sonrisa falsa a quien fuera que lo escuchara en los bebederos mosqueados que frecuentaban los expatriados. «Cuna de oro, nunca me manché las manos, ni me esforcé en los exámenes. Superficial, ése era mi problema. Un encantador terrible, bailaba con todas las chicas feas, pensaba que era mi deber hacerlo, una vida desperdiciada, sin duda», confiaría, como si formulara el epitafio de un amigo querido que, daba el caso, era él mismo.

Pero estaba engañando al lector un poco: la persona a la que en verdad lloraba era a su esposa muerta. Lo sabía yo entonces y lo supe años después. Era un hombre en busca de un amor muerto.
     Clavé este pasaje junto al título, donde fue acumulando polvo durante años, hasta que desclavé todo y lo guardé en un archivo de causas perdidas. Al leerlo ahora, y al compararlo con la novela que eventualmente escribí, percibo similitudes que me sorprenden. Primero, por razones que sólo puedo suponer, hace mucho decidí situar la nueva novela en el continente africano, y cuando me puse a trabajar continué con esa idea. La novela sucede en el presente: es decir, en la cleptocracia del presidente Moi, que lleva veintitantos años en el poder, y en Kenia que, social y económicamente, se está yendo poco a poco al diablo. Segundo, cuando construí a mi personaje Justin lo hice tan británico como Mr. Clapham, e igual de caballero, pero todavía no un fracasado —más bien, un diplomático británico acomodadizo en Nairobi que aguarda el momento de su jubilación. Da lo mismo; el «Clapham, como la estación» es sin duda una versión preliminar del personaje que hace un par de años, con el nombre de Justin, se apareció en la novela y la hizo suya, con todo y la jardinería. Mr. Clapham es lo que Justin habría sido de no haberse casado con una mujer así de joven, como insistió en hacerlo en la novela; si se hubiera retirado joven, viviera de su propia fortuna y se asentara como un expatriado británico más, con un sobrante de vida por gastar.
     Éstas eran las partes de la historia que parecían haberse quedado en el fondo de mi caja de herramientas: un anarquista con bicicleta, un jardinero enloquecido, el aroma de la Suiza farmacéutica, un diplomático cansado con sombrero de paja, y una añoranza renuente por África y las antiguas colonias.
     ¿Y la pena, por qué la pena?
     ¿Por qué insistía, desde las primeras líneas de aquel meloso borrador hasta la novela terminada, en que mi personaje principal perdiera a alguien muy cercano y fuera en su búsqueda? (Tessa es la antítesis de Justin —obstinada, decidida e involucrada apasionadamente con la causa de la ayuda y el apoyo a los olvidados de la tierra en Kenia, en particular a las mujeres; fue precisamente a causa de esa misión compasiva que fue asesinada). ¿Por qué estaba yo resuelto, de pronto, a escribir sobre una pérdida tan cercana y dolorosa cuando, por fortuna, no he sufrido ninguna en años recientes?
     Que haya elegido África no me sorprende, aunque siempre me desconcierta darme cuenta con qué bravuconería, con qué temeraria despreocupación le dediqué un par de años de mi vida a adentrarme en un tema del que conocía, en ese momento, casi nada. En parte, supongo, existe el atractivo de recibir una educación. Y las antiguas colonias siempre han tenido un atractivo algo incómodo, incluso si mis únicos recuerdos de África hasta entonces eran las filas de jeeps a rayas que esperaban para fotografiar al mismo león desconsolado, y las cabañas de los safaris llenas de turistas alemanes. Como muchos ingleses de mi edad, fui criado para gobernar a los nativos en nuestras propiedades de ultramar, y siempre me sentí avergonzado por eso. Las escuelas caras que me dieron lo que llamamos una educación asumían como su deber prepararnos para los pesares del gobierno imperial. Una vez por año, un predicador itinerante que se hacía llamar asesor vocacional visitaba nuestra escuela —fundada por el rey Eduardo VI y en mi época regida por el puño— y nos familiarizaba a todos en grupo con los modos de vida colonial en Malasia, Kenia y la India. Un caballero bien intencionado provocó un revuelo al advertirnos que cualquiera que condenara a muerte a un nativo, claro que tendría que estar presente en su ejecución. Era la definición del juego limpio para nuestro catedrático. Así que no me sorprende que en mi escritura persista una sensación de culpa colonial, ya sea que la colonia en cuestión haya sido nuestra o de alguien más. La antigua Palestina, Hong Kong, Vietnam, Camboya, Panamá, Ingusetia y Georgia todas han sido personajes en mis libros anteriores, ¿por qué no añadir a Kenia a la lista?
     Eso me deja sólo con el asunto de la pena, y con el capítulo más desconcertante de mis cuarenta años de escritor profesional.

*

En algún momento de mediados de los setenta decidí modificar la forma en la que trabajo —me había vuelto muy sedentario, un burócrata, no un hombre de campo. La imaginación y los recuerdos modificados deliberadamente ya no bastaban. Me merecía, y necesitaba, compartir las penurias sobre las que escribía. Era hora de que siguiera el consejo que con no poca arrogancia le impartí a un amigo pintor: que dejara de pintar paisajes por un tiempo y se fuera a vivir a uno. Así que me prometí a mí mismo que si quería escribir sobre algún sitio, iría a ese lugar, ya fuera en el sureste de Asia, en Medio Oriente, en el Cáucaso, o, más recientemente, en Kenia y el sur de Sudán. En pocas palabras, empezaría a escribir en movimiento, en compañía de cualquier confidente que hubiera designado como mi personaje principal, y hasta la fecha es lo que hago. Para El honorable colegial elegí como compañero de viaje al espía y gacetillero de Fleet Street, Jerry Westerby. Para La chica del tambor a la actriz Charlie. Y ahora, para El jardinero fiel, al diplomático Justin Quayle. Dicho con crueldad, el proceso es una especie de periodismo retorcido voluntariamente, donde nada es lo que parece y cada encuentro es examinado y, de ser necesario, replanteado para aprovechar mejor su potencial dramático. Las distorsiones creativas de siempre, entonces, pero realizadas al vuelo, al calor del momento; dejé la reflexión para más tarde, y para reescribir en tranquilidad.
     Así fue como en 1974, más o menos, conocí a Yvette Pierpaoli, en la casa de un diplomático de la ciudad sitiada de Phnom Penh, durante una elegante cena mientras afuera se escuchaban los disparos en el palacio de Lon Nol, a unas cien yardas de distancia. Yvette iba con su compañero Kurt —un capitán marino suizo, qué más iba a ser—, y Kurt e Yvette dirigían una empresa de comercio llamada Suisindo, que tenía su sede en una vieja casa de estuco en el centro de la ciudad. Ella era una francesa de provincias, pequeña, vivaz, dura, y de ojos café, de casi cuarenta años, por momentos vulnerable y escandalosa, y enormemente empática. Conocía todas las artimañas. Podía extender los codos y gritarte como carretonero. Podía sonreír de tal modo que te derretía el corazón, podía engatusarte, adularte y conquistarte del modo en que necesitabas ser conquistado.
     Todo lo hacía por una causa. Y la causa, lo entendías muy pronto, era el requisito absolutamente no negociable y visceral de hacerles llegar comida y dinero a los hambrientos, medicinas a los enfermos, cobijo a los indigentes, documentos a los desplazados; en general, del modo más secular, potente, empresarial y aterrizado posible, se trataba de hacer milagros. Esto no le impedía ser una empresaria habilidosa y con frecuencia descarada, en particular cuando enfrentaba a gente cuyo dinero, en su opinión, estaría mejor en los bolsillos de los necesitados. Suisindo era rentable, como tenía que serlo ya que mucho del dinero que entraba por la puerta de enfrente se iba por la de atrás, etiquetado para la buena causa que Yvette tuviera entre manos en ese momento. Y Kurt, el hombre más sabio y sufrido de todos, sonreía y asentía al ver el dinero irse.
     Hay una historia que debo contar acerca de Yvette, una que escuché de primera mano contada por ella, aunque eso no es garantía de que sea verdad. Un funcionario de una misión humanitaria escandinava, enamorado de ella, la invitó a su isla privada en la costa sueca. Con toda intención oculto la identidad del hombre, ya que estaba casado y era un mujeriego famoso. Kurt e Yvette, entonces en Bangkok, estaban financieramente en las últimas. Había un contrato en juego: ¿lograrían o no lograrían quedarse con la comisión de la agencia humanitaria sueca para comprar varios cientos de miles de dólares de arroz para entregar a los refugiados camboyanos que morían de hambre en la frontera con Tailandia? Su competidor más cercano era un despiadado mercader chino sobre el que Yvette estaba convencida, sin más evidencia probablemente que su propia intuición, de que estaba tramando estafar tanto a la agencia como a los refugiados. Y, por insistencia de Kurt, Yvette se fue a la isla sueca. La casa de playa era un nido de amor preparado para su llegada. Ella juró que la habitación estaba alumbrada con velas aromáticas. Su pretendido amante ardía en pasión, pero ella suplicó paciencia. ¿Por qué no daban un paseo romántico por la playa? ¡Claro! ¡Por ti, cualquier cosa! Estaba helando, así que se tuvieron que cobijar bien. Mientras tropezaban por las dunas en la oscuridad, Yvette le propuso un juego infantil: Me quedo quieta. Así. Ahora párate detrás de mi. Más cerca. Muy bien. Ahora cierro los ojos y tú cúbrelos con tus manos. ¿Estás cómodo? Yo también. Ahora puedes hacerme una pregunta y yo tengo que contestar con absoluta honestidad. Si no lo hago, no soy digna de ti. ¿Has jugado este juego? Bien, yo también. Así que, ¿cuál es tu pregunta?
     Su pregunta, como era de esperarse, se refería a sus deseos más íntimos en ese momento. Yvette los describe, estoy seguro, con descarada falsedad: sueña, le dice, que cierto escandinavo viril y apuesto le hace el amor en una habitación perfumada en una isla solitaria en medio de un mar turbulento. Ahora le toca a ella. Le da vuelta, y quizá con menos cariño del que el pobre hombre había anticipado, le pone las manos sobre los ojos y le grita en el oído: «¿Cuál es la oferta más cercana a la nuestra para la entrega de las mil toneladas de arroz a los refugiados en la frontera entre Tailandia y Camboya?».
     Pero hay otra faceta de Yvette que sus amigos, y los periodistas extranjeros en particular, ignoraban bajo su propio riesgo. Ella era la primera en admitir que la guerra la excitaba. Saboreaba el peligro, se regodeaba en él. El martilleo de las balas era un llamado a correr hacia afuera, como la lluvia en una sequía. Por mucho que deplorara las miserias de la guerra, disfrutaba sus libertades y sus riesgos. Entablaban un diálogo con su rebelde interior, con la aventurera, con la pícara. Consolaban a la adolescente desamparada que, reducida a la hambruna, había recorrido las calles de París y había tenido un hijo con un hombre que la abandonó. La guerra, la gran equilibradora, apaciguaba a los ogros que la asediaban desde sus años de infancia llenos de pobreza y abuso. Fue en Camboya donde descubrió sus atractivos temibles y nunca más los dejó ir.
     Para mediados de los setenta, Camboya era un archipiélago. El Khmer Rouge de Pol Pot era dueño de los campos, mientras que Lon Nol, con el vasto apoyo de Estados Unidos, se aferraba a las ciudades —la más grande, Phnom Penh, estaba rodeada por el Khmer Rouge en un radio de cinco a diez kilómetros del centro. Los periodistas más acaudalados se alojaban casi todos en un viejo hotel con jardines y una alberca, y tomaban taxis que los llevaban al frente de combate por treinta dólares al día, una tarifa que se incrementaba según la distancia recorrida y los peligros que encontraban en el camino.
     Por las tardes escribían sus textos, que apenas si cambiaban: todo era una pérdida de tiempo. Un día, en compañía de David Greenway, entonces del Washington Post, me dirigí tímidamente hacia el frente de batalla, y llevé conmigo como protección un puñado de tarjetas postales en blanco donde habitualmente escribo mis notas, que después son por lo general ilegibles, y me llevé también al personaje secreto de mi periodista ficticio, Jerry. Yvette estaba decidida a unirse a nosotros. Había escuchado que había una sabia mujer capaz de hacer predicciones asombrosas, que vivía en un pueblo bajo control del Khmer, jungla adentro. Greenway estaba menos que entusiasta, y yo era demasiado ignorante para saber si me debía sentir entusiasta o no, pero cuando Yvette estaba decidida había poco que uno pudiera hacer. Como era la única que hablaba khmer entre nosotros, ella le dio instrucciones al chofer. Conducimos por horas. El camino era una recta que atravesaba árboles de teca de kilómetros de altura. Caía sobre nosotros un aguacero tropical. A través del parabrisas empapado vimos un siniestro camión marrón salir de la jungla frente a nosotros. Se detuvo, impidiéndonos el paso. Dos jóvenes con armas bajaron, nos inspeccionaron, y regresaron al camión, que se hizo a un lado y nos dejó pasar. No éramos el convoy que estaban esperando. Abandonamos nuestra búsqueda y regresamos a Phnom Penh. Yo seguía temblando cuando llegamos al hotel, e incluso Greenway parecía un poco cetrino. Yvette, en cambio, estaba en una estado de gracia. Había tocado un punto alto. Viviría un día más.
     Suisindo poseía un par de aviones de dos motores destartalados para enviar sus productos de pueblo en pueblo. Con Yvette y un piloto chino volé en una de esas rondas de entrega: Battambang, Kampong Chom y no recuerdo dónde más. En cada pueblo que visitamos —en cada calle, me parecía—, Mme. Yvette era una santa patrona, la madre adoptiva de niños encantados, la amiga silenciosa de los afligidos, la proveedora de esperanza y fortaleza y también de bienes. Pero lo que recuerdo con mayor claridad es que, al regresar a Phnom Penh por la noche, aterrizamos en una pista perforada por las bombas y sin iluminación mientras la ciudad se estremecía por las balaceras. Nunca me quedó muy claro qué era lo que transportábamos en el avión, y no creo que Yvette supiera tampoco. Pero sé que mientras que el avión esquivaba los cráteres y yo le rezaba a cualquier divinidad que se me ocurriera, Yvette se reía como una niña en un espectáculo de pirotecnia.
Phnom Penh cayó, y Suisindo con ella. Kurt e Yvette se mudaron a Bangkok e intentaron volver a empezar. Kurt murió, el negocio tuvo problemas, y ni siquiera el pobre escandinavo con su isla pudo salvarlo. Yvette le dejó el negocio a un administrador y regresó a Europa, decidida a dar el resto de su vida a los desfavorecidos del mundo. Y, porque se trataba de Yvette, eso fue exactamente lo que empezó a hacer. Inevitablemente, la guerra la atraía: Guatemala y Nicaragua; Bolivia y Colombia; los rincones más infames de África y, más recientemente, Albania. Algunas veces trabajaba para su propia organización de ayuda humanitaria, llamada Project Tomorrow. A ninguno de sus amigos ni de sus patrocinadores les sorprendió que fuera capaz de conseguir apoyos como nadie en la Tierra. Le llamó la atención a Mme. Mitterrand, y con ello llegaron más fondos. Pero cada vez la utilizaban grupos de ayuda humanitaria más grandes, que valoraban su sentido común, su vigor, su temeridad, su experiencia creciente y su determinación de ir, sola si era necesario, a donde muy pocos se atrevían a ir.
     Mientras Yvette estaba en el campo le encantaba escribir o llamar desde sitios raros, y de preferencia con noticias igualmente extravagantes. Cuando hablabas con ella en esas situaciones, uno ponía atención a otras cosas: ¿suena que está bien? ¿Está enferma? ¿Está presa? ¿Debo de estar escuchando algo que no oigo? Le gustaba decir cosas como: El jefe de una tribu en el Congo leyó tu último libro y no le gustó, o Una adivina en Somalia predijo el colapso inminente de la Casa de Windsor. Nunca sabía qué hora del día o la noche era en Inglaterra, y tampoco le importaba. Asumía que mi esposa y yo estaríamos felices de saber de ella a cualquier hora: y claro que lo estábamos. En un par de ocasiones se quedó con nosotros en Cornwall, donde pasamos la mayor parte del año. Cuando un acuerdo en Tailandia rindió frutos inesperados, compró una pequeña granja cerca de Uzès, en el sur de Francia; ahí decidió echar raíces. De alguna manera, después de todo, había logrado ser una maravillosa madre para sus dos hijos.
     Dos días después de mi llegada a Kenia para investigar mi nueva novela —todavía estaba en las etapas más tempranas de la invención, y la particularidad de la pena de Justin, mi personaje, seguía siendo un poco un misterio para mí— Yvette murió en Albania. Murió en un accidente automovilístico, junto con David y Penny McCall, de Refugees International, y el chofer albano, mientras iban de camino a llevar consuelo a una nueva oleada de refugiados de Kosovo. En condiciones climáticas terribles, su auto se había desbarrancado y cayó varios cientos de metros. Tenía sesenta y un años. Sus cenizas fueron enterradas según los ritos cristianos y budistas en el jardín de su granja. Acudieron amigos de Estados Unidos, Camboya y Tailandia, para abrazarse mutuamente bajo el sol de la tarde, para montar guardia, solos o en parejas, junto a su tumba. Sus dos hijos, adultos y bien instalados, se condujeron con gran dignidad. Fue el funeral más conmovedor al que mi esposa y yo hemos asistido. En Washington, uno puede visitar el edificio McCall/Pierpaoli. Es la sede de la causa por la que Yvette murió: Refugees International.

*

Y aquí es donde la historia se vuelve desconcertante, si no es que algo perturbadora. Es donde hablamos de la parte mística de Yvette —no tengo una mejor palabra para ello—, de su actitud tranquila y tolerante ante las fuerzas que ella sentía que la guiaban, de su creencia de que había ciertas cosas en su vida que estaban destinadas a suceder, y que, al obedecer sus instintos más profundos y al interpretar las señales y seguir sus instrucciones, cumplía con su propósito en la Tierra. No lo decía con miedo, ni con presunción. No te lo restregaba en la cara. Pero estaba segura de ello. Incluso los más escépticos entre nosotros —entre los que me cuento— habríamos admitido que el destino, o simplemente una sorprendente coincidencia, tenía un papel extraordinario y persistente en su vida. No tenías que compartir su creencia en el trascendentalismo ni en la telepatía, pero cuando se trataba de explicar las cosas que le pasaban, servía bastante. Unos años atrás, se había tomado un sabático para escribir su autobiografía —publicada en Francia, Alemania e Italia, pero por alguna razón nunca hubo una versión en inglés, no obstante que Julie Andrews por un tiempo consideró interpretarla en una película. Impaciente como siempre, Yvette me mandaba pasajes por fax para que se los comentara de inmediato. Escribía con habilidad y franqueza y gran velocidad. No recibió una educación formal, pero había leído mucho y podía asimilar idiomas, así que empuñar la pluma fue un paso natural. Pero había un problema. Su insistencia en ser hija del destino ahuyentaba al escritor profesional que hay en mí, y yo le insistía en que atemperara eso. Su vida era suficientemente exótica, le decía. La suya era una historia de amor y valor y perseverancia y vocación —¿qué más quería? Era una mujer del pueblo, no de los dioses. ¿De verdad tenía que atribuirle sus logros a la guía espiritual y al poder de la meditación? ¿Eso no la marginaría de los lectores que no compartieran su espiritualidad? Así le decía yo.
     Finalmente, desesperado, le argumenté que estaría poniendo en riesgo sus ventas. Este argumento dirigido a la empresaria en ella tuvo el efecto deseado. Hoy, más bien, siento que debí haberla dejado escribir como ella quería.

*

Permítanme incluir un descargo de responsabilidad. No estoy intentando ensalzar mi novela con una aseveración presuntuosa sobre su génesis. Lo que intento hacer es rastrear los orígenes de un libro que anticipó los eventos —antes de que sucedieran— que le sirvieron como motivación. El punto es —aunque se me eriza la piel al admitirlo— que, meses antes de enterarme del accidente fatal de Yvette, ya estaba yo considerando como personaje central fuera de la trama a una mujer que había estado involucrada apasionadamente en labores humanitarias en África, y que para el inicio de la historia ya estaba muerta. En otras palabras, a Yvette la estaba llamando Tessa y estaba sintiendo su duelo antes de tiempo.
     Yvette estaba al tanto de lo que tramaba. No le revelé, hasta donde recuerdo, que me proponía matar a Tessa al inicio de la historia. Pero sin duda le dije que me proponía usar África como fondo y que mi heroína era una mujer tan imposible como ella —una noción que aceptó con gusto, pero también con algo de escepticismo, porque ella sabía muy bien que era única. Y habíamos planeado encontrarnos, y ella me iba a dar información, probablemente al término de mi primera salida al campo. Ella tenía que volver a Cornwall, de preferencia en medio de una gran tormenta. ¿Por qué nunca le había tocado experimentar una gran tormenta en Cornwall?, nos decía, como si de alguna manera le hubiéramos fallado como anfitriones. Ya habíamos hablado de sus amigos africanos con los que me tenía que reunir, y la mayoría de ellos, como era de esperarse, estaban en los lugares más terribles. Con Yvette, era lo que uno esperaba, y en el fondo, lo que uno deseaba obtener.
     Y aunque por edad, ocupación, nacionalidad y nacimiento mi Tessa estaba muy alejada de Yvette, el compromiso de Tessa con los pobres de África, particularmente con las mujeres, su desprecio por el protocolo y su inamovible, exasperante resolución a hacer las cosas a su modo, surgían, de manera muy consciente por lo que a mí respecta, del ejemplo de Yvette. Yvette, como casi nadie, me abrió los ojos a la compasión constructiva, a la idea de poner el dinero y la vida donde está el corazón. Y no sólo a mí. Muchos de los hombres y mujeres que se abrazaron en aquella ceremonia en el jardín de su granja francesa habrían dicho lo mismo. El trabajo de Yvette, ahora entiendo, era lo que quería celebrar al emprender esa novela. Probablemente me di cuenta desde el principio, cuando sea que haya sido. Probablemente ella también se dio cuenta. Sin embargo, el motor de la novela fue su muerte, tanto en la ficción como en los hechos más adelante. Y fue la presencia de Yvette lo que, desde el momento de su muerte, me guió a lo largo del libro. Y a todo esto, Yvette habría dicho: «Claro». 

Traducción del inglés de Pablo Duarte

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